Luis Hernández Navarro
El baile de los que sobran
es el himno de la generación de los 80 en Chile. Fue compuesta en 1986
por Los Prisioneros, uno de los mejores grupos de rock de ese país, en
un ambiente
lleno de fogatas, balazos y militares escondidos en todos lados.
Hoy, 33 años después, miles de jóvenes que aún no habían nacido en
aquel año, la entonan en las multitudinarias protestas que sacuden a esa
nación desde el pasado 14 de octubre. Algo les dice. A todo pulmón,
acompañados por guitarra, desafiando a la fuerza pública, cantan:
Nos dijeron cuando chicos / jueguen a estudiar / y no fue tan verdad, porque esos juegos al final / terminaron para otros con laureles y futuro / y dejaron a mis amigos pateando piedras.
El baile de los que sobran da cuenta de la gran promesa
incumplida del mito liberal en Chile y de la pesadilla que, día a día,
viven los que no caben en el modelo. Resume el hastío, la rabia, el
agobio, el malestar acumulado de una generación que, en medio de una
represión atroz, combinando fiesta y protesta, ha hecho saltar por los
aires el falso
oasis dentro de una América Latina convulsionada, del que se jactaba el presidente Sebastián Piñera.
Nada raro hay de que una canción emblemática de hace tres décadas
suene con fuerza ahora. Después de todo, el Chile del general Augusto
Pinochet no es cosa del pasado. Más allá del despliegue mercadotécnico
para embellecer sus horrores, sobrevive en sus fuerzas armadas, en su
marco legal, en sus instituciones de gobierno, en su clase política, en
su cultura. La doctrina neoliberal que guía el funcionamiento de su
economía como si fuera un oráculo, maquillada con la fantasía de su
inevitabilidad, es su herencia directa.
En su momento, las fuerzas políticas tradicionales se negaron a
ajustar cuentas con el pasado dictatorial. Pragmáticamente, se
desentendieron y, en los hechos, exoneraron a los responsables de
crímenes de lesa humanidad. Decididos a mirar sólo hacia adelante, el
centro-izquierda agrupado en la Concertación y la derecha de la Nueva
mayoría, arroparon y profundizaron el modelo económico del pinochetismo,
con el beneplácito de una clase media embriagada por el consumo
suntuario y las posibilidades de endeudamiento.
Pero, más allá de sus quimeras, el capitalismo salvaje en versión
chilena generó enormes desigualdades. Chile es, después de México, el
país más desigual de la OCDE. Una desigualdad alimentada por la cruenta
superexplotación de la fuerza de trabajo, el despojo indiscriminado de
tierras, territorios y recursos naturales, la mercantilización de la
vida pública, la injusticia para los de abajo, la guerra racista contra
el pueblo mapuche y un modelo de representación política oprobioso y
elitista.
De la mano de la precarización laboral, la inseguridad en el empleo y
la abolición de numerosas conquistas gremiales caminó la privatización
de las pensiones, la seguridad social, la sanidad, la educación pública y
el agua. Negocio redondo. El Estado no garantiza proveer derechos
sociales universales garantizados como salud, educación, pensiones,
vivienda, pero financia a compañías privadas para que los proporcionen.
El temor a enfermarse sin poder pagar el tratamiento médico, o llegar
a la vejez sin los recursos suficientes para vivir con dignidad es el
pan nuestro de cada día. La media de las pensiones es de, apenas, 290
dólares, menos de la mitad del promedio salarial.
En Chile, una parte muy importante de la población vive agobiada por
los préstamos, muchos de los cuales deben pagar a tasas usurarias.
Setenta por ciento está endeudada. Para estudiar, quienes asisten a las
universidades, empeñan su futuro. Y ni así tienen garantizada la
subsistencia.
No puede extrañar entonces que, ante tantos y tan variados agravios,
lo que arrancó como una simple protesta estudiantil contra el aumento al
boleto del Metro sea hoy la movilización popular más importante en la
historia reciente de Chile. La ciudadanía se convocó y organizó. Los
inconformes prendieron fuego al Metro y a edificios emblemáticos,
asaltaron supermercados y farmacias, ocuparon plazas públicas y
realizaron gigantescas manifestaciones y cacerolazos locales. Su ira
parece no haber tocado fondo.
Estamos en guerra contra un enemigo poderoso e implacable, declaró el presidente Piñera, en la mejor tradición pinochetista. Y lanzó al Ejército a las calles a hacer lo que aprendieron con el genocida: asesinar, torturar, ejercer violencia sexual. Pero, a pesar de esa brutalidad, como si el miedo les fuera ajeno, los jóvenes desafiaron el estado de emergencia y los toques de queda.
En unos cuantos días, la imagen de Chile como país ordenado y
estable, con una economía boyante y un modelo deseado por sus
ciudadanos, naufragó. Para desgracia de los delincuentes de cuello
blanco que ofician como sus profetas, la supuesta infalibilidad de la fe
neoliberal reprobó el examen de la realidad. Con su rebeldía, esos que
expresan los ultrajes padecidos cantando en las calles El baile de los que sobran parecen haberla hundido.
Somos los de abajo y venimos por los de arriba, advierten en sus manifestaciones. En el horizonte se vislumbra una Asamblea Constituyente que refunde al país.
Twitter: @lhan55
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