Tras el holgado
triunfo de Bolsonaro en la primera vuelta en Brasil, la primera reacción
del presidente Sebastián Piñera fue elogiar su propuesta económica. Un
programa que reinstala el modelo neoliberal desde sus bases más puras y
fundamentales. Es el camino correcto, comentó un Piñera exultante, que
sólo más tarde tuvo que matizar al explicar que su apología no se
extendía al resto del discurso del exmilitar.
La reacción de
Piñera es la expresión más directa de la base del corazón del
capitalismo: sólo con plenos y libres mercados es posible lograr altas
tasas de crecimiento, variables hoy en día acotadas a guarismos sin duda
insuficientes para inversionistas y sus promotores. Aun así, bajo el
gobierno del multimillonario Piñera la tasa de crecimiento del PIB
chileno no sube más que un cuatro por ciento ni hoy ni en las
proyecciones de corto plazo. Factores externos de alta complejidad y
otros internos un poco más claros contienen la actividad económica.
Chile,
que tiene posiblemente la mayor continuidad y pureza del modelo
instalado durante la dictadura por los discípulos de la Escuela de
Chicago, ha logrado mantener no solo estadísticas, sino una sociedad que
expresa muy bien la gran escena del mercado. Con todas las actividades
económicas entregadas a las grandes corporaciones y los grupos
financieros, ha conseguido, con el orgullo de todas las elites y sus
gobernantes de los últimos 45 años, el mayor PIB per cápita de la
región, el que proyecta mantener para los próximos años. El último World
Economic Outlook estima que la economía chilena cerrará el año en curso
con un PIB según paridad de poder de compra (PPP) de US$ 25.891, en
tanto el 2022 alcanzaría los 30.000. Chile sería la primera economía
latinoamericana en hacerlo, y se ubicaría entre las estadísticas de
países de otras latitudes (sólo como comparación, Portugal tiene un PPP
de 31.000 y la Unión Europea en promedio más de 40.000).
Un logro
estadístico para fruición de inversionistas, controladores de las
corporaciones, las elites y sus gobernantes. Porque en Chile son otros
los números que condicionan la vida diaria. Lidera el ranking de
desigualdad, junto con México, de los países de la OCDE. Hablar de
“progreso”, de “desarrollo” en Chile es simple retórica de las cúpulas
políticas. El alto crecimiento de la economía ha avanzado con la misma
velocidad y dirección que la desigualdad. El libre mercado, en el país
que fue levantado como modelo del Fondo Monetario, el Banco Mundial y
agencias de inversión y calificación, ha sido incapaz de resolver los
problemas básicos de gran parte de la población.
Los salarios
promedio de los trabajadores son una muestra palmaria. Según estudios
independientes sobre datos oficiales, más de la mitad de las personas
que trabajan ganan menos de 450 dólares, el 78 por ciento menos de 750
dólares y sólo un 13 por ciento más de mil dólares. Un salario que no
resiste relación con el PIB per cápita del 25 mil dólares anuales.
Por
qué Piñera elogia con tanto énfasis la política económica propuesta por
Bolsonaro. Porque un Brasil neoliberal sin duda que pesará sobre el
resto de Sudamérica. Porque el mercado, bien sabemos, ha de contar con
gobiernos y un aparato estatal que lo sostenga. La historia del
capitalismo y en especial la del imperialismo no sería la que conocemos
sin los estados y los ejércitos que lo han reforzado.
Bolsonaro,
como otros políticos, si es que puede recibir este calificativo, han
sido apoyados sin ningún titubeo por el capital financiero e industrial.
Un soporte que no se desliga del resto de su discurso porque hoy, como
en tantas otras ocasiones, el capital requiere de todos los mecanismos
del estado para la plena actividad de los mercados. La represión y el
estado policial o militarizado desembozado y bajo apariencia democrática
está en el programa neoliberal. De qué otra forma amparar las ganancias
corporativas y contener la frustración y la injusticia inherente al
modelo mercantil.
El fascismo del siglo XXI, mal llamado o
atenuado bajo la denominación de populismo, contiene las caras más
temibles del capitalismo. La crueldad de los mercados con rasgos
monopólicos y la no menos perversidad de la amplificación de sus
mecanismos de control. Un modelo llevado hasta las últimas consecuencias
durante el Chile de Pinochet, época y figura admirada sin matices por
Bolsonaro.
Pero no sólo por él. El miércoles 17 de octubre
Jacqueline van Rysselbergue, presidenta de la ultraderechista UDI,
partido que forma parte de la coalición del gobierno de Piñera, viajó a
Brasil para reunirse y darle el apoyo al candidato citado. Un soporte
nada extraño: la UDI nació en plena dictadura, la que reivindica, en
tanto su mentor espiritual e intelectual es Jaime Guzmán, el asesinado, o
ajusticiado, según se quiera, brazo político de Pinochet.
La historia latinoamericana se escribe a toda prisa en estos días.
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