Gustavo Duch
Fue en 1993, cuando 46
personas cargadas de intuiciones decidieron poner en marcha una audaz
propuesta. No sabían que los temas que entonces les preocupaba y que
estaban decididas a enfrentar son, casi 25 años después, los asuntos
claves para los movimientos sociales de hoy. El libre comercio en el
campo de la alimentación, avanzaba empujado desde la Organización
Mundial del Comercio y contra ella se enfrentaron durante muchos años,
de una forma más que decidida. Las mismas intenciones de liberalización
las tenemos actualmente muy presentes en todos los tratados bilaterales
conocidos y por conocer (TTIP, TLCAN, CETA, etc.). La llamada revolución
verde, que campaba a sus anchas y sólo recibía vítores y aplausos,
también estuvo en su punto de mira. Contracorriente denunciaron, con
argumentos y experiencias, como representaba el principio del fin de una
agricultura campesina integrada respetuosamente en los ciclos de la
naturaleza. A ese supuesto avance que llegaba con las semillas híbridas y
transgénicas, los pesticidas y los fertilizantes de síntesis, lo
calificaron como un peligro que hoy –se sabe– es pura aniquilación y
envenenamiento de la vida. A la vez, advertían que sólo serviría para
entregar en bandeja de plata la agricultura y la alimentación a las
multinacionales, como así ha sido. Es de todas sabido, que la sospecha
de aquel grupo de campesinos y campesinas llegados de muchos lugares del
mundo a Mons, Bélgica, se ha hecho cierta pues son muy pocas empresas
las que poseen la casi totalidad del sector que da de comer al mundo.
¿Cómo pudieron anticiparse? ¿Por qué desde desde el primer minuto de
la creación de La Vía Campesina, sus gritos eran tan certeros? Porque su
pensamiento se redactaba en primera persona. Eran ellas y ellos las
que, arrastradas por las corrientes neoliberales, perdían sus formas de
vida en el campo y no tenían otra opción que migrar a las ciudades en
busca de posibles soluciones. Como sigue ocurriendo en nuestros días,
donde la indiscutible crisis global que vivimos tiene forma de patera
repleta de seres humanos, mayoritariamente campesinos y campesinas,
balanceándose en el mar.
Ayer, 19 de julio de 2017, en la inauguración de la VII Conferencia
Internacional de La Vía Campesina en el País Vasco, varias de estas 46
personas estaban participando del evento, mezcladas entre los más de 800
delegados y delegadas que representan a los 200 millones de familias
que hoy conforman La Vía Campesina. Como explicó Paul Nicholson, uno de
los fundadores, la creación de este movimiento tenía y tiene la vocación
fundamental de agrupar la voz campesina. Es justo reconocer –y las
cifras lo corroboran– que dicho objetivo se ha conseguido de forma clara
y rotunda.
Tan sorprendente me parece que no puedo dejar de preguntarme
el secreto o la clave que ha permitido este proceso inaudito de
confluencia internacional. Ayer, disfrutando del acto de inauguración de
la conferencia, sentando junto a las personas amigas de La Vía
Campesina, como así se nos llama a quienes tenemos alianzas y proyectos
con este movimiento, pienso que nos ofrecieron la respuesta.
Cuatro manos, manejando sendos palos de madera, los dejan caer sobre
tablas sostenidas horizontalmente. Cada golpe es una nota que conforma,
como salida del bosque, una sinfonía. Con esos retumbos en el aire, un
bailarín danza con sutiles saltos dejando, como si fuera árbol, su
cuerpo rígido como un tronco. En escena, aparecen los sabios y sabias
del lugar, como chamanes listos para trasmitir un mensaje. Se agrupan y
lo hacen con un canto coral. Cuando se retiran, después de hablarnos de
libertad y amor, por el final de la sala vemos llegar sobre una caja de
madera sostenida por cuatro hombres, otro danzante que intenta guardar
el equilibrio cual marino en su barca. Representa a la gente de la costa
del pueblo vasco. Diez o doce cuerpos, que en ofrenda a las ovejas
lachas propias de esta zona, van cubiertos de su lana y cargan en la
espalda con dos grandes cencerros que los hacen repicar al unísono.
Desde lo que fue el cuerno de una vaca, salen aullidos de aviso, para
demandar la atención. Así es, en la pantalla de la sala aparecen
retratos de quienes ahora son espíritus de esta comunidad. A una de
ellas se le aplaude con una ternura inexplicable, es Berta Cáceres.
Finalmente, como muchas veces hemos escuchado por las mujeres magrebíes,
las mujeres vascas en el escenario, con una alarido gutural, cierran la
ceremonia. Sin decirlo, pero se entiende, lo han dicho. Con las
palabras de la música y la danza, con el lenguaje de sus ropas y sus
adornos, con los gestos de las azadas y los bastones, han mostrado su
identidad baserritarra, que así se llaman en este territorio a los
campesinos y campesinas.
Y toda la sala, esas otras 800 personas venidas de todo el mundo, se han reconocido, como diría Atahualpa Yupanqui,
por el lejano mirar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario