La Jornada
La realidad sigue
desmintiendo al presidente estadunidense Donald Trump: pese a las
amenazas, el reforzamiento de las vallas fronterizas y el trato inhumano
dispensado a quienes ingresan a Estados Unidos sin documentos, el
número de personas que llegan a la frontera sur de ese país de manera
irregular muestra un marcado crecimiento respecto del año pasado. Estos
hechos se reflejan tanto en la afluencia de personas migrantes a los
albergues ubicados en las ciudades mexicanas colindantes con territorio
estadunidense, como en las cifras de detenidos provistas por la Patrulla
Fronteriza de aquel país.
Lo anterior obliga a plantear varias consideraciones. En primer
lugar, queda al descubierto la inutilidad de los métodos empleados por
Washington –y replicados por otros gobiernos de naciones receptoras de
flujos migratorios– para mantener lejos de sus jurisdicciones a quienes
huyen de la violencia, la miseria o de ambas. En esta misma línea,
remarca el sinsentido de edificar el muro que Trump ha tomado como
principal bandera de campaña y de gobierno, para cuyo inicio exige, por
lo menos, 5 mil millones de dólares en las negociaciones en curso con el
Legislativo para adoptar en el presupuesto del año entrante.
Por otra parte, el incremento en el número de personas que practican
la vía terrestre hacia Estados Unidos muestra que quienes abandonan sus
regiones de origen de forma individual, familiar o colectiva y se lanzan
a una búsqueda incierta de un mejor futuro no lo hacen en ningún caso
como una opción entre varias, sino como un último recurso desesperado
del que no pueden ser disuadidos simplemente porque ya se les cerró
cualquier otra alternativa. Las propias cifras del cuerpo policiaco
encargado de impedir su entrada son elocuentes al respecto: de las 51
mil 856 personas detenidas hasta noviembre pasado, 25 mil 172 viajaban
en familia y 5 mil 823 eran niños que no contaban con el acompañamiento
de un adulto, quienes además han mudado la añeja práctica de pasar
desapercibidos tras el cruce por la de entregarse a las autoridades y
pedir asilo.
Para colmo, la política de estigmatización y criminalización de los
migrantes emprendida por sectores de derecha en todo el mundo y que
tiene en el magnate a su principal portavoz parte de la hipocresía de
rechazar a quienes huyen de catástrofes creadas por actos de fuerza de
las naciones poderosas, con Estados Unidos y sus aliados a la cabeza.
Por mencionar sólo lo referente a la actual oleada migratoria, cabe
recordar que Honduras se encuentra inmerso en una espiral de degradación
económica y social desde que la Casa Blanca brindó su visto bueno al
golpe de Estado con el que la oligarquía de ese país depuso al
presidente constitucional Manuel Zelaya. Casos similares existen en las
otras naciones centroamericanas expulsoras de población, Guatemala y El
Salvador, donde Washington ha orquestado o respaldado todo tipo de
asonadas y regímenes autoritarios a cambio de la lealtad política de sus
titulares y el otorgamiento de patentes de corso para las empresas
estadunidenses.
Así las cosas, la postura de Trump no sólo resulta contraria al más
elemental respeto a los derechos humanos, sino además notoriamente
abominable por cuanto criminaliza a quienes, desde cualquier
perspectiva, son víctimas de las propias decisiones tomadas por el
mandatario republicano y sus antecesores en las relaciones de la
superpotencia con las naciones sobre las cuales hace sentir su
influencia.
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