Néstor Martínez Cristo
Los demócratas empujan hacia el impeachment (juicio político) contra Donald Trump con más dudas, que con una auténtica convicción.
El anuncio hecho en días pasados por Nancy Pelosi, presidenta de la
Cámara de Representantes de Estados Unidos, de iniciar el proceso de impeachment al presidente Trump
por los deshonrosos hechos de encubrimiento, traición a la seguridad nacional y a la integridad del sistema electoral, avanza lentamente y las perspectivas parecen ir más encaminadas al ruido político que a la remoción efectiva y definitiva del Ejecutivo federal del país más poderoso del mundo.
La idea de la remoción de Trump ha estado presente en el imaginario
de los demócratas prácticamente desde el inicio de la administración, en
razón de que cuando aquél era aún candidato presidencial, en 2016, las
cabezas de su campaña se reunieron con oficiales rusos para adquirir
información confidencial que perjudicaría la imagen de su adversaria
demócrata.
Ahora, sin embargo, el asunto parece tener mayores implicaciones
internacionales. Derivado de la transcripción de una llamada telefónica
que Trump hizo al presidente ucraniano, Volodymir Zelensky, mediante la
cual condicionó apoyos a cambio de revelar acusaciones de corrupción
sobre el hijo del ex vicepresidente y aspirante demócrata mejor
posicionado con vistas a la elección del año próximo, Joe Biden.
La prudencia con que Pelosi y su partido han contemplado la
posibilidad del juicio político contra Trump no es gratuita. Más bien es
proporcional a la gravedad de la acusación: El presidente estadunidense
habría condicionado la ayuda militar a un aliado crucial, Ucrania,
vecino de la potencia rusa, a cambio de la complicidad para influir en
los próximos comicios electorales en Estados Unidos.
Es el caso en que la temeridad con que Trump actúa regularmente puso
en juego intereses vitales de su país para el impacto directo en
beneficio de sus propias aspiraciones electorales.
Resulta claro que desde la perspectiva jurídica, la responsabilidad
de Trump es inobjetable, pero el cálculo político de los demócratas
comienza por una simple operación aritmética. Aunque los demócratas
poseen mayoría en la Cámara de Representantes, en el Senado la realidad
favorece a los republicanos. Para que el juicio político proceda, se
requiere de al menos 67 de los 100 votos posibles en el Senado. Los
demócratas suman 45.
Considerar una ruptura en las filas republicanas, a fin de lograr los
67 votos necesarios parece casi imposible. De ahí las reservas y el
cuidado con el que avanza el procedimiento.
Más aún: históricamente, ningún presidente de Estados Unidos ha sido destituido mediante el impeachament.
A mediados del siglo XIX, Andrew Johnson logró sortear su debacle por
un solo voto, derivado de vetos promovidos a la ley de derechos civiles.
En 1974, el republicano Richard Nixon evitó con su renuncia ser el
primer mandatario destituido por juicio político, por haber espiado a
los adversarios electorales en el célebre Watergate. Bill
Clinton libró más recientemente el juicio político a raíz del escándalo
con Mónica Lewinsky, por perjurio y obstrucción de la justicia.
Todo lo anterior forma parte del tablero y del complejo engranaje
político en Estados Unidos. Trump ha comenzado a jugar sus piezas de
defensa. Asegura que lo que se está viviendo es una
cacería de brujasen su contra y propone tratar como espía al soplón
garganta profunda, que hizo pública la conversación –y que ahora son dos ya los informantes.
La falta de escrúpulos del presidente de Estados Unidos y su cinismo
para mentir, trampear, denostar y agredir, lo hacen una presa
escurridiza y al mismo tiempo, peligrosa. Es astuto, aunque muchos no lo
queramos reconocer. A los mexicanos no nos hizo pagar el muro
fronterizo, pero nos obligó a instalar un cerco humano a lo largo de
nuestras fronteras.
Pareciera que las pruebas irrefutables de la responsabilidad de Trump
en este caso –como en el de los rusos en la pasada elección–, no serán
suficientes para deshonrarlo y removerlo. No sólo el peso político de
los suyos jugará en su favor. El entramado de intereses empresariales,
armamentistas y los reductos xenófobos de aquel país le brindarán un
apoyo irrestricto.
Salvo que ocurra una carambola inesperada que mueva las piezas del
tablero político, Trump contenderá por la relección, con grandes
posibilidades de obtenerla. Tiene el aparato. Está en el poder. Nuestro
país debe estar listo para otros cuatro años de un escenario adverso, y
fortalecer su presencia y su capacidad de gestión en los organismos
multilaterales.
Pensar en México que Trump tropezará obedece más bien a la
animadversión que el personaje se ha ganado a pulso y a la antipatía que
–por reciprocidad– nos merece. Apostar por su caída pareciera, hasta
hoy, una mera fantasía, algo así como un sueño guajiro, de los que nos
son frecuentes a los mexicanos.
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