«Puede afirmarse que si la expresión económica de la globalización capitalista son los tratados de libre comercio, su expresión jurídica es la justicia transicional»
La decisión de Juan Manuel Santos de hundir a fondo el acelerador en
las conversaciones que se adelantan en La Habana, tiene relación
directa con su concepción misma del proceso de paz en general. Lo
verdaderamente importante para el Establecimiento es lo relacionado con
la dejación de armas y la reincorporación de los guerrilleros a la vida
civil. Por ese gran momento han esperado dos años, con tremenda
impaciencia, sí, pero con el propósito claro de exigir todo de las FARC
ahora mismo. A su juicio, terminaron las jornadas en las que era el
Estado quien debía ceder, y es ahora la insurgencia quien está obligada
a responder a las exigencias de la sociedad.
La más elemental lógica impone que de llegarse a un acuerdo
definitivo de paz deban desaparecer las FARC como estructura político
militar. Tal eventualidad deberá corresponderse con su inserción legal
y activa a la política nacional. Ninguno de estos dos supuestos se
opone a la concepción estratégica de la organización revolucionaria en
su camino al poder. Pero no cabe duda de que el segundo de ellos debe
ser materializado en un ambiente democrático y pleno de garantías. Tal
es el espíritu general del Acuerdo General. Sin embargo, a la hora de
la verdad, llegado el momento, comienza a observarse que la contraparte
no piensa del mismo modo.
Para nadie es un secreto, puesto que se ha hecho público por parte
de numerosos voceros y funcionarios oficiales, que la posición
gubernamental está fundada en la apelación a la llamada justicia
transicional, el único marco de principios y normas que considera
idóneo para la definición de los temas más difíciles y sensibles objeto
del proceso. Las FARC-EP somos una organización revolucionaria,
marxista y bolivariana, que defiende las banderas de las clases
oprimidas por el régimen vigente. Es elemental entonces que frente al
discurso sobre la justicia transicional planteemos un punto de vista
opuesto al de las clases dominantes.
Podríamos empezar por una afirmación categórica. En una sociedad
mundial caracterizada por la división en clases sociales, por la
predominancia de ciertos Estados ricos y poderosos sobre la inmensa
mayoría pobre y dominada, por el saqueo y las imposiciones económicas y
políticas del gran capital transnacional sobre continentes enteros, por
las abismales diferencias de todo orden al interior de cada país y
entre las naciones más pudientes y las demás, resulta una verdadera
afrenta a los pueblos sostener que existen principios universales
aplicables a todos sin distinción.
Tal y como existen estratificaciones sociales al interior de
cualquier ciudad, las hay también en el mundo entre unas naciones y
otras. Reconocer ese hecho no significa aceptarlo como justo o
necesario, sino atender objetivamente a la realidad. Los Estados Unidos
no significan lo mismo que Haití, del mismo modo que Burundi no puede
equiparse a Suecia. El orden internacional existente, pese a todas las
formalidades legales y bellos principios, no establece la igualdad y el
respeto para todas las naciones y pueblos, sino el dominio abierto e
impune de unos Estados sobre otros.
Precisarlo de modo amplio no es difícil, pero no constituye el
propósito central de este artículo. Podríamos sí sostener que el actual
orden o desorden mundial es el producto histórico de dos grandes
acontecimientos sucedidos en el siglo XX: la segunda guerra mundial y
la desaparición de la Unión Soviética. Mediante el primero de ellos el
mundo fue testigo de la emergencia de un gigantesco poder alternativo
al sistema de sojuzgamiento y explotación del capitalismo. Como
resultado del segundo, nuestro planeta quedó por completo expuesto a
los amos del capital.
Doscientos años atrás, en emergencia plena del capitalismo
industrial en Europa y Norteamérica, con proyección global, pero
reducidos fundamentalmente al interior de cada uno de esos países,
fueron puestos en práctica principios económicos como la libertad de
empresa y de comercio que en realidad significaron el derrumbe de todos
los obstáculos al enriquecimiento de la poderosa clase burguesa.
Borrado del mapa el peligro de la revolución mundial con la muerte de
la URSS, renacieron los mismos principios ahora con la voracidad
desbocada al orbe entero.
Nada ni nadie podría oponerse a la avaricia universal del capital.
Todo lo existente en el mundo tenía que organizarse para servir a ese
propósito fundamental. Naciones y pueblos que no estuvieran de acuerdo
serían sometidos. Y al interior de cada país el poder político debía
reposar en manos de los defensores de los intereses de las grandes
corporaciones trasnacionales. Democracias de mercado, tratados de libre
comercio, planes de ajuste, doctrinas contra el terrorismo, guerras
preventivas, intervenciones humanitarias, un nuevo léxico se impuso.
La justicia transicional es un ejemplo vívido de la elaboración
ideológica y jurídica neoliberal. Pese a todos los esfuerzos de los
teóricos y expertos por presentarla como la culminación de los
principios más avanzados de la humanidad en materia de los derechos
humanos y de guerra, es en realidad la expresión más elaborada y
perfecta de la pretensión de imponer, con elaborados y atractivos
argumentos, la dominación implacable del gran capital transnacional y
las naciones capitalistas más poderosas, sobre las mentes de los
pueblos explotados y la humanidad entera.
No en vano el ascenso de la burguesía como clase dominante vino
acompañado del discurso del constitucionalismo liberal y el estado de
derecho. Aunque se intente hacer creer que la herencia de la revolución
francesa de 1789 fue la declaración de los derechos del hombre y el
ciudadano, lo que verdaderamente aplauden los poderes dominantes fue la
expedición por Napoleón de los códigos civil y comercial de 1804 y
1807, que unidos a la tradición jurídica esclavista de Roma
constituirían el arquetipo del régimen de la propiedad privada
universal burguesa.
El edificio jurídico burgués se levantó sobre la base idealista de
considerar que todos los hombres eran iguales ante la ley, poseían los
mismos derechos y deberes frente a la sociedad y el Estado. La realidad
material era completamente distinta. Una clase de propietarios poseía
la riqueza en abundancia desmesurada, mientras la gran mayoría se
hundía en la necesidad. Tratarlos como iguales equivalía a consagrar
jurídicamente la desigualdad y la dominación de los más débiles por
parte de los más fuertes. Se impuso la primacía de la apariencia formal
sobre la verdad real.
Y sobre esa base se elaboraron las construcciones teóricas,
constitucionales, legales y jurisprudenciales vigentes hasta hoy. Todos
los ensayos por superar el encanto de la igualdad ante la ley con la
igualdad real en los hechos, han sido considerados por los poderes
dominantes como infames y perversos. El siglo veinte es pródigo en
ejemplos. La revolución bolchevique fue calificada en su día como el
más grande atentado contra la civilización y el orden acometido por una
avalancha de mendigos ignorantes y fanatizados. Y se la atacó sin
piedad ni recato alguno.
Igual pasaría más tarde con las revoluciones china y cubana. Al
pueblo de Vietnam, que sacrificaba diez de sus miembros para dar de
baja a un solo soldado invasor norteamericano, se le consideraba por el
Pentágono como un atado de simios a los que había que aplastar. El
pueblo de Nicaragua, que coronó con éxito su revolución sandinista, de
inmediato fue objeto de la más descarada agresión por los Estados
Unidos, que fundaron los grupos contrarrevolucionarios de asesinos y
saboteadores, y minaron sus puertos para reducirlo por el hambre y la
enfermedad.
Venezuela es el ejemplo en la hora. Chávez, el buenazo y noble
Presidente adorado hasta el delirio por su pueblo, fue convertido en el
peor de los monstruos por el mundo capitalista. Del mismo modo que se
había demonizado a Fidel Castro. No responde a casualidad o
coincidencia que José Stalin y Mao Tse Tung hayan sido elevados al lado
de Adolfo Hitler como los más grandes criminales de la historia de la
humanidad. Lo de este último se explica por su atrevimiento al disputar
la hegemonía mundial. Lo de los primeros responde a su colosal obra
revolucionaria.
El pecado que, por su trascendencia, los poderes establecidos no
están dispuestos a perdonar. Y para castigar el cual del modo más
ejemplar han expedido el conjunto de normas que integran el derecho de
la guerra y los derechos humanos. Una contradicción en sí misma. Han
sido las más impunes violaciones de los derechos humanos en el
capitalismo, las principales responsables de los alzamientos librados
por pueblos y naciones en distintos rincones del planeta. Sin embargo,
son las poderosas potencias capitalistas quienes determinan la
responsabilidad y el castigo.
El régimen jurídico internacional que siguió a la segunda guerra
mundial reflejó una situación de equilibrio temporal. En sus inicios,
las Naciones Unidas fueron concebidas como el esfuerzo por instaurar un
régimen universal acorde con los intereses del gran capital. En la
misma dirección fueron creados el FMI y el Banco Mundial. Haber
encontrado la firme oposición soviética a esa pretensión representó un
duro revés para las grandes potencias occidentales. El no poder
atacarla directamente constituyó el origen de la guerra fría y de su
plan de destrucción a largo plazo.
En medio de la zozobra permanente, la presencia soviética significó
profundos cambios en el concierto internacional. Por primera y quizás
única vez en la historia de la humanidad, la soberbia y la violencia
imperialistas tuvieron que dar cuentas al mundo por sus hechos, se
vieron constreñidas y limitadas por un adversario formidable, que de
uno u otro modo asumía posiciones favorables a las luchas de los
pueblos que soñaban con liberarse del colonialismo y el saqueo. Por la
naturaleza de sus intereses, el odio tenía que anidar en el alma de los
capitalistas de occidente.
Ello tuvo reflejo en la legislación internacional. Ésta no podía
asumir plenamente su rol de codificación dominante por parte de los
grandes poderes occidentales. Quizás haya sido la mejor época del
derecho internacional, hay que ver cómo se multiplicaron las
declaraciones de derechos de uno y otro orden y como se fue
estableciendo en la conciencia universal una especie de criterio moral,
capaz de distinguir lo justo de lo injusto en medio de las más grandes
presiones. Los grandes movimientos por la dignificación humana
reverdecieron en la segunda mitad del siglo XX.
Lo que no impidió al capitalismo imperial de los Estados Unidos
socavar por todos los medios posibles los avances de los pueblos. Está
demostrado históricamente que grandes corporaciones de ese país, así
como de varias potencias europeas, alimentaron con sus créditos y
cooperación técnica la máquina de guerra nazi. Como no necesita ninguna
demostración ya, que los Estados Unidos y la Gran Bretaña asumieron
durante la segunda guerra mundial la más asombrosa parsimonia ante el
tercer Reich y el Japón, a la espera de que devoraran a la URSS.
Fue esta última quien cargó sobre sus hombros el peso fundamental de
la guerra. Y quien tras reponerse del ataque germano inicial,
finalmente logró expulsarlos de su extenso territorio, para pasar
enseguida a liberar del yugo fascista al este de Europa. Sólo las
certezas de que el tercer Reich no conseguiría ya vencer a la URSS y de
que si no intervenían directamente en la guerra, ésta última se
encargaría de liberar a toda Europa y originar un mar de países
socialistas o democracias avanzadas, precipitaron a USA y Gran Bretaña
a cumplir su desembarco en Normandía.
Y entrar a jugar un papel de alguna significación en el último año
de la confrontación. Vencida Alemania, la incertidumbre de derrotar al
Japón obligó a los norteamericanos a recurrir al apoyo de la Unión
Soviética, hecho que resultó decisorio para la rendición nipona, por
cuanto el grueso del ejército japonés de Kuangtung instalado en
Manchuria, fue demolido por el Ejército Rojo que penetró hasta las
islas Kuriles y Corea. Japón capitula por eso el 2 de septiembre de
1945, aunque todas esas verdades hayan sido borradas de la bibliografía
occidental.
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