Brecha
Este
artículo pone en debate un discurso emergente sobre la seguridad. Me
centraré en el análisis de algunas recientes afirmaciones realizadas a
la prensa por Gustavo Leal, actual director de Convivencia y Seguridad
Ciudadana del Ministerio del Interior.
Intentaré
centrarme en el contenido de las afirmaciones vertidas porque me
preocupa lo que se está contribuyendo a construir desde estos discursos,
de los que Leal sólo es uno de los varios portavoces actuales. Me
interesa discutirlo además porque se afirma que es un discurso de
izquierda. No deseo personalizar ni juzgar las motivaciones, sino pensar
críticamente el efecto de verdad que se consolida como consecuencia de
las afirmaciones emitidas. Intentaré demostrar cómo estos discursos
construyen una creciente focalización territorial punitiva.
Lo
primero a señalar es que se construye una asociación causal y simplista
entre delincuencia (más específicamente un tipo de delitos) y pobreza
estructural territorializada. Aunque se reconoce que existen delitos de
cuello blanco, las declaraciones se centran en ejemplos y en poner el
foco en Casavalle y otros enclaves territoriales que padecen lo que
desde las ciencias sociales se ha dado en llamar “segregación
residencial” y “estigma estructural”.
Actuar desde el gobierno de esta manera tiene varios problemas que intentaré discutir.
El peso sobre el individuo y lo cultural
“Un modelo de seguridad sustentable en una sociedad es aquel en el que
los anillos de seguridad son fuertes y se basan en la capacidad de los
individuos de autorregularse. Por lo tanto, la batalla por una sociedad
más segura es primero cultural” (Leal, 2018).
Aparece aquí un
efecto de inversión del orden causal al afirmar que la izquierda ha
descuidado el peso que tienen los agentes en sus decisiones. Para este
discurso emergente, la “libertad de elegir si delinquir o no” estaría
por delante de la estructura social, y al afirmar lo contrario, la
izquierda tradicional habría contribuido a desresponsabilizar a los
delincuentes de las opciones que hacen. También se afirma que el
territorio (eufemismo de barrios degradados) es un “caldo de cultivo” de
la “cultura de la ilegalidad” y que la batalla por una sociedad más
segura es primero que nada cultural. El territorio pasa a ser una
variable que explica, al menos en parte, la delincuencia.
Se
invierte así el orden causal: de la violación sistemática de derechos
humanos básicos negados durante generaciones, y de la idea de deuda y
restitución que la sociedad mantiene con estos sectores más postergados,
se pasa a poner el énfasis en la decisión “libre” que pueden tener los
individuos pobres de no cometer actos ilegales. La relación
estructura-individuo ha sido y es objeto de grandes bibliotecas de las
ciencias sociales, pero no existe ninguna más o menos consensuada en la
que se invierta este peso estructural y el individuo posea tal libertad
que pueda efectivamente elegir racional y libremente sus actos, excepto
en una: la biblioteca neoliberal. De Durkheim a Marx, es innegable el
peso estructurante de la sociedad en la fabricación y condicionamiento
de las acciones, pensamientos y subjetividades que la sociedad imprime
en cada uno y en el colectivo. Negar esto es negar las ciencias
sociales.
Los territorios degradados son un producto de la
segregación residencial y urbana, de la que el Estado, por acción y
omisión, ha sido un actor protagónico. Estos procesos no han sido
revertidos durante el ciclo progresista de gobierno ni han sido
suficientemente explicados en su relación con las dinámicas actuales de
la sociedad. En un solo movimiento se toma el atajo de tomar dichos
barrios como un dato que en sí mismo explica y predice la potencialidad
delictiva de sus habitantes. Pretendiendo no reducir la delincuencia a
la desigualdad se reduce la desigualdad a lo cultural, consolidando una
etnologización de los daños transgeneracionales de la privación. Las
políticas activas de segregación desde el Estado (a veces por omisión,
muchas otras por realojos y relocalizaciones con su activa
participación) que colaboraron a confirmar la mercantilización del suelo
urbano desaparecen de escena y queda la batalla cultural contra una
“cultura del delito” que estaría genéticamente integrada en estos
pobladores.
Nadie niega la dimensión cultural de la vida social,
pero poner sólo allí el foco y la “primera batalla” (desde una
concepción de cultura muy ligada al lazo moral neoconservador)
invisibiliza y desresponsabiliza a la sociedad y al Estado de generar y
poner a disposición los soportes efectivos para formar individuos con
ciudadanía plena.
La inversión de la deuda y la violencia simbólica
“(…) ejercicio de la autoridad sin complejos (…). Hay que equilibrar la
agenda de derechos con la agenda de las responsabilidades en la
sociedad” (Leal, 2018).
Denis Merklen ha tematizado este proceso
político ideológico como parte del neoliberalismo y lo llama “inversión
de la deuda”. Nos alejamos de lo que durante mucho tiempo la izquierda
sostuvo (y, espero, aún sostiene en parte): que la dinámica social
dejaba en situación difícil, injusta y profundamente dañada a algunos
sectores sociales, y que la sociedad contraía una deuda con ellos. Hoy,
por el contrario, se tiende a pensar que son esas personas las que le
deben a la sociedad. El Estado, a través de sus administradores
gubernamentales, en lugar de hacer una autocrítica por no haber hecho
las inversiones necesarias y construir respuestas robustas y
sistemáticas sobre la desigualdad y la exclusión, pasa tras bambalinas y
deja en escena al delincuente (joven y pobre) que elegiría “racional y
libremente la transgresión”. A partir de esa inversión, cambia el
espíritu de los mecanismos de protección para los más débiles: lejos de
asegurar un zócalo universal robusto, se trata de discernir merecedores
agradecidos de la ayuda dispuestos a demostrar su disposición a pagar lo
que se les otorga. (2)
Se plantea “equiparar la agenda de
derechos con la agenda de responsabilidades”, como si individuo y Estado
estuvieran en igualdad de situaciones y fueran equiparables en
responsabilidades y recursos. Se trata de un discurso muy pegado a la
creciente racionalidad política neoconservadora que sostiene que hay que
reforzar el orden, la autoridad y el rigor (especialmente para los
perdedores del sistema). Una racionalidad neoconservadora que junto a
una neoliberal (cada quien debe gobernarse a sí mismo bajo el modelo
empresarial de costos y beneficios) están construyendo un sentido común
que parece hegemónico en muchos discursos y prácticas aun dentro del
gobierno progresista. Ambas matrices de pensamiento, aunque distintas,
están convergiendo y fusionándose. La nueva derecha es justamente la
integración de estas dos tendencias distintas, pero que de algún modo
convergen: una neoconservadora social autoritaria y una neoliberal de
libre mercado.
Si son ellos quienes nos deben, los mecanismos de
protección serán políticas minimalistas, con contraprestaciones y
desligadas de derechos de largo plazo. La violencia simbólica es alta;
es como decirle a la mujer ultrajada: “Lo que tú vives es fruto de tu
decisión, deberás decidir mejor por dónde caminas la próxima vez”.
El delincuente como un ser racional
Idea neoliberal si las hay: lejos de ser una sociedad, y por tanto
cuerpo social entrelazado e interdependiente, somos individuos evitando
el dolor y procurando la ganancia (“No hay tal cosa como la sociedad.
Hay hombres y mujeres, y hay familias”, decía Margaret Thatcher). Somos
seres que evaluamos racionalmente costos y beneficios guiados por una
racionalidad instrumental desde la cual tomamos decisiones. Se trata
entonces de aumentar los castigos (costos) y los incentivos (beneficios)
a los comportamientos. Se trata de una cruzada ante todo moral contra
las ataduras del Estado de bienestar, las cuales estarían minando la
energía y capacidad de emprender y activarse de los individuos. Bajo
este estandarte moral está el libre mercado que reinstala al individuo
moralmente responsable y lo coloca contra la colectivización inherente a
las técnicas públicas de gestión de los riesgos, como los seguros. El
joven pobre deja de ser sujeto biográfico y pasa a ser un individuo, un
delincuente a-biográfico, abstracto y universal, un actor de la elección
racional. Se desvía así todo análisis sobre los fundamentos sociales y
estructurales de la desigualdad y el delito.
Jerarquizar un tipo de delito y un delincuente ocultando otros delitos, otros delincuentes y las cadenas de negocio ilegal
En el discurso predicado se mencionan el narcotráfico y el crimen
organizado como sustentos de lo que estaría pasando en enclaves como
Casavalle. Es bueno recordar que los grandes narcotraficantes no viven
en Casavalle, están más bien en Punta del Este y lavando dinero en
diferentes offshores.
Por supuesto que estas cadenas ilegales de
generación de valor (explotación sexual y trata de niñas, drogas,
tráfico de armas, autos robados enteros o en partes y un largo etcétera)
usan la degradación territorial y a las y los jóvenes pobres en sus
cadenas de negocios como mano de obra precaria y remplazable. Uso que es
además criminal. Así es el capitalismo: usa la necesidad, la seducción
del consumo para que muchos produzcan valor que es concentrado en pocas
manos. Poner el acento allí, en el final de la cadena de valor, desde el
discurso oficial de un gobierno de izquierda, nombrar a “los Chingas”
como grandes bandas de narcotraficantes, es ridículo. Pero es un
discurso que puede funcionar, y de hecho lo hace, para invisibilizar que
quienes manejan el negocio no son “Mónicas” y “Jairos”, sino unos
cuantos personajes más cercanos seguramente al financiamiento de
partidos y las vernissages de las elites gobernantes.
Pensemos
en la “reducción” de los autos: por supuesto que el auto una vez
desguazado termina flotando en la cañada Matilde Pacheco o en algún
pasaje perdido cerca de Aparicio Saravia, pero la cadena de comercio de
autos y piezas robados no empieza ni termina en Casavalle. Plantearlo en
esos términos es ingenuo o cínico.
Hace unos años, trabajando
en estos barrios, vimos morir a muchos niños y adolescentes prendidos de
cables de la UTE. Lo hacían para robar el cobre. Ellos “elegían
hacerlo”, se dirá, pero es bueno recordar que en esos tiempos éramos el
segundo exportador de cobre de América Latina, y que se sepa no lo
producíamos. Todos sabíamos que en gran parte era robado. Nunca se
publicaron los nombres de las empresas que tenían el negocio de
exportación del cobre. Algo similar sucede con las armas: muchas son de
la Policía, el Ejército o provienen del contrabando (es bueno recordar
quién debe controlar las fronteras) a partir de densas redes de
corrupción institucional que sostienen un negocio sin dudas lucrativo.
¿O quizá hay fábricas clandestinas de armas en Casavalle? El
narcotráfico no es creado en los enclaves de pobreza extrema, éste usa
como trabajadores descartables a los jóvenes de los barrios de nuestras
periferias.
Quizá sería bueno comenzar a poner el énfasis
discursivo de un Ministerio del Interior progresista en estas rutas de
negocio ilegales y no ocultar los problemas de corrupción, hostigamiento
y degradación que la Policía ejerce ritualizadamente en estos barrios.
Es decir un buen comienzo sería la autocrítica institucional.
La nueva derecha en el progresismo: focopolítica y territorialización punitiva
Si cada sistema de producción tiende al descubrimiento de métodos
punitivos que se corresponden funcional aunque no lineal ni directamente
con sus relaciones productivas, políticas, culturales y sociales, cabe
preguntarse: ¿cuáles son las funcionalidades de los actuales métodos
punitivos en el intento de control de la población excedentaria del
mercado formal de trabajo en un marco de bajos salarios, precarización y
alto desempleo entre los jóvenes pobres?
Leal nos alerta:
cuidado con “tener la ingenuidad de creer que esto se arregla con
políticas sociales, no alcanza con eso”. Hay que ponerse del lado de las
víctimas y actuar con severidad, con rigor (y lo dice dos veces).
Se trata de ver los actuales dispositivos tecnológicos de castigo como
auténticos mecanismos biopolíticos de control de las poblaciones
económicamente excedentarias. Ello explicaría la renuncia a cualquier
discurso rehabilitador, la prisionización masiva que hemos visto crecer
durante casi todo el ciclo de gobierno progresista, la privatización
carcelaria, pues se trata de un encierro deslocalizado y vacío de
sentido: el gran encierro y control de la multitud excedente.
Sin duda existe punitivismo desde abajo, “y son estas conversaciones
cotidianas las que van creando también condiciones de posibilidad para
que otros actores se ensañen con los jóvenes que fueron apuntados”, dice
Esteban Rodríguez Alzueta, y agrega: “No hay olfato policial sin olfato
social (…). Detrás de la brutalidad policial está el prejuicio vecinal
(…). Los procesos de estigmatización social legitiman el devenir
violento de las fuerzas de seguridad”. Sin embargo el punitivismo desde
arriba y desde un gobierno progresista tiene responsabilidades,
connotaciones y efectos muy disímiles.
El puntivismo es una
demanda social real y peligrosa, pero quizá estemos a tiempo de decidir
no alimentar el monstruo desde un oficialismo que se define de
izquierda. Las responsabilidades del punitivimo de abajo, hecho de
miedos, prejuicios y desinformación, y las del punitivismo de arriba son
muy distintas. El de arriba es una falsa cruzada de ley y orden que
intenta sacar rédito electoral del pánico moral, generando efectos muy
perversos de estigmatización estructural.
En esta nueva etapa
del control social se utiliza al territorio como variable explicativa e
independiente y se lo coloca como generador de una cierta cultura del
delito, el territorio es un factor que produce y reproduce la exclusión,
“que se traduce después en problemas de criminalidad, clarísimamente”,
afirma Leal en una entrevista. Así los barrios nombrados una y otra vez
poseen alta estigmatización mediática, que refuerza y agrava procesos de
deterioro de las condiciones de vida, obstaculiza mejoras y produce
desventajas a nivel individual y colectivo. Esta estigmatización
mediática, es bueno recordarlo, fue reforzada por los operativos de
saturación (megaoperativos) realizados durante el año 2011 que
implicaron el despliegue de patrulleros, helicópteros, cierre de
fronteras barriales y filmación en tiempo real, realizados por el propio
Ministerio del Interior en los barrios. Los efectos son la construcción
de territorios donde se cristalizarían todos los males y los miedos
sociales convirtiendo dichos enclaves en peligrosos, y a sus habitantes
colectivamente en sospechosos. Se trata de la amplificación de los
procesos de “empeligrosamiento”, al decir de Gabriel Kessler. Es decir,
la construcción de un discurso que asocia determinados barrios con
temibles guetos urbanos.
Tampoco se explicitan cuáles delitos
son tomados en cuenta para priorizar ese y no otro barrio. ¿Son todos
los delitos o sólo aquellos que se denuncian? ¿Se toman sólo los
homicidios y delitos violentos contra la propiedad o también el fraude,
la evasión impositiva, la corrupción, la violencia doméstica o el
tráfico de influencias? ¿Cuál es el imperativo estratégico?
¿Criminalizar la pobreza, gestionar el miedo, o regular el microdelito y
administrar las economías ilegales? Como vimos, lo que queda
invisibilizado en este tipo de diseños y fundamentaciones es la
inclusión de las economías ilegales en las grandes cadenas productivas.
¿Por qué no se enuncian y persiguen las cadenas económicas
extrabarriales que participan y demandan esas actividades? No parece
sensato pensar que la intervención circunscripta a estos territorios
pueda hacer algo más que correr el negocio a otro barrio, generalmente
lindero.
Link y Phelan señalan que existe estigma cuando cinco
componentes se conjugan en el marco de una relación de poder: etiquetar,
estereotipar, separar, pérdida de estatus y discriminación. A lo largo
del tiempo el estigma engendra perjuicios acumulativos, es decir,
discriminación estructural. El estigma territorial se refuerza a sí
mismo y se condensa: “La territorialización es el otro factor central
para la retroalimentación y perpetuación del estigma: al abatirse sobre
un lugar determinado, con privaciones individuales y colectivas previas,
a las que suele reforzar por múltiples maneras, la desfavorable
situación resultante puede ser utilizada luego como una confirmación o
‘prueba’ de la veracidad de los juicios negativos inicialmente
vertidos”. Así esta nueva forma de control social sobre el precariado
toma la forma de una focalización territorial punitiva. Lo que parece
cuestionable es el trato punitivo como respuesta a la exclusión desde un
gobierno que se dice de izquierda.
* Leticia Pérez es
doctoranda en Ciencias Sociales, docente de la Facultad de Ciencias
Sociales de la UDELAR (Universidad de la República)
Notas
1.Declaraciones realizadas en diversos medios: El Observador
(3-III-18); Montevideo Portal (20-IX-18); La Diaria (10-X-18); Brecha
(19-X-18). Nota de Correspondencia de Prensa: Leal es miembro del MPP
(Movimiento de Participación Popular), principal fuerza del Frente
Amplio, liderado por José Mujica, Eduardo Bonomi, Lucía Topolansky y
otros históricos del MLN (Movimiento de Liberación Nacional –
Tupamaros).
2.Otro capítulo sería debatir el financiamiento
socializado de las políticas sociales (en gran parte vía impuestos
indirectos sumamente regresivos), comparándolo con las robustas y
también socializadas subvenciones directas e indirectas al mercado, las
empresas y los grandes inversores. Todo el presupuesto del MIDES no
llega al 1,2 por ciento del PBI.
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