CAROLINA ESCOBAR SARTI La terapia de shock castra la capacidad de cuestionar, condición inherente al ser humano consciente y libre. Sin embargo, Milton Friedman, el ideólogo del capitalismo moderno, usó la terapia de shock como la base principal para desarrollar su teoría del “capitalismo del desastre”. Lo traigo a colación por el tema de Libia, que es tan oscuro, tan complejo y tan sucio, como la doble moral de la política exterior de las grandes potencias.
El contexto en el que Friedman sitúa su terapia es aquel que manda que el Gobierno esté allí, principalmente, para facilitar el crecimiento de la empresa privada y servirle de guardián al gran capital. Como se supone que lo producido por la empresa privada se derramará, generosamente, hacia el resto de la población, el problema queda —en teoría— resuelto. Pero la realidad se ha encargado de mostrarnos que las cosas son muy diferentes, y que esa práctica capitalista depredadora solo ha servido para debilitar a los Estados y ahondar la brecha entre riqueza y pobreza. Este es el caldo de cultivo para innumerables revueltas sociales en todo el planeta.
Parece que los pueblos no están muy dispuestos a ceder ni un milímetro de las magras conquistas sociales alcanzadas con tanto trabajo. Por ello Friedman se ingenió esta “Doctrina del Shock”, como señala Naomi Klein en el libro del mismo nombre. Este método se basa en aprovechar el impacto producido por cualquier desastre que se dé en una sociedad, sea este natural, producido por el ser humano o hasta artificial e inexistente, a partir de cualquier especulación y crecido en los medios de comunicación. Conditio sine qua non de este método es que el desastre —real o ficticio— impacte tan duro en las poblaciones que la gente regrese a un estado emocional infantil, donde se sienta insegura y dependiente, lista para ser rescatada.
Desde esa perspectiva, lo mismo dan las revueltas en Libia que la violencia cotidiana en Guatemala. En momentos de desastres como estos es cuando entra Friedman con su teoría. Es por esa mínima grieta de vacilación e incertidumbre que se cuela el sistema capitalista, caníbal en esencia. Por esa fisura y con una rapidez inusitada se instalan las empresas privadas, se empequeñece el Estado y se privatiza hasta la vía pública. Así entraron en Guatemala las mineras y petroleras, entre otras empresas transnacionales y nacionales que ahora justifican sus devastadores modelos en medio del vacío dejado por el Estado. Así querrán entrar en Libia los eternos arrebatadores del petróleo y el gas natural.
Los feligreses de Friedman que hoy administran tantos países imponen luego medidas económicas que todo el mundo tiene que aceptar, porque “es mejor tener un trabajo mal pagado que no tenerlo”. Lo pide la macroeconomía, alegan, y la posibilidad de subir los niveles de producción. Entonces todos los servicios públicos que generan ganancias millonarias pasan a manos privadas que, por supuesto, nada tienen que ver con cooperativas y mucho con grandes corporaciones. Inmediatamente surgen las leyes para proteger estos capitales habidos tan avorazadamente. ¿O no es en un contexto así que surge la Ley de Bancos en Guatemala?
Muammar-al-Gadaffi en Libia y los narcos en Guatemala son indudablemente dos tumores cancerosos, pero de nada sirve extirparlos o siquiera pensar en ello si el sistema que los nutre sigue vigente y es el medio propicio para el crecimiento de los virus que han generado esta pandemia de hedonismo, destrucción y muerte llamada neoliberalismo.
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