El miércoles 12 el juez
de primera instancia Sergio Moro sentenció al ex presidente brasileño
Luis Inacio Lula da Silva a nueve años y seis meses de cárcel por un
supuesto acto de corrupción en el que éste habría recibido un
departamento de lujo a cambio de favorecer a un contratista. La
sentencia, que ya fue apelada por el ex mandatario, también lo
inhabilita para ocupar cargos públicos durante 19 años. Tras el fallo
judicial, el líder histórico del Partido de los Trabajadores (PT) afirmó
su inocencia y ratificó su voluntad de contender en la elección
presidencial del año entrante, en la cual es señalado ampliamente como
favorito por todos los sondeos.
La resolución del juez Moro, emitida sin que exista registro de
propiedad alguno que acredite la propiedad del inmueble por parte del
político de izquierda, deja al descubierto que el caso contra Lula no es
sino una continuación y un intento de consumar la interrupción del
orden institucional abierta con el golpe de Estado parlamentario contra
la mandataria democráticamente electa Dilma Rousseff. Cabe recordar que
el mismo Sergio Moro jugó un papel central en el golpeteo político que
hace un año llevó a la destitución de Rousseff y puso al frente de
Brasil al impresentable vicepresidente Michel Temer, envuelto desde
antes de convertirse en titular del Ejecutivo en interminables
escándalos de soborno y uso indebido del poder.
Además de distraer a la ciudadanía de los múltiples abusos del
régimen de Temer, esta conjura para impedir que el PT vuelva al gobierno
constituye un asalto al poder por parte de intereses oligárquicos y
corruptos, empeñados en consolidar mediante un uso descaradamente
mafioso de las instituciones el giro neoliberal que fue cuatro veces
derrotado en las urnas por da Silva y Rousseff. A este entramado local
debe sumarse un inocultable componente geoestratégico en el que
intereses foráneos buscan desterrar de manera definitiva el proyecto
nacionalista y de cooperación que los mandatarios emanados de la lucha
social echaron a andar en la mayor economía del subcontinente.
Con lo dicho, resulta inevitable trazar un paralelo entre la
conspiración judicial y legislativa en curso en la potencia sudamericana
y el intento de desafuero contra Andrés Manuel López Obrador, impulsado
sin el menor recato legal por el presidente panista Vicente Fox cuando
el entonces gobernante de la Ciudad de México encabezaba todas las
encuestas rumbo a las elecciones de 2006. Al igual que sucede en la
persecución contra Lula, amplias franjas de la clase política y la
práctica totalidad de los medios de comunicación brindaron entonces
apoyo entusiasta a una acusación construida sobre bases fraudulentas y
sin mínimo sustento jurídico.
Más allá de las evidentes irregularidades en el caso contra el más
popular político brasileño de las décadas recientes, a escala regional
asistimos al creciente recurso, por parte de grupos de intereses
ilegítimos e inconfesables, de las vías judiciales para excluir de los
procesos electorales a fuerzas de diversos signos, pero que comparten la
aspiración de modificar el modelo económico depredador imperante. Esta
práctica, incontestablemente espuria y vergonzosa, supone una
obstrucción de la institucionalidad democrática que desvirtúa lo
judicial y lo electoral con el fin último de remplazar la voluntad
ciudadana por los juzgados.
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