Arturo Balderas Rodríguez
La incesante migración de millones de personas se ha convertido en uno de los problemas más graves y más difíciles de resolver.
Mientras más se investigan, se estudian y se exponen las causas de
las migraciones, más parecen alejarse las soluciones de fondo que pueden
coadyuvar a su solución. Pobreza, desigualdad, corrupción y mitos
religiosos son el caldo de cultivo para que los ciudadanos de la mitad
del mundo emprendan el camino a otras naciones.
En el afán de dar techo y comida a quienes se ven obligados a
abandonar sus tierras, los gobiernos que les han ofrecido asilo
humanitario se han tambaleado o han tenido que ceder ante el acoso de
quienes consideran a los migrantes como invasores peligrosos e
indeseables.
No es secreto que en Alemania, Austria, España y algunas naciones
nórdicas el germen de la discriminación racial y el odio y desprecio por
los migrantes crece a pasos agigantados. Ejemplo de ello es la
irrupción de gobiernos ultranacionalistas en países como Italia,
Hungría, Polonia y, por supuesto. en Estados Unidos.
La situación pudiera ser aún más grave para Europa si quien suceda a
Angela Merkel en Alemania decide expulsar a los miles de refugiados que
Merkel, con buen juicio, les dio el asilo que los salvó de una muerte
casi segura en sus países de origen. Ante la evidencia de la
imposibilidad de cortar de tajo con el fenómeno migratorio, pareciera
que el tiempo acaba para encontrar solución.
Se ha insistido en que una de las soluciones es apoyar a las naciones
cuyas condiciones son más precarias con los medios de los que carecen
para desarrollar sus economías. Incluso se ha propuesto una reedición
del Plan Marshall destinado a esas naciones. El problema es que no está
claro de dónde provendrán los medios y cómo se administrarían.
Se complica aún más cuando es necesario superar el círculo vicioso de
la corrupción, los fanatismos religiosos y las luchas fratricidas entre
las diversas étnias que conviven en las sociedades más precarias.
El caso paradigmático de un país que enfrenta los problemas de la
migración de sus ciudadanos, pero al también tiene que dar asilo a miles
de migrantes, pudiera ser el mexicano. Nuestro país ha proclamado el
respeto universal a los derechos humanos de los migrantes y
sistemáticamente ha reclamado al gobierno de Estados Unidos por las
violaciones que comete en contra de los ciudadanos mexicanos que llegan a
ese país.
La paradoja es que, ante la negativa del gobierno de Trump de dar el
asilo humanitario consagrado en el derecho internacional a miles de
centroamericanos, México ahora se encuentra en la encrucijada de dar
asilo y alivio a miles de ellos, coadyuvando, sin pretenderlo, en la
aberrante política estadounidense. El gobierno de Andrés Manuel López
Obrador tendrá que hilar muy delgado para encontrar la fórmula para
continuar en la defensa de sus ciudadanos en contra de las agresiones
del huésped de la Casa Blanca y, paralelamente, ofrecer asilo
humanitario a miles de centroamericanos.
Y deberá rechazar las pretensiones de Trump para que México se
convierta en su aliado involuntario y, como lo ha sugerido, los deporte.
Antes de llegar al gobierno, López Obrador apuntó la idea de una
solución conjunta elaborando
un plan de desarrollo integral centroamericano que aborde la problemática de la migración irregularcon el concurso de los gobiernos centroamericanos y la Comisión Económica para América Latina (CEPAL).
De avanzar esa, o alguna propuesta similar, al igual que en otras
tantas el diablo estará en los detalles y desde luego en el tamaño de
los recursos que aportarían los países, entre los que también debieran
estar nuestro vecino del norte.
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