La Jornada
Ayer, en una conferencia
impartida en la sede del gobierno municipal de Montevideo, el pensador
estadunidense Noam Chomsky señaló que los gobiernos progresistas de
Sudamérica no han tenido capacidad para enfrentar y combatir la
corrupción, una falla que amenaza con hundir y revertir los avances
logrados en casi dos décadas de proyectos soberanistas y con sentido
social.
El lingüista y analista político del Instituto Tecnológico de
Massachusetts (MIT, por sus siglas en inglés) no escatimó la valoración
positiva de lo conseguido por tales gobiernos, entre los que destacan el
de Hugo Chávez en Venezuela, los de Luiz Inacio Lula da Silva y Dilma
Rousseff en Brasil, los de Néstor Kirchner y Cristina Fernández en
Argentina, el de Evo Morales en Bolivia o el de Rafael Correa en
Ecuador. A su juicio, tales ejercicios del poder público se han
caracterizado por el esfuerzo para revertir la
desastrosasituación social que dejó en los países correspondientes el previo ciclo de gobernantes neoliberales.
Un aspecto importante de tales esfuerzos, dijo Chomsky, fue el
distanciamiento de las directivas del Fondo Monetario Internacional
(FMI), las medidas de combate efectivo a la pobreza, los esfuerzos en
materia educativa y el fortalecimiento de los derechos civiles. Y todas
esas acciones han sido, en efecto, denominadores comunes de las
presidencias referidas.
Pero
la falta de capacidad de liderazgo de la izquierda para evitar los niveles de corrupción endémica, heredados de administraciones anteriores, puede echar abajo lo conseguido en años anteriores.
El caso brasileño es sin duda el más claro para entender este fallo.
Aunque en los tres periodos presidenciales del Partido de los
Trabajadores (dos de Lula y uno de Rousseff) se desarrolló una
indiscutible lucha gubernamental contra la desigualdad, el hambre y la
pobreza, y por más que el gigante brasileño fue orientado a posturas de
soberanía nacional e integración regional, el poder público no atacó la
corrupción con la energía necesaria y ésta contaminó a numerosos
funcionarios.
A la postre, los intereses mafiosos se reagruparon, tomaron el
control del Legislativo y desde allí emprendieron la demolición del
mandato popular de Dilma Rousseff, la cual culminó con su destitución
arbitraria e ilegítima –porque nunca le fueron probados actos
deshonestos–, en lo que ha sido calificado de golpe de Estado
institucional o
blando.
En cuanto a Argentina, durante el gobierno de Cristina Fernández de
Kirchner los medios informativos oligárquicos lograron construir, con
base en escándalos aislados y acaso con fundamento real, una percepción
de generalizada corrupción gubernamental que resultó determinante en la
derrota electoral experimentada por el oficialista Frente para la
Victoria en los comicios presidenciales de 2015 y, paradójicamente, en
la llegada a la presidencia de Mauricio Macri, un empresario con
abundantes señalamientos de corrupción.
En suma, la incapacidad de los honestos para combatir con eficacia
las prácticas deshonestas en la administración pública ha redundado en
graves derrotas políticas y en un marcado retroceso de las políticas
públicas de bienestar social y de los ejercicios de soberanía nacional
que llevaron a cabo.
El señalamiento de Chomsky, formulado desde la empatía y la
solidaridad con el campo progresista latinoamericano, debe ser asumido
como una crítica constructiva, y resulta
particularmente atendible por los proyectos de izquierda que aún se mantienen en el poder, como ocurre en Bolivia y Ecuador.
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