Carcaj
Las ruinas no nos dan miedo. Sabemos que
no vamos a heredar nada más que ruinas, porque la burguesía tratará de
arruinar el mundo en la última fase de su historia. Pero -le repito- a
nosotros no nos dan miedo las ruinas, porque llevamos un mundo nuevo en
nuestros corazones. Ese mundo está creciendo en este instante (Buenaventura Durruti)
El capitalismo ha dejado caer su máscara
democrática. El paraíso neoliberal chileno se desgarra y saca sus garras ante
la revuelta popular, que viene desde los subterráneos del Metro de Santiago,
salió a la superficie y se expandió arrasándolo todo. Son los estallidos de la
insubordinación popular que ha venido gestándose desde hace años de forma
subterránea, alimentada en el diario descontento, haciendo eco de la reciente
revuelta ecuatoriana, y encontrando hace tan solo unos días atrás su propia
chispa en el alza de los pasajes del Metro.
Fueron solo 30 pesos de aumento, pero es la
violencia del sistema entero, con toda su injusticia y desigualdad, lo que está
representado en el alza. “No es por 30 pesos, es por 30 años”, dicen las
pancartas.
¿Y quiénes
podían haber iniciado esta revuelta sino lxs estudiantes, que han sido
precisamente los sujetos más criminalizados en estos últimos meses? En junio el
Gobierno había mandado a militarizar los liceos, y los estudiantes salieron
ahora a las estaciones del Metro y centraron sus acciones en la repentina alza
de los pasajes. Mediante una efectiva acción directa y colectiva, saltando o
pasando por debajo de los torniquetes del Metro, lxs estudiantes abrieron las
puertas de la rebeldía e invitaron al resto de la gente a pasar sin pagar, a
esos casi tres millones de esclavos convertidos en usuarios que viven buena
parte de sus vidas hacinados en los túneles subterráneos de la ciudad, y endeudándose
por eso. ¿Cómo no hacer caso al llamado a evadir?
“¡Evadir, no pagar, otra forma de luchar!”
fue una de las consignas que acompañaron las evasiones masivas, descubriendo lo
que en el fondo ya intuíamos: que en cada carga de la Bip le inyectábamos plata
a gran parte del circuito capitalista cuyos edificios arden esta noche, como los
bancos y AFP.
Esto sucede porque el sistema del Metro
está intensamente interconectado, pero no sólo con la superficie vial y el
sistema de transporte superficial, sino también con la red financiera que
vehicula gran parte de los capitales públicos y privados hacia las fortunas de
las pocas familias dueñas de Chile y de nuestras vidas; los dueños de las
empresas para las cuales trabajamos, las cadenas que fabrican los productos que
consumimos y los mismos supermercados que nos los venden, los medios de
comunicación que ocupamos, los equipos de fútbol que seguimos, las
universidades donde elegimos estudiar y las AFP que nos roban gran parte de
nuestros sueldos. ¿Cómo no evadir, entonces, cómo no destruir los validadores,
las estaciones? Esa es la pregunta que ya no nos dejará de asaltar jamás.
La acción colectiva ha demostrado su
eficacia y su potencia. Consiguió rápidamente interrumpir el flujo continuo del
transporte público hasta lograr su paralización total, sin banderas ni
consignas partidistas. Frente a esto, la represión policial ha sido desde un
comienzo desmedida: hemos visto repetidamente durante la semana a los pacos
pegándole lumazos a lxs estudiantes, disparando balines a los cuerpos de lxs
manifestantes, y tirando bombas lacrimógenas directamente a los rostros de nuestrxs
compañerxs, sin importarles la presencia de niñxs o ancianxs.
La protesta no tardó en emerger a la
superficie, a las calles, para interrumpir el orden de la ciudad y traer a la
luz consigo todos los casos de abusos sistemáticos que antes nos parecían
aislados -las miserables pensiones, los aumentos en las cuentas de luz e
implementación de medidores inteligentes, el robo del agua, la discusión por la
reducción de la jornada laboral y la flexibilización del trabajo, el progresivo
aumento de los arriendos, etc.-.
Mientras tanto, la prensa oficial sólo
muestra el caos y difunde una sensación de pánico generalizado. Se repiten
imágenes de los supermercados, farmacias, buses y estaciones del Metro en
llamas, sin mostrar los múltiples videos de los enormes abusos policiales
cometidos. Pero el pueblo, cansado de la opresión, de la represión y la injusticia,
está librando una lucha ya no contra el alza, sino contra todo lo que significa
la precarización de las vidas, y está consiguiendo abrir una herida en el
centro del sistema de la cual difícilmente éste podrá recuperarse. La
normalidad se encuentra felizmente quebrada.
Felizmente, digo, porque lo que nos parecía
más grave hasta ahora no era solo que este mundo se estuviera cayendo a
pedazos, que las deudas nos acogotaran todos los meses para tratar de
satisfacer nuestras necesidades básicas, o que hasta la comunidad científica
estuviese de acuerdo en que el planeta será inhabitable en tres décadas,
mientras el extractivismo no descansa un segundo. Lo que nos parecía en verdad
más grave era que, ante toda la evidencia del desastre, pudiésemos seguir
viviendo nuestras vidas como si nada ocurriese: yendo, como siempre, de nuestra
casa al trabajo, al liceo, universidad o instituto, y de vuelta a la casa otra
vez como si nada. Después de los últimos días ya no podremos decir lo mismo.
Algo se ha removido en nosotrxs. Y todxs quienes albergamos un mundo nuevo en
el corazón sentimos que algo ha comenzado a agitarse.
La ministra secretaria general de Gobierno
llamó ayer a “normalizar la ciudad”, pero la ciudad se ha transformado hace
rato en un campo de batalla, y ha sido bloqueada por el pueblo en sus
principales canales de transporte y comunicación. Los flujos normales han sido
completamente paralizados. El llamado del Gobierno es a recuperar lo antes
posible la normalidad, limpiar las calles, asegurar las tiendas, rehabilitar
los semáforos y reestablecer la normal circulación de trabajadores y
mercancías. Pero si de algo podemos estar seguros es de que la normalidad ya
no es posible.
Lo único que ahora existe, en cambio, es la
violencia desmedida y desnuda que la normalidad camufla: la brutal represión
policial y militar, las balas y bombas lanzadas sobre la gente, los cobardes
asesinatos de nuestrxs compañerxs, así como la inmensa brecha entre ricos y
pobres, la miseria silenciada, la evasión legal y sin sanción de los dueños de
Chile, los derechos sociales privatizados desde la dictadura.
Desde el viernes la red del Metro se
encuentra destruida. Ayer, Vecinxs de muchas comunas de la ciudad comenzaron a
ocupar las plazas, saliendo a reunirse en medio del enorme despliegue policial,
solo para manifestarse y compartir su descontento. Se levantaron barricadas en
la mayoría de las comunas de Santiago, en la mayoría de las ciudades de Chile.
Ayer 19 de octubre se ha decretado Estado
de Emergencia, un arma del gobierno empresarial para tratar de silenciar el
permanente estado de emergencia en el que vivimos. Piñera llama al
diálogo, mientras declara Estado de Emergencia y llama a los militares a las
calles. ¿Qué tipo de diálogo es posible en esas circunstancias? Al menos
ninguno que nos favorezca.
Salen los pacos y milicos, los verdaderos
delincuentes que han robado miles de millones de pesos, a reestablecer el orden
público. La razón dictatorial está desnuda en el centro de la querida
democracia. Luego, en la tarde, el general Javier Iturriaga decreta toque de
queda (que no había sido implementado desde 1987). En la noche, la
locomoción sigue paralizada y la gente continúa en las calles. En un gesto de
hospitalidad, lxs compañerxs por todas partes ofrecen sus casas para alojar a
quienes lo necesiten.
Miles de personas en todo el país decidimos
no retroceder, no volvernos a nuestras casas, y preferimos quedarnos en la
calle bailando, caceroleando, gritando, haciendo bulla, resistiendo a las balas
y gases lacrimógenos. Los milicos pasean armados por las calles, golpeándonos y
disparándonos, paseando con sus tanques, helicópteros, fusiles y todo el
aparataje que poseen para defender los privilegios de la oligarquía.
Se pensaba que la presencia de los
militares en las calles el día de ayer iba a tener un efecto disuasivo en el
pueblo. Creían que nos íbamos a retirar a nuestras casas en silencio, pero no:
ver a los milicos en nuestros barrios ha reactivado el dolor de nuestra memoria
histórica. Así que desafiamos el toque de queda, protestamos y nos rebelamos
contra la militarización de los espacios públicos. Resistimos a la verdadera
violencia ejercida en nuestros territorios.
El Gobierno, en tanto, responde igual que
siempre, reprimiendo a la vez que evadiendo el problema, reduciendo las
protestas a un asunto de seguridad pública, acusándonos a lxs manifestantes de
ser “delincuentes”. Pero precisamente ese, que era uno de los significantes que
había triunfado en Chile en las últimas décadas, ahora se encuentra vacío y ha
caído en el descrédito. Y la gran cantidad de casos de corrupción de las altas
esferas del poder -Soquimich, Penta, Pacogate, milicogate, etc.- ha acelerado
esa caída. ¿Qué sentido tiene tratar de delincuente a alguien que rompe un
sensor bip, mientras los grandes delincuentes siguen evadiendo millonarios
impuestos, sobornando jueces y quedando libres de condena? ¿Qué sentido tiene
criminalizar la evasión mientras el presidente es el campeón nacional de la
evasión fiscal y del no pago de contribuciones?
Durante estos días de intensas
movilizaciones, el poder no ha hecho más que intentar por todos los medios
criminalizar el comportamiento de los manifestantes, pero la lógica de la
revuelta es ciega para el poder; no tiene rostro, no tiene líder, ni bandera,
ni partido. La insurrección popular esta vez no tiene planificación global,
sino que responde a una multitud de acciones espontáneas, desplegándose y
coordinándose en la acción. Y ahora tenemos a nuestro favor, además de diversas
experiencias de organización en pequeños colectivos, una opinión pública cada
vez más favorable a las demandas sociales.
Ahí es donde el relato del poder se queda
corto. No es capaz de explicar ni entender lo que está sucediendo. Insiste en
tratar las manifestaciones como hechos delictuales aislados, en criminalizar a
las personas que protestan, evaden, cacerolean, levantan barricadas o destruyen
sus preciados símbolos de estatus.
Aunque los títeres del gobierno y los
medios intenten desplazar el debate, sabemos que el problema no tiene que ver
con la violencia, o al menos no en los términos en que ellos lo quieren
plantear.
Por supuesto que usamos y seguiremos usando
la violencia, pero nuestra violencia es mayoritariamente contra la propiedad,
contra los símbolos de la división y la injusticia social, y contra aquellos
policías que nos reprimen. En cambio, la violencia política y económica, la
violencia policial y militar es contra nuestrxs cuerpos y contra nuestras
vidas. A la violencia contra la propiedad en Chile se le responde con balas
asesinas.
Nuestra violencia, al contrario de la suya,
no busca la muerte, pero busca sin embargo algo mucho peor para ellos: la total
decapitación del poder. Lo que ellos llaman violencia es en realidad la acción
directa que muestra la fragilidad de los propios símbolos de su poder. En
nuestra ética, las vidas no tienen el mismo valor que las cosas. Las primeras
hay que defenderlas, las segundas, en cambio, no nos importa destruirlas. No
nos asustan las ruinas.
Por eso, los saqueos que han ocurrido y los
que vendrán son insignificantes ante el saqueo sistemático y la devastación
capitalista de la tierra, los cuerpos, los servicios básicos y las relaciones
humanas. Y son insignificantes, sobre todo, ante el asesinato de nuestrxs
compañerxs a manos de milicos armados en este monstruoso instante en el que
escribo, con todo el peso de la noche encima.
Chile está en llamas. Arden estaciones del
metro y peajes de las carreteras, arden buses del Transantiago, cajeros
automáticos, bancos y supermercados. Se registran múltiples ataques a
estaciones de policía y edificios del gobierno. Hay vidrios quebrados, humo y
ceniza por todo el país.
¿Cómo es posible que unas simples
manifestaciones estudiantiles en el metro hayan generado la interrupción total
del transporte, primero, y luego la respuesta policial más brutal, dejando en
un par de días al desnudo la dictadura encubierta en la que vivimos?
Esto sólo se entiende en el contexto de un
país donde los derechos sociales han sido secuestrados por empresas privadas y
entregados a un mercado que depende en última instancia de que todxs paguen su
pasaje, su arriendo o hipoteca, sus deudas y matrículas. Las evasiones de los
estudiantes fueron ejemplares en ese sentido, porque invitaban a todos los
usuarios a no pagar. Y la fuerza de ese ejemplo es lo que más teme el poder.
Esta noche se derrumbó la legitimidad del
capitalismo chileno. Y como dijo alguna vez Durruti, cuando los ricos ven que
el poder se les escapa de las manos, recurren al fascismo para proteger sus
privilegios. Ahora los milicos están en las calles repartiendo balas a destajo.
¿Cuántos muertos contaremos al amanecer?
Desde el 2011 hasta ahora, no estábamos
durmiendo. Nos hemos reunido, hemos conversado, intercambiado experiencias de
lucha y resistencia, hemos ido fortaleciéndonos en nuestras propias
organizaciones, territoriales, feministas, ecológicas y antiextractivistas, de
la economía popular y solidaria, de la disidencia sexual o desde la pedagogía
crítica, hemos articulado distintas luchas, y hemos mejorado exponencialmente
nuestra capacidad de acción. Nuestro instinto de desobediencia ha crecido
igualmente. Hemos aprendido a ocupar mejor las redes sociales para agilizar
nuestra comunicación, y a desconfiar de ellas como dispositivos policiales.
Somos mucho más rápidxs y estamos mejor organizadxs, somos más solidarixs y más
desobedientes que antes.
Nos convoca y nos une ahora la lucha por el
bien común y la vida en sus múltiples manifestaciones, así como la resistencia
ante la dictadura implacable del capital. Sabemos que las soluciones a nuestros
problemas no vendrán de parte del Estado ni de la elite empresarial. El mundo
nuevo lo construiremos nosotrxs, y lo celebraremos bailando, pensando y
combatiendo colectivamente.
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