La
narrativa política que justifica cualquier opción como forma de acabar
con la corrupción es tan antigua como la política y como la narrativa.
En América Latina es un género clásico y sólo gracias a la poca memoria
de los pueblos es posible repetirla, generación tras generación, como si
se tratase de una novedad.
Pero esta narrativa, que sólo
sirve a la consolidación o a la restauración de una determinada clase en
el poder, se centra exclusivamente en la corrupción menor: un político,
un senador, un presidente recibe diez mil o medio millón de dólares
para favorecer a una gran empresa. Rara vez un pobre ofrece medio millón
de dólares a un político para que le otorgue una pensión de quinientos
dólares mensuales.
Es corrupto quien le paga un millón de
dólares a un político para ampliar los beneficios de sus empresas y es
corrupto el pobre diablo que vota por un candidato que le ha comprado
las chapas para el techo de su casita en la villa miseria.
Pero
es aún más corrupto aquel que no distingue entre la corrupción de la
ambición y la corrupción de quien busca, desesperadamente, sobrevivir.
Como decía la mexicana Sor Juana Inés de la Cruz a finales del siglo
XVII, antes que el poder del momento la aplastara por insumisa:
¿O cuál es más de culpar,
aunque cualquiera mal haga:
la que peca por la paga
o el que paga por pecar?
Rara
vez las acusaciones de corrupción se refieren a la corrupción legal. Ni
importa si, gracias a una democracia orgullosa de respetar las reglas
de juego, diez millones de votantes aportan cien millones de dólares a
la campaña de un político y dos millonarios aportan sólo diez millones,
una propina, al mismo candidato. Cuando ese político gane las elecciones
cenará con uno de los dos grupos, y no es necesario ser un genio para
adivinar cuál.
No importa si luego esos señores logran que
el congreso de sus países apruebe leyes que benefician sus negocios
(recortes de impuestos, desregulación de los salarios y de las
inversiones, etc.), porque ellos no necesitarán violar ninguna ley, la
ley que ellos mismos escribieron, como un maldito ladrón que no le roba a
diez millones de honestos e inocentes ciudadanos sino a dos o tres
pobres trabajadores que sólo sentirán la ira, la rabia y la humillación
por el despojo que ven y no por el que no ven.
Pese a
todo, aún podemos observar una corrupción aún mayor, mayor a la
corrupción ilegal y mayor a la corrupción legal. Es esa corrupción que
vive en el inconsciente del pueblo y que no procede de otro origen sino
de la persistente corrupción del poder social que, como una gota, cava
la roca a lo largo de los años, de los siglos.
Es la
corrupción que vive en el mismo pueblo que la sufre, en ese hombre
cansando, de manos curtidas o de títulos universitarios, en esa mujer
sufrida, con ojeras, o en esa otra de naricita levantada. Es esa
corrupción que se va a la cama y se levanta con cada uno de ellos, cada
día, para reproducirse en el resto de su familia, de sus amigos, como la
gripe, como el ébola.
No es simplemente la corrupción de unos pocos individuos que aceptan dinero fácil por los misteriosos atajos de la ley.
No,
no es la corrupción de quienes están en el poder, sino esa corrupción
invisible que vive como un virus de la frustración de quienes buscan
acabar con la corrupción con viejos métodos probadamente corruptos.
Porque
corrupción no es solo cuando alguien da o recibe dinero ilícito, sino
también cuando alguien odia a los pobres porque reciben una limosna del
Estado.
Porque la corrupción no es sólo cuando un político
le da una canasta de comida a un pobre a cambio de su voto, sino cuando
quienes no pasan hambre acusan a esos pobres de corruptos y holgazanes,
como si no existieran los holgazanes en las clases privilegiadas.
Porque
la corrupción no es sólo cuando un pobre holgazán logra que un político
o el Estado le den una limosna para dedicarse a sus miserables vicios
(vino barato en lugar de Jameson Irish whiskey), sino también cuando
quienes están en el poder se convencen y convencen a los demás que sus
privilegios lo ganaron ellos solos y en la más pura, destilada, justa
ley, mientras que los pobres (esos que lavan sus baños y compran sus
espejitos) viven del intolerable sacrificio de los ricos, algo que sólo
un general o un Hombre de Negocios con mano dura puede poner fin.
Porque
corrupción es cuando un pobre diablo apoya a un candidato que promete
castigar a otros pobres diablos, que son los únicos diablos que el pobre
diablo resentido conoce, porque se ha cruzado con ellos en la calle, en
los bares, en el trabajo.
Porque corrupción es cuando un
mulato como Domingo Sarmiento o Antonio Hamilton Martins Mourão siente
vergüenza de los negros de su familia y odio infinito por los negros
ajenos.
Porque corrupción es cuando un elegido de Dios,
alguien que confunde la interpretación fanática de su pastor con los
múltiples textos de una Biblia, alguien que va todos los domingos a la
iglesia a rezarle al Dios del Amor y al salir tira unas monedas a los
pobres y al día siguiente marcha contra el derecho a los mismos derechos
de gente diferente, como los gays, las lesbianas, los trans, y lo hace
en nombre de la moral y del hijo de Dios, Jesús, sí, ese mismo que tuvo
mil oportunidades de condenar a esa misma gente diferente, inmoral, y
nunca lo hizo, sino lo todo contrario.
Porque corrupción es apoyar a candidatos que prometen la violencia como forma de eliminar la violencia.
Porque
corrupción es creer y repetir con fanatismo que las dictaduras
militares que asolaron América Latina desde el siglo XIX, esas que
practicaron todas las variaciones posibles de corrupción, pueden alguna
vez ser capaces de terminar con la corrupción.
Porque corrupción es odiar y, al mismo tiempo, acusar al resto de sufrir de odio.
Porque la corrupción está en la cultura y hasta en el corazón de los individuos más honestos de una sociedad.
Porque
la peor de las corrupciones no es la que se lleva un millón de dólares,
sino aquella otra que no deja ver ni escucha los alaridos de la
historia, ni se escucha ni deja que se vea hasta que es demasiado tarde.
JM, octubre 2018
- Jorge Majfud es escritor uruguayo estadounidense, autor de Crisis y otras novelas.
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