Por: Frei Betto
La Navidad es un tiempo de desazón. Apremiados por la publicidad que
cambia a Jesucristo por Papá Noel, se nos desdeña como ciudadanos y se
nos seduce como consumidores.
Aunque tengamos dinero en el bolsillo, se instala un hueco en nuestro
corazón. Aumenta la temperatura de nuestra fiebre consumista y,
discípulos fundamentalistas de una secta extravagante, nos adentramos
mediante una procesión motorizada en las catedrales de Mamón: los shopping centers.
En esas construcciones imponentes, brillantes falsos de la
escenografía cosmopolita, nos aguardan las ofrendas de la salvación,
premisas y promesas de felicidad. Exhibidas en elegantes anaqueles y
vitrinas relucientes, escoltadas por bellas ninfas, las mercancías son
como imágenes sagradas dotadas del milagroso poder de hacernos ingresar
en el reino celestial de quienes hacen de todo para morir ricos.
Libres de las figuras profanas que contaminan el exterior, como los
niños que transforman las ventanillas de nuestros carros en cuadros de
pavor, recorremos silenciosos las naves góticas, elevados por la música
aséptica y el aroma achocolatado de exquisitas golosinas.
Con ojos ávidos, inclinamos el espíritu de capilla en capilla,
atendidos por solícitas sacerdotisas que, si bien no pueden ofrecer
gratis el manjar de los dioses, al menos nos lo brindan con sus trajes
de vestales romanas condenadas a la belleza obligatoria.
Es el altar de nuestros sueños, el Cielo anticipado en la Tierra en
forma de joyas, aparatos electrónicos, ropas y productos importados que
nos redimen del pecado de vivir en este país cuya miseria arruina el
paisaje.
No hay duda de que la Navidad papanoélica es la única festividad en
que la resaca se anticipa a la conmemoración. Tómense vinos y castañas,
panetelas y pavos, y un puñado de regalos: he ahí la receta para
disfrazar una fecha. Y ahogar emociones y sentimientos. Pero no es
Navidad.
Para festejar la Navidad se necesita avivar los afectos y servir a la
mesa corazones y solidaridad, destapando el alma y convirtiendo el
espíritu en pesebre donde renazca el Amor. Darse en vez de dar,
estrechando lazos de familia y vínculos de amistad.
Urge abrir el diccionario impreso en los dobleces de nuestra
subjetividad y sustituir competencia por comunidad, envidia por
reconocimiento, resentimiento por humildad, yo por nosotros.
En estos trópicos calientes, mejor que con nueces conviene gratificar
la lengua con prudencia, privándose de hablar mal de la vida ajena.
Un poco de silencio, una oración, la retracción del ego favorecen el
encuentro con uno mismo, sobre todo de quien se reconoce alienado de
Dios, de los otros y de la naturaleza. Nada cuesta pisar el freno en la
atropellada carrera de quien, en el afán de superar el ritmo del tiempo,
corre el riesgo de abreviar la vida por el agotamiento del cuerpo y la
confusión de la mente.
Antes de los brindis, se recomienda llenar el corazón de ternura
hasta que se desborde por los ojos y se derrame en caricias y besos.
Porque ¿de qué vale la Navidad si no tenemos el valor de regalarnos la decisión de nacer de nuevo?
(Tomado de Firmas Selectas)
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