Los campesinos guatemaltecos Federico Ramos Meza y Manuel Gudiel fueron arrancados violentamente del surco para obligarlos a prestar el servicio militar en 1946. Tras seis meses en el cuartel, su unidad fue trasladada para prestar apoyo a tropas norteamericanas allí acantonadas. “Al día siguiente fuimos llamados a la enfermería de los gringos. Nos pusieron unas inyecciones. Empezaba el experimento del diablo”, narra Ramos con la mirada perdida. (Fuente: El País)
Al presidente Obama le bastó una corta llamada telefónica de disculpa a su par guatemalteco Alvaro Colom, para creer que daba por zanjado el escándalo desatado por la investigadora estadounidense Susan Reverby tras descubrir documentos bien guardados sobre abusivas prácticas eugenésicas de inspiración nazi. En cambio, para las víctimas y sus descendientes la horrible pesadilla ha continuado perpetuándose.
A ninguno de los sobrevivientes, siempre en la frontera de la miseria, nunca le dijeron la causa de los dolorosos síntomas que desde 1946 les han acompañado, ni de los ulteriores riesgos familiares. Una hija de Ramos quedó ciega siendo una niña, y otros sufren graves padecimientos que han transmitido a sus nietos. Gudel contagió a su mujer, y un tercer compañero de infortunio, Celso Ramírez, ha tenido una descendencia en los que abundan ciegos y epilépticos. Y Marta Lidia Orellana nunca olvida que entre otras niñas, a los 10 años de edad fue sacada de un hospicio, la obligaron a desvestirse y le manipularon la vagina.
En total fueron 696 guatemaltecos, entre soldados, prisioneros, prostitutas y hasta niñas de un hospicio a los que se le inoculó con sífilis y gonorrea sin darles ninguna información, en un diabólico experimento bajo el patrocinio directo de la Secretaría de Salud del gobierno estadounidense. Una de las tantas tenebrosas nubes acumuladas que impiden creer en la prometida alianza igualitaria de Obama.
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