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sábado, 26 de octubre de 2019

La revuelta chilena



Santiago, Chile. Se trata de quizá el momento político más convulsionado desde el traumático golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973. Este país austral lleva ya cinco de un estado de excepción disfrazado de emergencia por actos violentos que han sido perpetrados premeditadamente por agentes infiltrados. Según la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) centenares de personas habrían resultado heridas, algunas de ellas afectadas por la utilización indiscriminada de gas lacrimógeno y un uso desproporcionado de la presión por parte de fuerzas de seguridad. Asimismo, al menos 2 mil 128 habrían sido detenidas y 376 personas habrían resultado heridas, de las cuales al menos 173 por arma de fuego, además de 18 víctimas fatales. Aunque el presidente Sebastián Piñera pidió perdón a sus compatriotas y anunció una agenda social, insiste en gobernar con el toque de queda nacional y con el ejército en las calles. ¿Hasta dónde quiere llegar el gobierno con esta situación insostenible?
Los estudiantes que evadieron masivamente la entrada al Metro sólo hicieron evidente que con la imposición de 30 pesos, la injusticia es estructural. Esa acción, en realidad, representó la bandeja de plata para la articulación de un operativo premeditado de un grupo de infiltrados para la destrucción simultánea de cinco estaciones del transporte colectivo Metro. Sin ninguna fuerza policiaca de contención en esos puntos, la desconfianza en el gobierno fue sembrada en la sociedad. Hay evidencias videograbadas incluso, de que la policía carabinera ha provocado diversos incendios en establecimientos comerciales.
Que esa provocación deviniera en la imposición del estado de emergencia y en las restricciones de manifestación y tránsito, indignó a una sociedad chilena que ahora se volcó a las calles para hacer sonar esas emblemáticas cacerolas como símbolos del descontento de miles de hogares y sus familias. Un movimiento independiente, horizontal y pacífico se levanta para gritar, bailar y expresar las demandas que desde hace 29 años se han incubado en la desigual sociedad chilena.
El gobierno derechista de Piñera intentó administrar el conflicto los primeros tres días, pero la noche del martes en cadena nacional, tuvo que asumir mayor responsabilidad y otorgar desde el púlpito, las reformas sociales a las pensiones, salud, salario mínimo, tarifa eléctrica, reducción de sueldos de los congresistas, el plan de reconstrucción de infraestructura y reasignación del gasto público. Pero la sociedad civil sin partidos ni organizaciones quieren la renuncia del presidente. Mientras tanto, se difunden videos de policías y militares disparando con balas letales a civilies, no hay ningún cambio, destitución o renuncia en el gabinete.
Los nombres de los muertos aparecen a cuenta gotas, sus historias y trágicos desenlaces. Según la CIDH, hasta este miércoles hay además 12 mujeres violadas, 121 desaparecidos y miles de torturados. Y con la política de control del gobierno seguirán creciendo los caídos, heridos y golpeados, vejados y humillados en las comisarías.
Mientras las organizaciones como la Central Unitaria de Trabajadores y otros sindicatos convocaron a un paro laboral de 48 horas, la clase política en el Congreso exhibió su pleito entre diputadas y la mesa directiva en cadena nacional, fruto de la evidente fractura que ya existe en el gobierno. No sólo llamaron al ministro del Interior, Andrés Chadwick Piñera, asesino, le han exigido dar marcha atrás al ejército en la calle y su renuncia.
La clase política ha quedado sobrepasada, la salida a esta crisis social sólo podría venir de la sociedad civil. Tampoco la posición de Sergio Mico, director del Instituto Nacional de Derechos Humanos, ha sido contundente, sino más bien blanda ante las flagrantes violaciones a los derechos humanos. Incluso, como si se tratara de otro partido político, visitó al presidente en La Moneda para hablar desde ahí con la prensa. No obstante, ha recibido al menos 20 querellas que denuncian un centro de tortura clandestino en los túneles del Metro Baquedano. Así, las historias de los muertos comenzaron a publicarse como la de Alex Nuñez Zandoval, de la comuna Maipu, quien falleció por la paliza propinada por carabineros. José Miguel Uribe, Manuel Rebolledo, Kevin Gómez y Romario Veloz fueron asesinados por soldados. Y es que ante la provocación violenta y el estado de excepción impuesto para controlar militarmente la capital, se está orillando a los sectores más empobrecidos a atacar a las infraestructuras públicas. Así, se desprestigia al movimiento pacífico y se exacerba la zozobra entre la gente.
Aunque se intente gobernar con las fuerzas castrenses, éstas están descoordinadas y existe confusión entre unas y otras, por ejemplo en al menos un punto de la ciudad de San Antonio, pues la gente en los supermercados se siente protegida por los militares, pero no con los ataques de los carabineros. Éste, por una parte es el punto de intervención del movimiento social pacífico e independiente que se articula en torno a esta revuelta de las cacerolas. Y es que los residentes han formado grupos de autodefensa civiles con chalecos amarillos que vigilan sus barrios e incluso previenen que los comercios sean quemados. Por otro lado, la esperanza de transformación social parece emerger de esa avalancha de jóvenes y sus familias de todas las clases sociales que caminan, cacerolean, bailan y cantan por miles en Santiago y también en la sureña Concepción, con más de 80 mil personas.
Se trata de una verdadera revuelta popular nacional capaz de sostenerse por más días y que no dejará que le arrebaten su dignidad y tampoco la perpetuación del viejo lastre de la dictadura militar (1973-1990). Lo que vendrá, está en los pies y en las manos de esos jóvenes que hoy son incansables y caminan hasta las últimas consecuencias.
* Antropólogo

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