Después de muchos años de rechazo al sistema, la olla de presión finalmente ha reventado.
El modelo chileno, tan admirado desde la distancia segura del ámbito
mediático, finalmente ha topado la paciencia de la ciudadanía estallando
en una ola de protestas expresada en manifestaciones pacíficas y
cacerolazos, pero también en una serie de actos de vandalismo de extrema
violencia. Difícil, a pocas horas de los acontecimientos, elaborar una
hipótesis más o menos certera sobre la situación en la cual se encuentra
el país sudamericano, después de una jornada que culminó con toque de
queda y bajo control militar en dos de las ciudades más importantes por
ser sedes de dos poderes del Estado, como son Santiago y Valparaíso.
El hecho de haberse iniciado las protestas como reacción ante el
incremento del pasaje del Metro de Santiago –decisión que finalmente
debió ser suspendida por el presidente Piñera- no significa en absoluto
el fin del conflicto; esa medida desproporcionada contra una población
que ha perdido capacidad económica de manera consistente durante décadas
de gobiernos neoliberales, no fue más que la gota que derramó un vaso
lleno de reclamos mucho más graves que esos 30 pesos de diferencia en la
tarifa. Ni los gobiernos de la Concertación ni los de extrema derecha
ejercidos por Sebastián Piñera han sido capaces de comprender en toda su
dimensión la necesidad urgente de equilibrar sus políticas públicas,
dando un espacio justo a las demandas ciudadanas.
No deja de ser significativo que los actos de mayor violencia se
enfocaran precisamente en aquellas empresas sobre las cuales existen
fuertes resquemores por ser símbolo de un sistema que margina a las
mayorías: bancos, oficinas de las AFP, farmacias, supermercados, garitas
de peaje y estaciones del Metro; allí se enfocó la mayoría de hechos
vandálicos, en muchos casos con destrucción total de su infraestructura,
en distintas localidades del país. Por lo tanto, al parecer no se trató
simplemente de una protesta por la tarifa de transporte de la capital,
sino por los abusos sistemáticos de un sistema diseñado por y para el
grupo económico más privilegiado, el cual deja al margen de los
beneficios de la riqueza a las grandes mayorías, arrinconando con
recursos legales a quienes exigen cambios de fondo.
El domingo, Chile amaneció con una fuerte resaca, pero las
manifestaciones no terminaron del todo a pesar de la represión policial y
la presencia del ejército en sus ciudades más importantes. A la
ciudadanía no parece amedrentarla el fantasma de la dictadura ni las
amenazas explícitas de las autoridades castrenses que han tomado el
control. Son muchos años de reclamos y manifestaciones por el derecho a
la salud y a la educación, por la eliminación de los privilegios
corporativos, por la depredación sistemática de sus recursos naturales
entregados a grupos empresariales, por la agresión sostenida contra el
pueblo mapuche, por la privatización del agua y por la precariedad del
empleo.
Las jornadas de protestas han puesto en evidencia la dura realidad de
un país próspero en apariencia, pero debilitado profundamente por un
sistema injusto y totalmente deshumanizado. Es el Chile en blanco y
negro en donde se contrapone la imagen feliz de exportación con una
realidad cada vez más precaria para la clase trabajadora, la cual vive
en una deuda perpetua para poder sobrevivir, y para un amplio sector de
la juventud cuyas perspectivas académicas y laborales resultan cada día
más estrechas. El gobierno de Piñera, sin embargo, ha reaccionado con
represión y, lejos de comprender la necesidad de diálogo y consenso,
actúa contra la razón aplicando la fuerza: una falla estratégica tan
profunda y extensa como la que cruza la geografía de ese hermoso país.
La ciudadanía chilena exige respuestas políticas, no represión militar.
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elquintopatio@gmail.com
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