El 25 de octubre de
1983, un ejército invasor liderado por EE.UU. desembarcó en la pequeña
isla caribeña con el objetivo de terminar con un incipiente proceso
revolucionario que había comenzado cuatro años antes.
La fruta, el sacerdote y la joya
Granada es un país caribeño e insular, pequeño o diminuto dependiendo
desde la óptica desde la que se lo mire. Con sus parcos 344 km cuadrados
de extensión territorial, sólo la vecina San Cristóbal y Nieves le
aventaja en pequeñez en toda nuestra extensión continental. Colonizada
por Francia hasta el año 1762, y luego por Gran Bretaña, la isla alcanzó
una discreta independencia formal en el año 1974, que sólo cambió el
estatus legal de la sujeción granadina al capital británico,
norteamericano y canadiense.
Su historia, como la del Caribe,
es la historia del genocidio indígena de los pueblos Caribes y Arawaks,
que implicó aquí una resistencia aún más tenaz que en otras islas. Es
importante señalar la inscripción de Granada en la unidad histórica del
Caribe. La dispersión insular, la diversidad cultural, las
singularidades lingüísticas y las múltiples trayectorias coloniales bajo
el impacto de naciones tan diversas como España, Francia, Inglaterra,
Holanda, Dinamarca, EE.UU. y hasta Suecia y Escocia, no niegan su
carácter unitario.
La historia de Granada es también la
historia de la diáspora negra de las poblaciones africanas, la
esclavitud como régimen de explotación y la plantación como forma de
producción e inserción subordinada en un mercado capitalista mundial por
entonces en plena gestación. Como el nordeste del Brasil, como Haití,
como República Dominicana, como Barbados, como Cuba, y como tantos otros
territorios, también Granada resultó maldita desde el día en que de sus
suelos brotó vigorosa la primera caña de azúcar, introducida ya en la
Isla La Española desde comienzos del siglo XVI.
Granada es,
entre otras cosas y por todas estas vicisitudes mencionadas, un país
angloparlante y negro, con un 95% de población afrodescendiente. Pero
también es aún una nación agroexportadora, con un cierto desarrollo
turístico y con una industria raquítica.
Fue en esta isla
insumisa que Maurice Bishop libró sus batallas. Se trató de un político y
abogado que condujo la llamada Revolución del Pueblo entre los años
1979 y 1983. Hijo de granadinos pero nacido en la vecina isla de Aruba,
se formó intelectualmente en un colegio católico reservado para sectores
medios y altos, lo que le permitió cursar sus estudios superiores en
Gran Bretaña, como lo hacían gran parte de los privilegiados criollos.
Pese a esto Bishop fue, como la inmensa mayoría de la población de la
isla, descendiente de esclavos.
Su inspiración política provino del marxismo, tamizado por la cercana experiencia cubana, del llamado Black Power
desarrollado en los EE.UU. por las comunidades negras, y de diversos
movimientos de liberación nacional africanos como los de Mozambique,
Angola y Guinea-Bisáu. Al decir de Peter David: “A su regreso de
Inglaterra él se había convertido en dirigente del movimiento Black Power,
después se involucró en discusiones más clasistas y profundizó sus
estudios sobre marxismo, con una fuerte influencia antiimperialista y
anticolonialista. Se trató de un período dinámico, no solo en Granada,
sino a nivel internacional; donde estudiantes y trabajadores de todos
los continentes protagonizaron luchas anticolonialistas y
antiimperialistas, coyuntura en la que Maurice se iba transformando en
el líder natural del pueblo granadino”.
Fue Bishop junto a
otros dirigentes quién lideró el proceso de oposición a la dictadura
militar de Eric Gairy. Y lo hizo a través de un instrumento político
llamado Movimiento de la Nueva Joya (NJM, por su sigla en inglés) que
surgió en 1973 de la fusión de dos organizaciones preexistentes. La
primera, encabezada por el mismo Bishop, fue el Movimiento de Asambleas
del Pueblo (MAP). La segunda, de Unison Whiteman, era el Esfuerzo
Conjunto por el Bienestar, la Educación y la Liberación (JEWEL, voz
inglesa que significa “joya”). El NJM tuvo una participación política
destacada en la oposición a la dictadura de Gairy y a su fuerza de
choque, los mangoose gang, alcanzando una importante influencia sindical y una más modesta presencia parlamentaria.
Sin sangre ajena: el triunfo revolucionario
La Revolución Granadina fue un acontecimiento singularmente límpido, bien orquestado, sin sangre. Iniciado como un putch protagonizado
por apenas una media centena de militantes, el movimiento logró copar
el cuartel del ejército y la única emisora radial de la isla. Desde
allí, una apelación precisa a las masas granadinas, el enorme prestigio
del que gozaba Bishop y el total descrédito de la dictadura de Gairy,
lograron congregar decenas de miles de personas que ocuparon el resto de
los emplazamientos estratégicos para alcanzar el triunfo de la
revolución. Ésta logró anticiparse cuatro meses a la revolución
protagonizada por el sandinismo en Nicaragua, en un contexto convulso en
el que Centroamérica y el Caribe se radicalizaban con la coexistencia
de tres revoluciones socialistas y con el auge de las guerrillas de El
Salvador y Guatemala, el gobierno de Torrijos en Panamá, el avance
electoral de fuerzas de izquierda en Jamaica y República Dominicana,
etc. La base social del movimiento estuvo conformada por sectores
obreros y campesinos y por una pequeña burguesía de maestros, empleados
bancarios y trabajadores de la salud.
Y sin embargo, la
consumación pacífica del golpe no implicó que los granadinos hayan
renegado de la violencia demandada por la excepcionalidad de la
revolución como proceso histórico. Así, al referirse Bishop de forma
análoga a la revolución norteamericana, señaló que aún “cuando los
falsificadores de la historia pretenden que la revolución norteamericana
no fue más que una tertulia en Boston, fue una muy sangrienta
tertulia”. Y pese a que Granada optó por evitar tribunales especiales o
ejecuciones, no demoró en crear milicias capaces de defender
militarmente al proceso, teniendo bien en claro el balance respecto de
la experiencia chilena de la Unidad Popular. En palabras de Bishop, “la
primera ley de la revolución es que la revolución debe sobrevivir”.
La Revolución del Pueblo se definió, en sus tareas inmediatas, como
democrática, anti-oligárquica y anti-imperialista, pero pronto (y sobre
todo a partir de 1981) comenzó a desarrollar una política nacionalista y
socializante, orientada a la planificación económica, la propiedad
estatal industrial y la nacionalización del comercio exterior. Sin
embargo, a diferencia de lo que sucedió con la dialéctica del proceso
revolucionario cubano, Granada optó por no realizar expropiaciones
masivas, y se afianzó de facto un régimen de economía mixta
público-privada.
Como toda revolución, la granadina expresó la
síntesis creativa de diversas tradiciones emancipatorias relegadas en
sus elementos afines y contradictorios: el marxismo, el black power,
el panafricanismo, el tercermundismo, el anti-imperialismo, e incluso
un incipiente y nunca antes conocido nacionalismo específicamente
granadino. Al decir de uno de sus dirigentes: “La Revolución en la que
caminamos con Maurice enseñó al mundo sobre su firmeza y nuestros
principios. Nos dejó el orgullo de ser granadinos y agitar nuestra
bandera con amor en cualquier parte del mundo. (…) Cuando Maurice habló
por primera vez nos dijo sobre el lugar de las y los granadinos en el
mundo, sobre el hecho de que éramos una pequeña isla con unas grandes
ideas y una gran revolución, que el tamaño del país no determina su
lugar en la historia mundial”. Y más aún: “Las personas solían hacer
trabajo voluntario los fines de semana (…); sólo esperaban hacer algo en
su comunidad. Durante la Revolución todos éramos granadinos trabajando
para Granada”.
A semejanza del Brasil, Granada no contó con un
portentoso movimiento de liberación que lo emancipara de su metrópolis:
la independencia fue más bien un proceso burocrático, organizado por
arriba, ejecutado durante la presidencia de Gairy mediante un referendo,
y que contó con la tutela y la aprobación del Reino Unido. Es en ese
sentido que el NJM vino también a forjar una identidad y un orgullo
nacional de cierta forma inéditos para la isla. Como dijo Bishop:
“Nuestro pueblo ha tenido siempre una mentalidad de visa. Lo importante
era poder subirse a ese próximo bote o avión que salía al exterior”. Es a
lo mismo que se referían los autores de Elogio de la creolidad cuando afirmaban que los caribeños “fuimos deportados de nosotros mismos”.
La colonización cultural, que pretendía hacer de los granadinos unos
“inglesitos negros” llegaba a tales de niveles de exasperación, que los
niños del colegio debían ir cada año al parque central de la capital St.
George´s a festejar el cumpleaños de la reina de Inglaterra,
permaneciendo todo el día de pie bajo el sol abrasador de esta zona
tórrida.
¿Cómo hacer una revolución con nuez moscada?
La historia de una revolución es siempre la historia de sus
dificultades. Algunas son inherentes a la continuidad de estructuras
socio-económicas capitalistas y coloniales que, pese al despliegue de
una voluntad política organizada, no pueden ser barridas de la noche a
la mañana. Otras tienen que ver con la presión externa de las potencias
imperiales, que por todos los medios intentan sofocar el efecto contagio
y disciplinar los malos ejemplos. Para dar cuenta de las dificultades
colosales que ha de atravesar un proceso radical en una formación
nacional de esas características, y para justipreciar las realizaciones
de la Revolución del Pueblo, conviene subrayar que Granada dependía en
primer lugar de la exportación de un irrisorio condimento: la nuez
moscada. Pero también de otros productos agrícolas como el cacao y el
banano, y de la animación comercial que producía un turismo escaso. La
baja población nacional (apenas unos 110 mil habitantes para la fecha), y
la constitución histórica y colonial de la isla, la relegó a contar con
una industria raquítica y artesanal que generó una clase obrera pequeña
y no demasiado estructurada. Si a esto sumamos la tendencia decreciente
de los precios de los productos agrícolas, y el encarecimiento relativo
de los insumos importados, podemos entender por qué Bishop afirmó en
1980 que “la revolución [no] es como el café instantáneo [que] nada más
lo pones en la taza y listo”.
Es por eso que quizás, desde
estas distancias, nos puedan parecer algo modestos los logros de la
Revolución Granadina, pero no debemos olvidar que el mérito siempre
corre parejo a las circunstancias. Entre ellos podemos citar la
prácticamente total sindicalización de la clase trabajadora; la
construcción de una democracia protagónica asentada en consejos en los
barrios, parroquias y lugares de trabajo; y la creación y fomento a las
organizaciones de masas de mujeres, jóvenes, campesinos y obreros.
Por otro lado podemos mencionar un crecimiento económico nada
despreciable en un contexto recesivo global; la reducción del desempleo
del 50% al 12%; el aumento del salario directo y del salario social
indirecto; la práctica alfabetización de toda la población en apenas un
año; una reforma agraria que afectó a grandes unidades de tierra que
fueron puestas a producir bajo la figura de cooperativas estatales; la
gratuidad de la atención médica; el primer seguro social nacional de la
historia granadina; y una legislación progresiva hacia los derechos
hacia la mujer, que estableció igual salario por igual trabajo,
licencias por maternidad y que comenzó a castigar diversas formas de
violencia sexual. Al respecto, decía Catherine Mapp, por entonces una
joven de 22 años de la aldea de L’Esterre: “Por encima de todo, la
Revolución es una revolución para las mujeres. Las mujeres
definitivamente deberían verlo como un cambio en su dirección, algo que
podría beneficiarlas directamente. Educación secundaria gratuita,
distribución gratuita de leche, electricidad en nuestro pueblo y la Ley
de maternidad”. El apoyo popular unánime al liderazgo carismático
de Bishop, y la repulsa del golpe interno que lo desplazó del poder y
acabó con su vida, serían una muestra clara de la valoración del proceso
por parte de los y las trabajadoras granadinas.
Creer en los países pequeños: geopolítica de la revolución
Fidel Castro definió a la granadina como “una revolución grande en un
país pequeño”. Y el intelectual martiniqués Édouard Glissant escribió
alguna vez que creía en los países pequeños, en sus posibilidades de
hacerse un sitio en este mundo de gigantismos, de grandes magnitudes en
pugna. Es desde esta filosofía que la revolución granadina se arrogó el
derecho de establecer una política internacional soberana. Bishop afirmó
alguna vez en la capital St. George´s que la granadina era una
“revolución internacionalista”, que “como revolución se acepta o no se
acepta” y que no diferenciaba “entre grandes y pequeños en cuanto al
derecho de los pueblos a determinar su propio camino”. En relación a las
aspiraciones norteamericanas, fue aún más enfático: “Granada ya no está
en el traspatio de nadie”.
La peculiar geopolítica de la
revolución imprimió a la Granada de la Revolución del Pueblo diversas
orientaciones en su política exterior. Pese a un comienzo cauto y sin
ningún viso de antinorteamericanismo, naturalmente la revolución,
socialista en su concepción, comenzó a aproximarse a la URSS y a los
países del bloque soviético, en el marco de la polarizada organización
global propia de la Guerra Fría. Sin embargo, el entusiasmo entre
Granada y la URSS no fue exactamente recíproco. Mientras que para Cuba
la proyección caribeña y continental de la revolución resultaba una
necesidad vital, en el marco del distendimiento del período Bréznhev,
inmiscuirse con los granadinos representaba una ofensa directa a los
EE.UU. que en el debe y el haber otorgaba escasos rindes estratégicos
para los soviéticos.
Si la URSS de Bréznhev y la Granada de
Bishop resultaban primas lejanas de generaciones disímiles, mucho más
profundos lazos históricos, culturales y geográficos ligaban a las
revoluciones de Cuba y de Granada, expresados de forma inmejorable en la
entrañable amistad que unió a Fidel Castro y Bishop hasta el trágico
asesinato de este último. Y eso es porque la granadina fue también una
revolución caribeña, dado que confrontó con su geopolítica regional la
balcanización a la que el Caribe fue sometido por la miríada de
potencias coloniales que han disputado esa frontera imperial desde 1492.
También fueron cercanas y significativas las relaciones con
Nicaragua tras la toma del poder por parte del Frente Sandinista de
Liberación Nacional (FSLN). Es interesante que Granada no fue sólo un
receptor de solidaridad internacional de parte de las revoluciones
cubana y sandinista, de la URSS y el bloque soviético, o de los países
tercermundistas “no alineados”. Acompañó a su vez el proceso
nicaragüense, enviando educadores a la Cruzada Nacional de
Alfabetización, en particular a la zona de antigua colonización
británica. Cabe destacar que la tensión entre el énfasis pro-cubano y el
énfasis pro-soviético de la política exterior fue uno de los
principales motivos de las divisiones intestinas del movimiento
revolucionario entre el ala representada por Bishop y aquella
representada por Bernard Coard, de quién hablaremos a su tiempo. También
se desarrollaron amistosas relaciones con la República Cooperativa de
Guyana.
La contracara de estas relaciones exteriores y de la
cooperación entre naciones revolucionarias, fue el previsible
aislamiento de Granada por parte de las naciones caribeñas que seguían
completamente subordinadas a la política de Washington en lo que siempre
estos consideraron su “lago interior”, en particular las islas
anglófonas organizadas desde 1981 en la Organización de Estados del
Caribe Oriental (OECS).
Respecto a los vínculos históricos de
Granada, Peter David afirmó: “La Revolución propició cambios
interesantes en nuestra política exterior. La primera fue ampliar
nuestras relaciones, que antes de 1979 eran limitadas por las demandas
de varios países, principalmente de Gran Bretaña, Canadá y los EE.UU.”.
Naturalmente que estos antiguos vínculos de subordinación no fueron
modificados de la noche a la mañana, pero al menos si recalibrados bajo
nuevas correlaciones de fuerzas en un contexto mucho más favorable para
las demandas soberanistas de la isla.
Por otro lado, cabe
mencionar que la de Granada fue también una revolución negra, la segunda
victoriosa del continente tras el triunfo de Haití en 1804, y como tal
hizo parte de un giro panafricanista coincidente con los procesos de
liberación nacional y social del continente africano. Fue por eso que,
en un acontecimiento histórico, a mediados de 1980 los presidentes
Samora Machel, de Mozambique, y Kenneth Kaunda, de Zambia, visitaron la
isla. Como tal, Granada también se volvió miembro pleno del Movimiento
de de Países No Alineados.
Echando una mirada retrospectiva, es
de interés señalar que más allá del gigantismo de las grandes
revoluciones del oriente como la china y la rusa, en América Latina y el
Caribe el protagonismo ha sido de los países pequeños, desde Haití a
Granada, desde Cuba a Nicaragua. Mientras que los eslabones más débiles
fueron allí los países colosales aquejados de enormes distancias, aquí
han sido sobre todo las pequeñas naciones caribeñas y centroamericanas
los principales focos de radicalidad y productividad política.
La pregunta inevitable pareciera ser: ¿es acaso viable una revolución en
un país de poco más de 300 kilómetros cuadrados? Para responderlo es
interesante recordar el tamaño de la Inglaterra que señoreó por el mundo
durante dos siglos, apenas cuatro veces más extensa. Lo que amenaza la
viabilidad de una nación pequeña es en todo caso el capitalismo y el
imperialismo, que requieren de la adición constante de magnitudes
equivalentes que desalienten las irrefrenables tendencias expansivas del
capital. Es esa tendencia la que produjo la Guerra Fría y la que hoy
configura un nuevo escenario multipolar. Pero el hecho de que haya más
polos no significa que desaparezcan las periferias, sino que éstas se
regionalizan: la periferia norteamericana, la periferia china, la
periferia europea, etc. Pareciera que, volviendo a Juan Bosch, nuevas y
múltiples fronteras imperiales emergen en el mundo, en función de las
imperiosas necesidades de las leyes del valor. Quizás la síntesis de una
visión simultáneamente nacional, tercermundista y global sea el
principal legado granadino, tal como lo expresara Bishop en su discurso
del 13 de abril de 1979: “Somos un pequeño país, somos un país pobre,
con una población descendiente de los esclavos africanos, somos parte
del Tercer Mundo explotado, y definitivamente tenemos el desafío de
buscar la creación de un nuevo orden económico internacional que dé
lugar a una economía al servicio del pueblo y a la justicia social y por
todos los oprimidos y explotados del mundo. No creemos en una economía
al servicio de una minoría de la humanidad, sino al servicio de los que
fueron explotados y de los que son explotados actualmente”.
Con sangre propia: la traición de la fracción estalinista
Quizás la más grande de las paradojas granadinas, este dada por el
hecho de que la revolución que no derramó sangre ajena, derramó su
propia sangre de forma trágica y abundante. Al decir de Fidel Castro,
“de las propias filas revolucionarias surgieron hienas”.
Contradictoriamente, las “hienas” que abortaron este destacado proyecto
revolucionario lo hicieron bajo el argumento de forzar la marcha hacia
el socialismo, descuidando las más elementales lecturas sobre las
condiciones materiales de la isla y sobre la precaria ubicación de
Granada en la geopolítica caribeña y global.
En torno a la
figura de Bishop fue conformándose un cerco tendido por la segunda
figura del proceso, Bernard Coard, y por el general Hudson Austin. Bajo
las acusaciones del abandono del “marxismo-leninismo” (en su formulación
pro-soviética y según los manuales del DIMAT, es claro), y con una
crítica insistente en torno al presunto culto a la personalidad de
Bishop, esta fracción, mientras demandaba un liderazgo compartido, fue
conspirando hasta alcanzar una mayoría dentro de la propia dirección del
proceso. El 13 de octubre Bishop fue destituido y encarcelado. Las
bases del Movimiento de la Nueva Joya y las mayorías encuadradas en las
nuevas estructuras que organizaban a los trabajadores, el campesinado,
las mujeres y la juventud, comenzaron a agitarse declamando “queremos a
Bishop, no a Coard” y bajo la consigna no Bishop, no revo, es decir, sin Bishop no hay revolución.
Si hemos de cuantificar el respaldo unánime del líder granadino, basta
decir que el 19 de octubre unas 25 o 30 mil personas se movilizaron
exigiendo su liberación: ni más ni menos que la cuarta parte de la
población de la isla. Bishop se preparaba a dar un discurso desde el
emblemático Fort Rupert, e incluso había hecho los arreglos necesarios
con Radio Granada Libre para su transmisión. Ante el aislamiento que se
precipitaba sobre la fracción de Coard, en un rápido y confuso episodio
Bishop y otros miembros de la primera plana del gobierno fueron
fusilados: en particular cuadros de la relevancia de Jacqueline Creft,
Ministra de Educación y Ministra de la Mujer, el ya mencionado Unison
Whiteman, quien se desempeñaba como canciller, y el dirigente sindical
Vincent Noel. El balance del luctuoso final estaría a cargo de Fidel
Castro. Será lapidario: “Según nuestro criterio, objetivamente el grupo
de Coard hundió la revolución y abrió las puertas a la agresión
imperialista. Sean cuales fueses sus intenciones, el atroz asesinato de
Bishop y sus compañeros más fieles y allegados constituye un hecho que
jamás podrá justificarse ni en esa ni en otra revolución”. El saldo
previsible fue la desmoralización del pueblo, la desmovilización de los
sujetos organizados, la confusión estratégica y el desarme de las
milicias, importante reaseguro defensivo de la Revolución.
La invasión norteamericana: un golpe bajo, cruel y desproporcionado
Permítasenos volver una vez más al discurso de Fidel Castro, quién el
14 de noviembre de 1983 afirmó que: “El gobierno imperialista de Estados
Unidos quiso matar el símbolo que significaba la revolución granadina,
pero el símbolo ya estaba muerto. Lo habían destruido los propios
revolucionarios granadinos con su división y sus errores colosales”. Se
trata del juicio fulminante de quién fuera quizás la única autoridad
moral para evaluar algo tan espinoso y contradictorio como una
revolución derrotada. “Estados Unidos, queriendo destruir un símbolo,
mató un cadáver, y a la vez resucitó el símbolo”, añadiría. Granada tuvo
el triste privilegio de constituir el primer caso de aplicación,
mediante el uso directo fuerzas norteamericanas, de la doctrina militar
post-guerra de Vietnam, la misma que se tercerizó en Nicaragua mediante
la utilización de los “contras”.
Para intentar comprender las
razones de la invasión debemos atender tanto a las motivaciones reales
como desmontar los ardides propagandísticos. Respecto a las primeras, es
evidente que las administraciones norteamericanas veían con
preocupación el desplazamiento del eje de radicalización política desde
el Cono Sur hasta la región de Centroamérica y el Caribe, y querían
contener a toda costa la expansión de revoluciones socialistas sui generis
que ya tenían asiento en Cuba, Nicaragua y Granada, con la posibilidad
cierta de replicarse en otros países como El Salvador y Guatemala.
La otra motivación era el peligro que representaba para el imperio el
ejemplo de una revolución negra para las propias poblaciones
afrodescendientes de los Estados Unidos. Durante una gira del líder
granadino por el país, este llegó a congregar a 2500 personas en Nueva
York, entre ellas a algunas influyentes personalidades negras y latinas
del campo político, sindical, religioso e intelectual. Al decir de
Bishop: “puede ser que descubramos en Estados Unidos más granadinos que
toda la población de Granada”. Solo así puede entenderse que un informe
confidencial del Departamento de Estado señalara a la revolución
granadina como aún más amenazante que la cubana o la sandinista, dado
que su líderes hablaban inglés y podían comunicarse directamente con el
pueblo de los Estados Unidos, y a que eran negros y podían identificarse
y ser identificados por la comunidad afrodescendiente.
Por
último, aún bajo la sombra de la resonante derrota de Vietnam y al calor
de las futuras elecciones presidenciales del año 1984, la aventura
belicista fue utilizada, como sucede hoy en día, para cohesionar a la
sociedad norteamericana bajo liderazgos reaccionarios. Como comentó un
asesor presidencial al New York Times el 9 de octubre del año de la
invasión: “Necesitamos una victoria importante en alguna parte para
demostrar que podemos manejar la política exterior. No se trata de algún
asunto en particular, como de generar confianza en la competencia del
Presidente en materia externa”. De hecho, el sometimiento de Granada
sirvió para tabicar el interés público por los problemas endógenos,
disparando la imagen de Reagan, quién ganaría holgadamente las
elecciones del año 1984.
Consideradas las motivaciones reales,
repasemos los ejes en que se asentó la propaganda para preparar y
justificar la invasión a nivel doméstico e internacional. En primer
lugar la presunta utilización militar que tendría el aeropuerto civil
que Granada estaba construyendo con el apoyo de ingenieros cubanos y con
fuentes de financiamiento que provenían hasta de Europa. Nada más
lejano de la realidad: los fines reales eran la construcción de un
aeropuerto de envergadura internacional con el que la isla no contaba,
para poder recibir aviones de gran porte y desarrollar la
estratégicamente planificada industria turística. Como las “armas de
destrucción masiva” de la administración de George W. Bush en nuestro
siglo, el “aeropuerto de la URSS” no sería más que una torpe cobertura
ideológica que finalmente caería bajo su propio peso.
Fue
habitual el argumento, no por irrisorio menos utilizado, de que la
diminuta Granada representaba una “amenaza para la seguridad nacional”,
idéntico al esgrimido para sostener hasta hoy el bloqueo contra Cuba, y
para justificar la ocupación de las Naciones Unidas de Haití en el año
2004. Esto, recordemos, en el marco ideológico de la polarización de la
Guerra Fría y la “lucha contra el comunismo” y del acercamiento de
Granada a Cuba y la Unión Soviética. También fue moneda corriente hablar
de las presuntas amenazas y riesgos para los alrededor de 600
ciudadanos norteamericanos que residían plácidamente en Granada, en su
mayor parte cursando estudios de medicina. Vale decir que su número era
apenas menor que la totalidad de soldados granadinos con que se
enfrentaron los norteamericanos, tras la liquidación interna del
proceso. Tampoco podemos dejar de lado el trabajo preparatorio y
coactivo de organismos financieros internacionales como el FMI y el
Banco Mundial, que a través de su política de asfixia aislaron
financieramente a la dependiente Granada, impidiéndole toda posibilidad
de acceder a préstamos en el mercado global de capitales.
La
excusa utilizada para la invasión fue el pedido de despliegue militar
por parte de los socios de los Estados Unidos en la OECS. Sin embargo el
gobierno de Reagan ya había hecho los preparativos necesarios en una
operación llamada “Ambar y las Ambardinas” en el año 1981, en alusión
inequívoca a la isla de Granada y a las pequeñas ínsulas Granadinas que
se despliega como un rosario de perlas al sur de su territorio. Además,
según lo mencionado por figuras relevantes de la Revolución como George
Louison, Don Rojas y Kenrick Radix, la CIA ya estaba infiltrada para
entonces en el gobierno, el partido, el ejército y las organizaciones
populares. Para ilustrar lo desproporcionado de la invasión, que
finalmente sería bautizada como “Operación Furia Urgente”, los Estados
Unidos se valieron de 7 mil marines y 300 soldados de la OECS para
enfrentar a un ejército y a unas milicias reducidas, desmoralizadas y en
desbandada. Por otro lado, los 784 cubanos cooperantes, entre civiles y
militares, ofrecieron una resistencia activa y altiva allí dónde fueron
atacados por los invasores. La cauta ONU, como siempre, condenó la
invasión sin ningún tipo de resultado ni incidencia por 108 votos
negativos contra 9 favorables. Nuevamente, el juicio de Fidel Castro
resulta conclusivo: “Ni desde el punto de vista político, ni militar, ni
moral, Estados Unidos obtuvo victoria alguna. En todo caso, una
victoria militar pírrica y una profunda derrota moral”. Al día de hoy el
cuerpo de Maurice Bishop y el de los otros líderes revolucionarios aún
no han sido encontrados. El propio Bernard Coard, que fue liberado tras
pasar varios años en prisión, afirma que son las autoridades
norteamericanas y la CIA las que conocen su exacto paradero.
Hacer revolución y converger el Caribe
Nuestras aspiraciones de integración latinoamericana y caribeña no
siempre han convergido en la historia de los territorios que José Martí
definiera como “Nuestra América”. A la existencia de nacionalismos sin
región, de regionalismos sin sustrato nacional, de fenómenos de
colonialismo interno, de escasas pero dolorosas guerras fratricidas, hay
que sumar curiosos fenómenos de latinoamericanismo miope, por fuga, que
miran sin ver nuestra entera extensión territorial, salteándose
naciones, culturas, lenguas, regiones y hasta revoluciones enteras.
Nuestro latinoamericanismo ha de incluir y religar el Cono Sur, al
gigante brasileño, a los pueblos andinos, a las naciones del istmo
centroamericano, a todas las islas del Caribe desde las grandes Antillas
hasta las pequeñas ínsulas, a las nacionalidades y plurinacionalidades
negras e indígenas, a los territorios soberanos y a los enclaves
coloniales. Y también, valga la provocación, a los propios Estados
Unidos, dado que en la “entraña del monstruo”, por migración voluntaria o
forzosa, viven más de 30 millones de nuestros compatriotas.
Como ha quedado evidenciado, solo las Revoluciones pueden dar a nuestras
naciones una proyección regional, y una plataforma firme y digna desde
la cual enfrentarse a este mundo desquiciado por el capital. Granada,
tras la derrota de su Revolución, perdió toda significación geopolítica y
volvió, al decir del abogado Peter David, a convertirse en “una pequeña
isla entre muchas en el Caribe”. Lo mismo sucedió con Haití. Lo mismo
sucedería con Cuba si la más sólida de nuestras tentativas
revolucionarias fuera derrotada.
Granada viene a reafirmar
también que las revoluciones son hechos totales y multidimensionales, y
que sólo su irrupción es capaz de garantizar el avance de agendas
múltiples que nunca llegarían a buen puerto por andariveles dispersos,
fragmentadas en reclamos sectoriales, rebeldías domesticables o pataleos
corporativos. Las reivindicaciones obreras, campesinas, estudiantiles,
profesionales, juveniles, de las mujeres, migrantes, negras o indígenas,
podrán hacer “todo con la revolución, y nada contra la revolución”.
Por otro lado, resulta indudable que el Caribe y fue y sigue siendo el
lugar de condensación de los más fabulosos experimentos políticos y
sociales, la álgida frontera de numerosos imperios y la región
geoestratégica donde los eslabones débiles de la colonialidad no dejan
de saltar por los aires. Quién le dé la espalda a nuestro gran mar le
dará, ingenuamente, la espalda a los enemigos que campean al norte y al
este, y que predican desde hace 500 años la desunión y la discordia.
Debemos honrar los esfuerzos anfictiónicos del Libertador Simón Bolívar,
para que el Caribe vuelva a ser la bisagra de las diferentes regiones
de Nuestra América, convirtiéndolo en un mar convergente, de encuentros
culturales, abrazos migratorios, comercio justo, entendimientos
lingüisticos, y solidaridad plena.
Algún día escribiremos, al
lado de la historia revolucionaria de Haití el impensable, de Cuba la
heroica, de Nicaragua la hermosa, la historia de Granada, la digna revolución de la nuez moscada. Mientras tanto, como decían y aún recuerdan los granadinos: Forward ever, backward never. Avanzar siempre, retroceder nunca.
Lautaro Rivara es sociólogo y periodista
@LautaroRivara
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