Carolina Vásquez Araya
Las decisiones inconsultas de gobernantes ineptos suelen causar daños irreparables. |
Uno de los países
más violentos y pobremente administrados del continente se ha convertido
–con un golpe de puño en el despacho oval- en refugio de migrantes,
para tranquilidad del presidente estadounidense. Este, empeñado en
quitarse de encima a los miles de seres humanos que cruzan sus fronteras
en busca de una mejor calidad de vida, no dudó en hacer pacto a punta
de amenazas con el más débil de los gobiernos de la región. Ambos
mandatarios, Donald Trump y Jimmy Morales, plenamente conscientes del
despropósito de semejante acuerdo, utilizaron -como la mano del gato que
saca las castañas del fuego- a sus ministros del interior para así
poner obstáculos a la nulidad del documento que declara a Guatemala como
Tercer País Seguro, TPS, mediante el cual sellaron el infausto destino
de sus ciudadanos, pero también de las familias de migrantes que huyen
de sus países.
Que Guatemala es un país seguro, depende de la
perspectiva. Seguro para las mafias que lo gobiernan y cuyas maniobras
han convertido al país centroamericano en el símbolo de la corrupción y
la impunidad. Seguro para las redes de trata, ancladas en instituciones
del Estado mediante las cuales se garantizan una operación sin
consecuencias. Seguro también para las organizaciones criminales, que
mediante el patrocinio de las campañas electorales y su generoso
financiamiento para políticos tradicionales se han consolidado como una
fuerza indestructible entre los círculos de poder.
Guatemala es
el paraíso de seguridad para su cúpula empresarial, la cual no ha
vacilado en amarrar vínculos con lo más podrido de la institución
castrense, su histórica aliada en la eliminación de líderes comunitarios
y ciudadanos con potencial político capaz de poner en peligro sus
privilegios. Los grandes empresarios, coludidos con gobernantes
corruptos, han retrasado el desarrollo de Guatemala como un mecanismo
propicio para mantener a su población intimidada, carente de
oportunidades de educación, sujeta a trucos legislativos que la
convierten en una masa vulnerable a la explotación laboral y sin
posibilidad de escapar de ese círculo perverso.
Pero quienes
aprovechan de modo indiscutible la seguridad que les ofrece Guatemala
son los cárteles de la droga, cuyo inmenso poder les ha dado paso libre
por sus puertos, aeropuertos, pistas de aterrizaje en amplias regiones
sin vigilancia y en sus fronteras permeables y sensibles al soborno.
Como país-pasadizo para estas organizaciones criminales, es el menos
adecuado para constituirse en centro de concentración de migrantes
quienes, además de su estatus vulnerable, estarán obligados a buscar
sustento por sí mismos, sin la menor ayuda del Estado que los acoge, y
mucho menos su protección.
Guatemala tiene los indicadores más
bajos en desarrollo social y los más altos en desnutrición crónica y
violencia criminal. Su congreso –la máxima entidad de representación
ciudadana- está conformado en su mayoría por diputados cuyas decisiones
dependen de cuán abultado es el sobre mediante el cual los centros de
poder compran su voto. Su ciudadanía, conformada en su gran mayoría por
personas decentes y deseosas de un cambio profundo en el quehacer
político, se encuentran acorraladas por estructuras legalizadas a
capricho de quienes mueven las palancas legislativas y judiciales. Por
lo tanto, el compromiso adquirido por el Estado de Guatemala, sin
consenso popular y sin consideración alguna por sus previsibles
consecuencias, ha sido la puñalada final de quien dejará en unos meses
el más vergonzante y lamentable gobierno de la historia de ese sufrido
país.
Un país seguro depende de un Estado bien administrado, transparente y ético.
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