El Diario (España)
Pese a ello en Brasil, ahora
mismo, no se respira mucho optimismo. Como decía el humorista Millôr
Fernándes en tiempos de crisis, aquél es un país con "un enorme pasado
por delante". Un pasado que da pistas. La primera: Bolsonaro será
presidente pero, al igual que Lula da Silva (2003-2010) y Dilma Rousseff
(2011-2016), no tendrá un poder absoluto. Eso siempre y cuando, claro,
no rompa las reglas del juego. En caso de que respete la Constitución,
lo previsible es que el parlamento de Brasilia siga siendo el gran
escenario de negociación. Es algo a lo que un país que tiene más de
treinta partidos representados en el parlamento está muy acostumbrado.
En ese marco, Bolsonaro y su Partido Social Liberal (PSL) no lo tendrán
fácil: contarán con un porcentaje de escaños similar al de Ciudadanos en
España (10%).
Su poder territorial, de hecho, sigue siendo inmenso. Un fenómeno
interesante en estas elecciones ha sido, en efecto, la bifurcación del
voto: en bastantes estados, Bolsonaro ha ganado la elección presidencial
mientras que en la local, para Gobernador, se ha impuesto un centrista.
Es el caso del sureño estado de Paraná: Bolsonaro ganó allí con un 56% y
el candidato a Gobernador, centrista, con un 59%. Esto a lo que en
realidad remite es a la naturaleza del Centrão: se
trata, más que de un conjunto de partidos ideológicamente afines, de
familias político/empresariales que parasitan y al mismo tiempo
garantizan la reproducción del sistema. Estamos, pues, ante el auténtico
catalizador y contrapeso de la política brasileña.
Con Bolsonaro, los fieles de la balanza no parece que vayan a cambiar
mucho. Pero lo que se pesa, sí: no solo la colaboración entre este
centro y esta derecha, si se concreta, será inédita sino que proyectará a
algo más que a dos grandes conjuntos de familias políticas. De hecho,
la nueva derecha brasileña se ha erigido en estas elecciones en
representante de una oligarquía periférica emergente, ligada al
agronegocio y sostenida por los 44 millones de evangélicos y su Teología de la Prosperidad (que contraponen a la Teología de la Liberación). El Centrão,
por el contrario, representa una vieja lógica de poder (con capacidad
informal de veto) que tiene su matriz en el estado de São Paulo, el más
rico y desarrollado.
El quid de
la cuestión radica, en realidad, en que ambos polos se necesitan: en
2016, el centro necesitó a la derecha para desalojar del Gobierno, vía impeachment,
a Dilma Rousseff. Tenía muchas ambiciones pero sobre todo temía dos
cosas, que los Juegos Olímpicos de Río consolidaran el liderazgo
político de la expresidenta y que la explotación del petróleo, inédita
en Brasil, proporcionara una base material sólida a la izquierda. Era,
pues, el momento y la derecha apoyó. Ahora, sin embargo, esa misma
derecha es la que reclama empatía: el agronegocio, que ya genera uno de
cada tres empleos en Brasil y supone el 44% de las exportaciones,
necesita inversiones, no solo traducidas en dinero, sino en decisiones
políticas.
Y 'decisiones políticas' quiere decir
iniciativas capaces de alterar dinámicas tradicionales. En concreto: la
patronal del agronegocio pide desde sus bases en estados periféricos
(como Mato Grosso do Sul, Rio Grande do Sul o el ya citado Paraná) una
fuerte inversión en infraestructuras que permita colocar sus cosechas en
los mercados internacionales sin depender tanto de puertos ya
insuficientes, como el de Santos, que está en el estado de São Paulo.
También reclama carreteras e incluso hidrovías que permitan sacar sus
zafras por el Amazonas. Si Bolsonaro impone un programa así estará
afectando a los intereses de la centralizadora y especuladora oligarquía
paulista. Aquí hay, pues, un escollo potencial.
De
todos modos hay otro terreno donde el entendimiento, incluso inmediato,
parece más plausible: el gasto público, que desde 1995 ha crecido un 58%
y actualmente carcome las finanzas e hipoteca el futuro, se ha
convertido en una obsesión política compartida por centro y derecha.
Ahí, un severo plan de ajuste, como en la Argentina de Mauricio Macri,
parece avecinarse. Y ello hasta el punto de que este último debiera
constituir el motor del próximo Gobierno: útil tanto para descoser los
avances sociales tejidos por la izquierda (sobre todo en el empobrecido
Nordeste) como para obtener (privatizaciones mediante) los apoyos
políticos que Bolsonaro necesitará en el parlamento y, por qué no, en el
ávido capital exterior.
En cuanto al resto de
asuntos candentes, desde la política presupuestaria hasta las libertades
públicas pasando por las políticas de seguridad, sociales y
medioambientales, la actuación de Bolsonaro es probable que tienda a
subsumirse al modelo de crecimiento adoptado, a la evolución de las
relaciones de fuerza y por supuesto, a la coyuntura. En la práctica, el
nuevo presidente hará lo que más le convenga en cada momento: de hecho,
no debieran descartarse manipulaciones, golpes de efecto e incluso
algunas desagradables sorpresas. La izquierda, mientras tanto, zozobra:
está políticamente descabezada; orgánicamente fragmentada;
institucionalmente limitada y con su capacidad de movilización lastrada.
Y ojo porque el poder desgasta pero -como decía Giulio Andreotti- la
oposición desgasta aún más.
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