Hay que borrar las
políticas que han caracterizado a cierto número de países de América
Latina, porque ellas desmienten el pensamiento único. Hay que borrar de
la consciencia de la gente que es posible hacer políticas distintas a
las que todavía dominan el mundo.
Hay que hacer que las personas
olviden que no se debe naturalizar el mercado, que los derechos deben
ser garantizados, si queremos sociedades menos injustas, con menos
exclusión social, miseria y pobreza. Para ello hay que hacer como si
Argentina no hubiera superado la peor crisis de su historia, a comienzos
del siglo XXI, no haciendo que el peso de la crisis recayera sobre la
gran masa del pueblo. Como si Brasil –hasta hace poco el país más
desigual del continente, del mundo– no solamente haya dejado ese puesto,
como ha salido, por primera vez en su historia, del mapa del hambre.
Como si Bolivia no hubiera pasado de ser una de las naciones más pobres
de América Latina a ser la más ejemplar en desarrollo económico, social,
político, étnico y cultural. Y todo lo que ha pasado también en países
como Ecuador, Uruguay y Venezuela.
Hay que hacer como que América
Latina –o al menos algunas naciones del continente– deja de ser punto
fuera de la curva y vuelve a su rol de países injustos, endeudados,
humillados y ofendidos. Que no tengan soberanía externa y tampoco
estados fuertes y legitimados por el voto democrático del pueblo.
Me
dí cuenta recientemente, cuando participé en un seminario sobre
políticas de inclusion, en el cual, para mi espanto, de que las
políticas sociales de los gobiernos progresistas de América Latina han
estado ausentes, aun si el seminario tenía 17 conferencias. Pero una
sola sobre América Latina, sobre la exclusión social en algunas naciones
del continente.
Hasta hace poco las políticas sociales
brasileñas, bolivianas, venezolanas, uruguayas, agentinas y ecuatorianas
eran el centro de cualquier evento o debate sobre cualquier aspecto
social del mundo contemporáneo. Como ejemplos que contrastan con lo que
pasa en Europa, Estados Unidos, Asia, África y países de América Latina.
Eran ejemplos concretos de cómo es posible, aun en un mundo dominado
por el neoliberalismo, remar contra la corriente y disminuir la
desigualdad, la injusticia, el hambre, la miseria y la pobreza. Eran
malos ejemplos para el pensamiento dominante. Habría que derrotar a esos
gobiernos y borrar de la consciencia de los pueblos de esas naciones y
de los otros esas políticas. Habría que destruir las imágenes de los
líderes de esas políticas. Campañas feroces de ataques personales se
desarrollan en contra de Luiz Inácio Lula da Silva, Evo Morales,
Cristina Fernández, Pepe Mujica y Rafael Correa, entre otros,
para complementar el cierre de un capítulo que debería pasar a la
historia como un breve paréntesis
populista, de locura política contra la indefectible lógica económica.
Largas
exposiciones sobre la exclusión y la pobreza en el mundo y en todas sus
regiones no se complementan con alternativas sociales concretas,
resultado de gobiernos populares y democráticos. Todo, como se ha hecho
siempre: en eventos sobre cuestiones de carácter social. Pero ahora se
trata de mantener el debate a nivel teórico, en constataciones sobre la
concentración de la renta, la exclusión social, etcétera, pero sin
desembocar en alternativas concretas. Todo se queda envuelto en un
escenario desalentador, en el que el mundo va para lo peor, caso
inevitable porque no se mencionan opciones concretas de superación de
esos problemas.
Es que el cuestionamiento de la supuesta
condenación de la humanidad al pensamiento único había dejado de ser un
tema teórico para residir en el plano concreto de países determinados,
que ha hecho la opción de atacar las raíces de esos problemas –el modelo
neoliberal.
Es un mal ejemplo para el sistema financiero
internacional, para los ideólogos del fin de la historia, para los
adeptos del Consenso de Washington, para los que –en particular,
economistas– creen todavía en el pensamiento único como política
económica dictada por los mercados. Un mal ejemplo que hay que eliminar
como gobiernos, como políticas, como derechos y como memoria de la
cabeza de los pueblos.
La historia no ha terminado. El
pensamiento nunca es único. Consensos sólo hay impuestos por Washington.
La historia es siempre un proceso abierto, en el que la consciencia y
la organización de los pueblos definen los caminos hacia una dirección u
otra. Nunca la historia de la humanidad ha estado tan abierta, tan
indefinida. Ni siquiera la globalización neoliberal es un camino sin
vuelta. En América Latina es donde esa disputa está más abierta que
nunca. Elecciones en los próximos dos años en países como Chile,
Colombia, Brasil, Argentina, Uruguay, Bolivia, México, Honduras,
Paraguay y Venezuela, entre otros, van a definir futuros en el
continente, en el que las luchas populares y por ideales son los
escenarios que preparan los futuros, siempre abiertos, del continente.
América Latina puede dar nuevos pasos definitivos para enterrar
definitivamente las ilusiones del pensamiento único.
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