Las elecciones brasileñas
muestran una enorme diferencia de comportamientos entre varones y
mujeres, tan amplia y profunda como pocas veces se registra en nuestras
sociedades. Según la primera encuesta de Datafolha luego de la primera
vuelta, existe un
empate técnicoentre las preferencias femeninas: 42 por ciento apoyaban a Jair Bolsonaro y 39 por ciento a Fernando Haddad, cuando el primero tiene casi 20 puntos de diferencia (goo.gl/B769dj).
Las preferencias masculinas se vuelcan en 57 por ciento por el
candidato de la extrema derecha y sólo 33 por ciento por Haddad. La
diferencia es tan grande que merece alguna explicación. Bolsonaro es un
personaje machista, militarista y racista, que nunca ocultó sus
opiniones y hasta se jacta de ellas, de modo que quienes lo apoyan es
porque simpatizan con sus ideas y actitudes. Lo que debemos explicarnos
entonces son las razones por las cuales la mayoría de la población
brasileña se siente atraída por él.
La primera es la profunda crisis, tanto económica como social, con un
aumento importante de la violencia. En 2017 se produjeron casi 64 mil
muertes violentas, una cifra que aumenta de modo exponencial: al
comienzo del periodo neoliberal en 1990 eran 14 mil y en 2002, cuando
Lula ganó las elecciones, eran 49 mil personas muertes cada año (goo.gl/82jd9i). La violencia no deja de crecer y se ha llevado medio millón de personas en la reciente década.
Un aspecto central de la crisis es la disolución de los vínculos
sociales y comunitarios. Mucho antes de la centralidad que adquirió
Bolsonaro, las grandes ciudades se habían convertido en espacios de
violencia desbordada. La principal diferencia desde 2013, es que ahora
la violencia arraigó también en los barrios de clase media, cuando
históricamente estuvo focalizada en las favelas y periferias urbanas,
donde la sociedad más desigual del mundo descerrajaba sus armas contra
la población negra.
La segunda es el clima de inseguridad imperante. Por curioso que
parezca, en los barrios populares las cosas han cambiado poco. En la
noche, en la Maré, la mayor favela de Brasil en Río de Janeiro, la gente
continúa haciendo su vida en calles que siempre están atestadas. En los
barrios
nobles(así le llaman en este país a la ciudad formal), las calles están desiertas y los pocos peatones deambulan como fantasmas apurando el paso.
La inseguridad es cosa de clase media, ya que los más pobres nunca
vivieron otra realidad que el temor a la Policía Militar y a sus
aliados: políticos conservadores, traficantes y, más recientemente,
iglesias pentecostales y evangélicas que persiguen con saña las
religiones afro.
Son los miedos de las clases medias los que se vuelven noticias, sus
paranoias ganan titulares y sus barrios se llenan de guardias privados,
cuando pueden pagarlos. Con la crisis un sector muy amplio de las clases
medias teme, además, perder el empleo y el estatus económico y social.
En este punto, Bolsonaro promete acabar con la inseguridad, se ofrece
como el gran protector, liberando el gatillo contra los pequeños
delincuentes y prometiendo castración química a los violadores. Todo
parece tan fácil que resulta poco creíble.
La tercera cuestión es que el macho alfa, en sus variantes duras o
blandas, es el estereotipo conocido, tanto a derecha como a izquierda.
Salvo el pequeño sector de universitarios exitosos, el resto de la
población sigue creyendo en la mano dura y el hombre fuerte que la
practique, desde la familia y el barrio hasta las instituciones
estatales. Por algo las fuerzas armadas gozan de tan buena reputación,
al punto que toda la campaña de Bolsonaro gira en torno a militares que
no rechazan ni la tortura ni las soluciones represivas.
La cuarta cuestión se relaciona con el campo emancipatorio. Los
partidos y movimientos, incluso los varones que nos decimos
antipatriarcales, no hemos trabajado otros modelos masculinos diferentes
a los que nos ofrece el sistema. Nuestra izquierda sigue apostando en
caudillos, algo que parecía hasta cierto punto entendible hasta la
revolución mundial de 1968.
Hemos hablado de leninismo, de peronismo y de castrismo. Ahora
seguimos por el mismo camino: chavismo, lulismo y todos los ismos
imaginables vinculados siempre a un caudillo que, naturalmente, remite
al patriarcado. Somos tan grotescos que incluso cuando un movimiento
cubre las caras de sus portavoces y los denomina subcomandantes para que se entienda que obedecen a las comunidades, incluso en este caso, los analistas creen que son Galeano y Moisés los que mandan.
Nuestra cultura política no deja de producir machos alfa. Vladimir
Putin y Xi Jinping provocan suspiros de amor revolucionario entre no
pocos intelectuales que, en tanto, se horrorizan cuando el macho resulta
de signo contrario a sus ideologías.
Finalmente, creo que no debe confundirse la figura del
guerrero/guerrera, necesaria para defendernos, con el macho alfa. Éste
se manda solo y hace lo que su testosterona le indica. El guerrero
obedece a su pueblo.
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