Se realizó ayer en
Venezuela la elección para los integrantes de una nueva Asamblea
Nacional Constituyente que, según el gobierno de Nicolás Maduro,
convocante, busca poner fin a la violencia y restablecer la paz, en
tanto que, para la oposición, que no participa en el proceso, representa
la consolidación de un régimen dictatorial. La polarización se extiende
a los medios informativos internacionales; de entre ellos, los que se
alinean con el designio estadunidense de echar del poder a Maduro
reportan escenarios de baja asistencia a las urnas, fallecimientos y
episodios de extremada violencia entre manifestantes y fuerzas del
orden, los cuales fueron reducidos por la oficialista Telesur a
problemas puntuales de violencia para impedir a las personas ejercer su derecho al voto. En todo caso, las confrontaciones de la jornada de ayer no parecen haber escalado significativamente con respecto a las que se vienen registrando en forma casi cotidiana desde que los antichavistas lanzaron una ofensiva de protestas callejeras en abril pasado.
Es claro que el convulsionado panorama político venezolano ha tenido
como factores centrales, por un lado, la incapacidad de los bandos en
pugna –el gobierno bolivariano y las oposiciones agrupadas en la Mesa de
Unidad Democrática, MUD– para encontrar una vía de conciliación y
diálogo en el contexto institucional establecido por la Constitución de
1999 y, por el otro, las pretensiones de Washington de desestabilizar al
país sudamericano, que es uno de los principales productores petroleros
del mundo y que desde hace casi 20 años ha buscado establecer un modelo
político, diplomático y económico independiente de Estados Unidos.
Tales pretensiones cuentan con el abierto apoyo de diversas naciones de
la región, especialmente, del gobierno mexicano, que en el empeño por
participar en el acoso internacional en contra de Maduro ha dado la
espalda a los principios esenciales que guiaron la política exterior
nacional durante décadas y que colocaron a nuestro país como referente
de las relaciones internacionales. Asimismo, la Casa Blanca se ha
servido de la Organización de Estados Americanos (OEA), y de su
secretario general, el ex canciller uruguayo Luis Almagro, en su
ofensiva contra Caracas.
Los ejercicios de intervención en los asuntos internos de
Venezuela, lejos de contribuir a la distensión de la pugna política y a
la mejoría de las críticas condiciones económicas que afectan a la mayor
parte de la población y a las finanzas del Estado, han empeorado el
clima de confrontación, orientado a la oposición a actitudes cada vez
más violentas, impulsado la rigidez gubernamental y ahondado la crisis
económica.
Las prácticas injerencistas exhiben, para colmo, un déficit innegable
de autoridad moral: Estados Unidos y sus aliados en esta causa, que
acusan al régimen de Miraflores de antidemocrático, represivo y violador
de las leyes, no son precisamente ejemplos de democracia vigente, de
respeto a los derechos humanos ni de estricto respeto a la legalidad, y
ninguno de ellos aprobaría un somero examen en estas cuestiones.
En suma, es necesario y urgente que los gobiernos y los organismos
internacionales saquen las manos del atribulado país sudamericano, que
entiendan que los asuntos políticos de Venezuela sólo pueden ser
resueltos por los ciudadanos venezolanos y que se abstengan de actos de
intromisión, así se traten de mera hostilidad y parcialidad simbólicas,
como el anuncio formulado ayer por la Secretaría de Relaciones de México
en el sentido de que
no reconocerálos resultados de la elección constituyente.
Cabe esperar, por último, que tanto las autoridades como los
dirigentes opositores sean capaces de establecer nuevas reglas del juego
pacíficas e institucionales para solucionar sus diferencias, que se
deje de recurrir a la violencia como sustituto de la política, que los
hijos de la patria de Bolívar logren procesar sus diferencias en paz y
que la constituyente que se votó ayer consiga contribuir en alguna
medida a esos propósitos.
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