Desde hace algún
tiempo, diversos autores vienen planteando la idea de un ¨fin del ciclo
progresista¨ en América Latina. Existen diversas versiones de ese ¨fin
de ciclo¨, pero algunas son particularmente fatalistas y parece subyacer
en ellas un cierto economicismo que no toma suficientemente en cuenta
la dimensión política en tanto espacio de lucha y, por tanto, de
alternativas. La elección de Mauricio Macri en Argentina y de Jair
Bolsonaro en Brasil son los principales acontecimientos que se señalan
para sostener que hemos llegado a este fin de ciclo. Sin embargo, esa
visión no toma en cuenta la permanencia de Bolivia y Venezuela como
procesos de transformación que se plantean -además- objetivos
socialistas , más allá de todas las dificultades de Venezuela -bloqueos y
agresiones imperiales incluidos-. Tampoco se considera en general que
el pueblo ecuatoriano votó por la continuidad del proceso de Revolución
Ciudadana y no por el abandono de la misma, el alineamiento con EEUU y
la aplicación del programa neoliberal que lleva adelante el gobierno de
Lenin Moreno. Tampoco se suele considerar que la victoria de las fuerzas
reaccionarias en Brasil estuvo mediada por un golpe contra el gobierno
de Dilma Rousseff y un proceso judicial más que irregular contra quien
todas las encuestas indicaban como posible ganador de las elecciones:
Lula da Silva. Asimismo, se suele olvidar que el proceso de
transformaciones, tanto en Paraguay como en Honduras, fue interrumpido
por medio de acciones golpistas, y que la permanencia de las fuerzas
reaccionarias en Honduras solo fue posible por un fraude electoral y la
violenta represión. Sin embargo, el pueblo hondureño resiste y se
moviliza heroicamente contra la dictadura, como también se movilizan los
pueblos de Haití y Puerto Rico contra gobiernos neoliberales y fieles
servidores del imperio, logrando este último la renuncia del gobernador.
En las elecciones colombianas de 2018, la coalición de izquierda
¨Colombia Humana¨ obtuvo una muy buena votación, lo que permitió a su
candidato -Gustavo Petro- disputar el balotage, que finalmente ganó el
actual presidente Iván Duque. Mientras, en Perú, el Frente Amplio
peruano logró en muy poco tiempo desde su formación casi el 20% de los
votos y la proyección a nivel nacional y latinoamericano de su candidata
Veronika Mendoza.
Considero que en vez de la noción de ciclo, que
parece remitirnos a un proceso histórico ya cerrado, se deberían retomar
algunos conceptos como los desarrollados por Rodney Arismendi, en
particular el de la dialéctica de revolución y contrarrevolución (cuando
este artículo fue escrito no se habían producido los acontecimientos de
Ecuador y Chile, los cuales confirman a mi juicio la dialéctica
revolución-contrarrevolución y muestran que la posibilidad de
importantes avances -o incluso de procesos revolucionarios radicales- no
es una mera ensoñación utópica). El capitalismo latinoamericano, por su
carácter dependiente y por la permanencia de la gran propiedad
territorial, padece una crisis de carácter estructural según Arismendi,
que no debemos confundir con las agudas crisis cíclicas que viven las
economías capitalistas. Esta crisis tenía sus raíces en esa estructura
económica que Arismendi caracterizaba como capitalismo deforme, lo que
ponía a la orden del día la posibilidad de procesos revolucionarios de
carácter avanzado, que podían tomar un rumbo socialista si se daban
determinadas condiciones, en particular una dirección revolucionaria y
una hegemonía de la clase trabajadora. Estas tesis, que Arismendi empezó
a desarrollar a partir de 1955, se corroboraron con el proceso
revolucionario cubano, que comenzó como una revolución democrática y
antiimperialista y que pronto tomó una orientación de carácter
socialista. Para Arismendi vivíamos un proceso revolucionario
continental, lo que no quería decir que los procesos fueran simultáneos e
iguales, cada país tenía sus ritmos y especificidades, pero existe en
América Latina una serie de elementos en común -estructurales,
históricos y culturales- que hacen que cualquier proceso en un país
latinoamericano tenga una fuerte repercusión y trascendencia a nivel de
toda Nuestra América. La revolución cubana repercutió fuertemente en un
proceso ascendente de las luchas a lo largo y ancho del continente, pero
la reacción imperialista y de las oligarquías no se hizo esperar, fue
lo que hoy llamamos Plan Cóndor. Pero las causas profundas que parieron
la revolución cubana y el ascenso de luchas en la Latinoamérica de los
60 seguían operando, y una revolución popular va tomar por asalto los
cielos en 1979, la Revolución Sandinista en Nicaragua. En los 80 se
abrirá un nuevo período de luchas contra las dictaduras en América
Latina. Por vías pacíficas en América del Sur y a través de las
guerrillas del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional y la
Unión Revolucionaria Nacional Guatemalteca en Guatemala en
Centroamérica.
Pero en los 90 se producirá un importante
reflujo, la caída del socialismo real permitirá mejores condiciones para
una ofensiva del capital a nivel global. América Latina será gobernada
por fuerzas neoliberales, que por lo general accedieron por vía
democrática aunque muchos de ellos con una impronta autoritaria muy
marcada, como Fujimori en Perú, que se perpetuará en el poder con un
autogolpe. Serán tiempos de resistencia para la izquierda. La revolución
cubana se tendrá que adaptar a condiciones sumamente adversas, fueron
momentos particularmente difíciles, cuando se adoptaron las medidas del
llamado “período especial” y se buscaron alternativas para preservar las
conquistas de la revolución. Sin embargo, las luchas contra el modelo
neoliberal se desarrollarán a por toda Nuestra América: el plebiscito en
defensa de las empresas públicas en Uruguay, las luchas de los
trabajadores y piqueteros en Argentina, del Movimento Sem Terra en
Brasil, de los Cocaleros en Bolivia, del zapatismo insurgente en México,
etc. son solo algunas de sus expresiones concretas.
A fines de
los 90, accede al gobierno de Venezuela Hugo Chávez, quien pronto se
enfrentará con una tenaz y violenta reacción oligárquico-imperial; su
programa antineoliberal y antiimperialista se orientará hacia posiciones
cada vez más radicales, que lo harán plantear el socialismo como
objetivo estratégico. Diez años después de la caída del socialismo real,
el horizonte de una sociedad sin explotados ni explotadores será
planteado nuevamente por un gobernante de un país latinoamericano,
además de Fidel Castro. En pocos años accederán diversas fuerzas
progresistas y revolucionarias al gobierno en diferentes países de
América Latina. Bolivia con Evo también planteará el objetivo
estratégico de una sociedad sin explotados ni explotadores; en otros
países los gobiernos no se plantearán ese objetivo aunque parte de las
fuerzas que los componen o apoyan sí estaban y están orientadas en ese
sentido, será el caso de Brasil, Paraguay con Lugo, Argentina, Ecuador y
Uruguay.
Pero promediando la segunda década de este siglo, la
caída de los precios de las materias primas que exporta América Latina
condujo a una fuerte caída de la obtención de recursos, y mostró
claramente los límites del capitalismo latinoamericano y de las
perspectivas “neodesarrollistas” que adoptó parte de la izquierda. Fue
el fin de la ilusión de pasar a formar parte del club de los países
capitalistas desarrollados como algunos utópicamente soñaron. Nuevamente
los problemas estructurales se hacían sentir en toda su dureza. En este
panorama aparecieron con mucha más fuerza las perspectivas neoliberales
de ajuste salvaje. Bolsonaro, Macri, y los uruguayos Ernesto Talvi y
Luis Lacalle expresan precisamente al partido del gran capital, que
busca que todo el peso de la crisis recaiga sobre los trabajadores y
sectores subalternos, y una radical redistribución de la riqueza hacia
arriba. En este contexto, los aparatos mediático-judiciales jugaron
fuertemente para la restauración neoliberal, para crear un “sentido
común” pro ajuste y pro-mercado, ese gran fetiche-Dios que según los
neoliberales derrama recursos para todos y todo lo arregla, pero que una
y otra vez -cuando los gobiernos neoliberales le quitan restricciones y
controles mínimos- conduce no al paraíso prometido sino a infiernos
terrenales y a una concentración de la riqueza en la que poco y nada se
derrama.
¿Pero por qué en Brasil, en Argentina y al parecer en
Uruguay la derecha ha logrado capitalizar gran parte del descontento de
sectores medios y de trabajadores, cuando lo que hará es, precisamente,
empobrecerlos y precarizarlos? Entre otras razones, porque nunca dejaron
de ser hegemónicos, particularmente en esos aparatos ideológicos que se
llaman medios masivos de comunicación y que son hoy uno de los más
importantes poderes fácticos, además de ser el aparato ideológico
dominante. Esto fue posible también porque los gobiernos progresistas no
avanzaron o no hicieron lo suficiente contra el latifundio mediático y
la voz única que estos transmiten. Tampoco se impulsó una verdadera
contrahegemonía, tendiente a crear un nuevo sentido común humanista y
solidario, contrapuesto al hiperindividualismo despolitizador y
antihumanista que transmiten los portavoces de la ideología dominante.
Es uno de los límites que han tenido las experiencias progresistas, que
mejoraron las condiciones de vida, pero no promovieron nuevas formas de
vida alternativas al consumismo capitalista. Y el consumismo no es solo
un fenómeno económico, es un fenómeno ideológico-cultural cuya ideología
es propia de las clases dominantes.
Las perspectivas en gran
parte de los países de América Latina son hoy entre el neoliberalismo
que apunta a un ajuste salvaje y al retroceso en derechos conquistados,
que solo puede llevarse adelante con un creciente autoritarismo y un
retroceso democrático sustantivo -como podemos ver en la Argentina de
Macri y en el Brasil de Bolsonaro-, y un amplio campo democrático que
incluye diversas tendencias, progresistas y de izquierda, cuyo objetivo
es hoy detener este avance neoliberal y conservador en el que confluyen
diversas derechas: la golpista y gorila, el oscurantismo religioso,
particularmente neopentescostal, y los tecnócratas neoliberales, amigos
de las libertades económicas pero no tanto de las libertades políticas y
culturales. Defender la democracia, los derechos conquistados, y evitar
que la crisis la paguen los trabajadores y sectores subalternos parece
ser la tarea más inmediata y a eso se apuesta con un cuarto gobierno del
Frente Amplio. Pero es necesario en un mediano plazo plantearse cambios
estructurales, que implican cuestionar las bases económicas del
capitalismo dependiente latinoamericano, la gran tenencia de la tierra y
la gran propiedad monopolista del capital, y plantear un horizonte
socialista, donde la integración latinoamericana debe jugar un rol
esencial. Para eso habrá que promover un movimiento político y cultural
que sea capaz de dar las necesarias batallas políticas y culturales. Una
revolución cultural, como siempre insistían Arismendi y José Luis
Massera, es un elemento esencial para cualquier transformación radical
de una sociedad. En el actual momento la tarea más revolucionaria que
nos podemos plantear es frenar el avance neoliberal, que nos haría
retroceder sustantivamente como podemos ver en Argentina, donde la
acción destructora del neoliberalismo fue acelerada y brutal. Un nuevo
gobierno del Frente Amplio contribuiría, junto a la más que probable
derrota del macrismo en Argentina, a un cambio -que tal vez no sea
sustantivo pero que no sería despreciable- en la correlación de fuerzas
en América Latina. Es el mejor contexto posible, además, para abrir el
debate, promover una nueva hegemonía y apuntar a transformaciones de
carácter más profundo y estructural. En la dialéctica
revolución-contrarrevolución, los neoliberales representan la reacción y
un sometimiento cada vez mayor a la hegemonía de EEUU. En el actual
nivel de conciencia y correlación de fuerzas, un nuevo gobierno del
Frente nos permitiría seguir avanzando en derechos y plantearnos
cuestiones que son urgentes, como vivienda, cuidados, transporte y
seguridad desde una perspectiva de izquierda, un gobierno neoliberal nos
haría centrar la energía en defensa de derechos ya conquistados y
llevaría a Uruguay al alineamiento internacional con EEUU y los
gobiernos reaccionarios de América Latina, que han llegado al extremo de
promover la intervención y la violencia contra el legítimo gobierno de
Venezuela. La disyuntiva es retroceso o defensa de los derechos
conquistados y nuevos avances democráticos, debemos orientar nuestras
luchas en un mediano plazo hacia cambios de carácter estructural, pero
para eso es necesario un cambio en la correlación de fuerzas y una nueva
hegemonía, lo cual requiere un importante trabajo militante, la
creación de un nuevo clima político e ideológico, que rompa con un
sentido común para el cual el único mundo posible es el capitalismo. Las
bases estructurales que Arismendi y otros revolucionarios
latinoamericanos señalaban siguen produciendo condiciones objetivas para
cambios revolucionarios, el desafío es construir, desde las instancias
políticas de la izquierda y sectores subalternos, una nueva hegemonía
que nos permita realmente “hacer temblar las raíces de los árboles”,
contribuyendo al más que necesario proceso de cambio revolucionario en
toda Nuestra América.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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