En
días recientes, en El Salvador y en Roma –lo mismo que en distintos
lugares del mundo—, se ha vivido una jornada memorable, densa en su
significado humano y cristiano, con motivo de la canonización del
Arzobispo mártir de San Salvador, Oscar Arnulfo Romero, el pasado
domingo14 de octubre. Aunque se tiene que seguir reflexionando sobre la
vida, la obra y el legado de San Romero, es imprescindible no quitar el
dedo del renglón acerca de los desafíos que se siguen, después del
domingo 14, para la sociedad salvadoreña, en particular para quienes,
cristianos y no cristianos, dicen sentirse interpelados por la vida,
obra, martirio y legado del santo salvadoreño.
La gran interrogante es: ¿qué debería
seguir para la sociedad salvadoreña –sus autoridades, su clase
política, sus empresarios, sus campesinos, sus obreros, sus sectores
medios, etc.— después de la canonización de Monseñor Romero? La palabra
‘debería’ está subrayada, pues creo que lo más interpelante e incluyente
(y con potencialidades movilizadoras) del legado de San Romero (de su
vida, obra y martirio) es de naturaleza moral: se trata de un conjunto
de principios, valores, juicios y exigencias que tienen el carácter de
imperativos que, en lo privado, obligan respetar la vida y la dignidad
de todo ser humano, y en lo público obligan a comprometerse y trabajar
por el bien común, la paz pública, la justicia y la igualdad.
Hay
en San Romero tal densidad moral, tejida de valores y principios
humanos universales, que basta con tener buena voluntad para sentir (más
que saber) que no nos son ajenos y que, con independencia de nuestras
creencias y conocimientos teóricos, podemos encontrar en ellos una
orientación para ser mejores personas y mejores ciudadanos. Por ser esto
así, deberíamos dejarnos interpelar por ese legado moral de San Romero, deberíamos apropiarnos de su núcleo –en sus implicaciones personales y ciudadanas— y deberíamos
guiar nuestra conducta por eses valor fundamental sobre el que ese
legado se construye: la defensa de la dignidad de los seres humanos.
Que
debiéramos hacerlo no quiere decir que efectivamente lo hagamos, pero
qué bien haría a nuestra convivencia el que nuestra conducta estuviera
guiada por valores, creencias y principios que dignifiquen a los demás y
sean más importantes que el consumismo, el éxito fácil, la ostentación y
el sálvese quien pueda.
Entonces, una primera respuesta a la pregunta por lo que debería
seguir después de la canonización de Monseñor Romero apunta a la moral
pública y privada: apropiarse y hacer operativo, en la vida cotidiana,
el ejemplo y legado moral de San Romero.
Una segunda respuesta apunta a lo legal, que también involucra un debería:
se debería investigar en profundidad ese magnicidio y de deberían
determinar las responsabilidades correspondientes, que van más allá del
ex mayor Roberto D’Aubuisson, pues involucran no sólo a las estructuras
de los escuadrones de la muerte y los mandos militares cómplices de
ellos, sino a las personas que, siendo parte de la elite económica de
entonces, los financiaron. Esta investigación debería dar pie a
otros procesos judiciales que esclarezcan la autoría y complicidades de
crímenes de lesa humanidad que hoy por hoy duermen bajo la sombra de la
impunidad. Este es un debería jurídico, es decir, un debería que
va más allá del perdón y el olvido, pues supone sanciones penales y
reparaciones materiales, para las víctimas sobrevivientes, sus familias y
sus comunidades, por parte de los responsables directos e indirectos.
Aquí, al igual que en lo anotado respecto del debería moral, que haya un debería jurídico
no quiere decir que efectivamente se lo haga cumplir; de hecho, buena
parte de los males de nuestra sociedad residen en las deudas que el
sistema de justicia –el responsable de hacer efectivo el deber jurídico (o sea, la normatividad jurídica)— tiene con víctimas de crímenes atroces sucedidos antes y durante la guerra civil.
Así las cosas, lo que debería seguir después de la canonización de Monseñor Romero
es, por un lado, la apropiación y puesta en práctica de su legado
moral; por otro, la investigación a fondo de su asesinato, de lo cual
deberían seguirse otras investigaciones que restituyan a las víctimas
del terror estatal y paramilitar su dignidad y su lugar en la historia
precisamente como víctimas inocentes de una violencia política inhumana.
Si El Salvador se encarrilara por esos dos debería,
no estaría lejos la meta de alcanzar un país distinto. Pero, siendo
realistas, las señales inmediatas –esas que se ven todos los días— no
permiten alimentar la ilusión de que en el corto plazo nos pondremos en
esa dirección. Quizás lo haremos en un futuro lejano, pero no el
presente, cuando la lógica del poder (político, económico, social, cultural) sigue imponiendo sus fueros sobre la lógica de lo humano.
Basta
ver cómo la ansiedad política ha salido a relucir, principalmente y de
manera evidente, en dos de los candidatos presidenciales –los dos como
candidatos de partidos de derecha—, una vez que terminaron los actos con
motivo de la canonización de Monseñor Romero. Uno de los puede imaginar
“comiendo ansias” a la espera de que esos actos llegaran cuanto antes a
su fin, para ir a lo que a todas luces para ellos –y para muchos de los
que los siguen— es lo más importante: la conquista de esa cuota de
poder político que se concentra en la Presidencia de la República.
La
lógica del poder marca los ritmos y las inercias reales de El Salvador,
que amenazan con atenazar o, peor aún, ahogar todo lo que el legado
moral de San Romero puede aportar al necesario cambio cultural en el
país. Dado el arraigo de esos ritmos e inercias, y dada la forma cómo
sectores diversos e importantes de la vida nacional se someten a ellos,
no queda más que ser pesimistas acerca de las posibilidades de un cambio
cultural y moral en el corto plazo y mediano plazo.
La
canonización de Monseñor Romero fue una ventana moral que se abrió por
unos días, pero –a juzgar por cómo seguirán las cosas en El Salvador
después del 14 de octubre— se cerrará hasta nuevo aviso. El reinicio de
la campaña electoral está poniendo de manifiesto, en algunos de los
candidatos, unos deseos desmedidos por salir victoriosos, sin importar
cómo lo logren, en la contienda electoral del otro año.
A
la luz de las enseñanzas morales y políticas de Monseñor Romero nada
más pernicioso para la salud de la nación que personas que ambicionan
desmedidamente el poder. Pero lo suyo apunta a un deber ser moral; y nuestros políticos –unos más ansiosos que otros por el poder político— rigen su vida por la política real
tal y como esta funciona en este país. ¿Puede la política real
salvadoreña ser distinta a lo que es?; ¿puede ser más digna, moderada,
prudente y razonable?; ¿puede ser menos caudillista y menos redentora?;
¿puede dejar de ser un espacio para el autoendiosamiento y las
malacrianzas hedonistas?; ¿puede –en definitiva—convertirse en un
instrumento para el bien público y el bienestar de la gente? Por
supuesto que sí, y el Presidente Salvador Sánchez Cerén ha dado muestras
de que eso es posible desde 2014; pero para que un nuevo estilo de
hacer política permee a la mayoría de los políticos salvadoreños (y
también a los empresarios, y también a los profesionales, y también a la
gente del pueblo) éstos deberían contagiarse –mental y afectivamente—, de ideales como los de Monseñor Romero.
San Salvador, 21 de octubre de 2018
https://www.alainet.org/es/articulo/196091
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