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martes, 15 de marzo de 2011

Guatemala se escribe con zeta


Óscar Martínez 
Hubo un tiempo en el que los narcotraficantes guatemaltecos vivieron bajo un pacto de respeto. Un tiempo en el que eran casos contados los de ovejas negras que violaban el pacto. Una de esas ovejas descarriadas propició que las familias de la droga contrataran como sicario a ese grupo mexicano que ahora expande su control por el país. Agentes de inteligencia, militares, voces desde el interior del mundo del narcotráfico y un polémico Estado de Sitio señalan hacia el culpable de que en Guatemala la estabilidad entre criminales se rompiera: Los Zetas.

La última vez que mezcló fue hace unos tres años, cuando él cumplía siete de estar preso. Un grupo de reos llegó a su celda en aquella ocasión a preguntar por el extranjero que sabía tratar químicos. Él respondió con otra pregunta: ¿para qué soy bueno? Desembalaron en su catre un plástico que envolvía pasta base de cocaína y le preguntaron qué podía hacer y qué necesitaba para hacerlo. Él contestó que lo imprescindible era el bicarbonato. Se lo consiguieron, y al día siguiente esos hombres disfrutaron sus piedras de crack. Aquella fue la última vez que El Colombiano mezcló. Antes mezclaba todas las semanas. De eso vivía.

El calor asfixia en esta cárcel guatemalteca, pero a El Colombiano no parece agobiarle, quizá por la costumbre: cuando en junio de 1997 llegó al país, recaló en la ciudad de Mazatenango, la capital del departamento de Suchitepéquez. Ubicada a unos 200 kilómetros de la frontera con El Salvador y a unos 150 de la frontera con México, Mazatenango transpira el calor playero de una costa sin importantes puertos mercantes ni grandes complejos turísticos, y plagada de aldeas de vocación pesquera casi nunca nombradas, como El Chupadero o Bisabaj.

En la cárcel, algunos reos juegan fútbol, hablan en las esquinas, comen en los comedores o aguardan esposados su traslado a alguna audiencia. Aquí hay presos comunes –paisas les llaman-, y pandilleros, casi todos de la Mara Salvatrucha y el Barrio 18. El Colombiano y yo nos alejamos a un solitario puestecito de chucherías, para conversar sin tener que susurrar. Es un hombre recio, de unos 35 años, que hoy está bien afeitado y calza unas Nike blancas y limpias. Me interesa hablar con él porque ha sido testigo en primera persona de cómo han evolucionado en la última década las relaciones entre los narcotraficantes en Guatemala. Ahora sabe que sus días pasaron, que afuera es otra la ley, y que esa ley vino con unos hombres que bajaron de México y que ahora no quieren regresarse.

Hasta que lo encerraron, El Colombiano era lo que en el mundo de las drogas se conoce como un agente libre. No trabajaba en exclusiva para ningún cártel: nunca fue químico del Cártel de Cali o del Cártel del Norte del Valle en Colombia, no llegó a Guatemala contratado por alguna de las familias chapinas que movían la droga, ni tampoco lo trasladó algún grupo mexicano para mezclar aquí, antes de que el alijo cruzara la frontera. Era un agente libre, un hombre que, como su padre y su hermano, sabe utilizar la acetona, el bicarbonato, las anfetaminas y el amoníaco.

Lo atraparon en una casa, en Mazatenango, junto a su padre y un militar guatemalteco que los apoyaba. Está convencido de que hubo chivato. El operativo llegó directo a derribar la puerta justo cuando El Colombiano tenía las manos enterradas en 22 kilos de cocaína. LEER MAS

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