Jorge Eduardo Navarrete
Uno
de los subproductos más indeseables de las elecciones intermedias en
Estados Unidos –que colocaron al presidente Obama contra la pared– ha
sido la reaparición de la amenaza de la Asociación Transpacífica (ATP)
tras por lo menos dos años de hibernación. Debe recordarse que, desde
esas elecciones, el gobierno enfrenta la perspectiva de dos años de muy
limitada funcionalidad y crecientes frustraciones, ante mayorías
republicanas recalcitrantes, ruidosamente conservadoras y claramente
obstruccionistas en las dos cámaras del Congreso. Para contrarrestarla,
el gobierno demócrata se lanzó a una búsqueda exhaustiva de
oportunidades de acción, sobre todo en dos vertientes: iniciativas que
pudiesen ser puestas en práctica con base en las amplias facultades del
Poder Ejecutivo, sin necesidad de aprobación o consentimiento
legislativos, por una parte, y por otra, cuestiones que resultaría muy
difícil que rechazaran los representantes y senadores republicanos –en
especial los menos doctrinarios– por coincidir con causas que
tradicionalmente ha defendido su partido. El mejor ejemplo de las
primeras es, desde luego, la política migratoria, que ofrece un amplio
terreno de acción ejecutiva, aun dentro de un marco legal roto y
disfuncional. Obama se apresuró a anunciar acciones en esta materia,
que serán ferozmente resistidas por los republicanos pero que
corresponden claramente al mejor interés de largo plazo de la sociedad
estadunidense y de sus estratos provenientes de la inmigración, ya sea
legal o ilegal. Entre las segundas se encuentra la ATP, un proyecto de
integración subordinada en la cuenca del Pacífico que es caro a los
fanáticos del libre comercio en el Partido Republicano; que es
resistido por buen número de legisladores demócratas, aunque también
concita algunos apoyos, y del que el presidente y su representante
especial de comercio, Michael Froman, han decidido constituirse en
campeones.
Referirse a la ATP como un proyecto de liberalización del
intercambio internacional de bienes y servicios equivale a aplicar el
lenguaje de mediados del siglo pasado a una iniciativa que se cuenta
entre las más ambiciosas del actual. Más que un proyecto de los
gobiernos de los países que formalmente lo alientan es un empeño de las
grandes corporaciones privadas –extractivas, industriales, comerciales
y financieras– que tienen sede en algunos de ellos o desde cuyos
territorios despliegan sus actividades globales. Muestra la confluencia
de intereses entre corporaciones y gobiernos de países avanzados en
épocas de flujo, de reajuste, de reacomodo. Por el momento, los
gobiernos rigen el ritmo de las negociaciones, pero su alcance está ya
determinado por los intereses de las corporaciones. La ATP será un gran
paso hacia la consolidación de un orden internacional regido sólo en
apariencia por los estados-nación, pero en realidad definido en función
de intereses corporativos privados de dimensión y alcance
trasnacionales. El segundo componente mayor de este nuevo orden estaría
constituido por otra gran asociación, la Asociación Trasatlántica de
Comercio e Inversión, la ATCI, entre Estados Unidos y la Unión Europea.
La descripción que la Oficina del Representante Comercial de Estados Unidos ofrece en su página web (www.ustr.gov/tpp) es ilustrativa en extremo: “La ATP proporcionará mayor acceso a mercados para los bienes y servicios ‘ made in USA’; regulaciones
laborales y compromisos ambientales fuertes y aplicables; reglas nuevas
y sin precedente para las empresas estatales; un marco de referencia
sólido y equilibrado para los derechos de propiedad intelectual, y una
economía digital vibrante”. Conviene detenerse un poco en algunos de
estos seis objetivos.
El
tipo de regulaciones laborales y compromisos ambientales a los que se
alude es, en general, de los que corresponden a los países avanzados de
alto ingreso, que no pueden ser asumidos sin más por economías de muy
diverso nivel de desarrollo como las que se incorporarían a la ATP.
Éstas van desde Singapur y Malasia hasta Vietnam, pasando por México y
Perú, entre otras. Es deseable que las normas laborales relativas, por
ejemplo, a salarios mínimos converjan en el tiempo en la región del
Pacífico. Algo similar podría decirse de numerosas regulaciones de
protección ambiental. La inclusión de estos temas en la ATP permitiría,
sin embargo, que se alegase que niveles salariales inferiores o normas
ambientales por debajo de los promedios regionales constituyen
manifestaciones de competencia desleal a las que debe responderse,
entre otras acciones proteccionistas, con aranceles compensatorios o
cuotas de importación.
El punto de partida de la definición de las normas nuevas y sin
precedente aplicables a las empresas de propiedad estatal (SOE o State-owned enterprises), que
existen en buen número de los países que negocian la ATP, es que éstas
gozan de ventajas injustificables respecto de las empresas privadas con
las que compiten. Se trata, desde el punto de vista estadunidense, de
que las SOE actúen de acuerdo con criterios comerciales y compitan sin
ser impulsadas
indebidamentepor los gobiernos. En ambos casos, se establecerían procedimientos para que empresas privadas que se consideran afectadas –en sus operaciones reales o potenciales– por las condiciones existentes en los mercados laborales, el alcance de la regulación ambiental o las condiciones de operación de las SOE en alguno de los países asociados pudiesen demandar directamente a los gobiernos concernidos en busca de reparaciones o compensaciones.
El tema que quizá se ha debatido más, por encima del ambiente de
reserva y casi secrecía en que se han conducido las negociaciones de la
ATP, es el relativo a la propiedad intelectual. En esta área el
objetivo estadunidense es, sencillamente, multilateralizar sus
disposiciones nacionales en la materia, de modo que se conviertan en
obligatorias para todos los asociados.
Además de la situación política interna de Estados Unidos, aludida
al principio, la creciente presencia e influencia comercial, económica
y financiera de China en el área del Pacífico constituye una motivación
adicional poderosa para impulsar un pronto acuerdo en las
negociaciones. En Washington la ATP es considerada la respuesta
estratégica a China y quizá sea esta noción la que explique las
resistencias de Japón de sumarse con entusiasmo al ejercicio, aún no
superadas por completo. Por otra parte, el Congreso debe aprobar la
llamada fast-track authority al Ejecutivo. Se han expresado
dudas de que los republicanos permitan que una administración demócrata
que va de salida concluya un empeño que data del anterior gobierno
republicano, el de George W. Bush.
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