¿Cómo es posible que
en el país con mayor crecimiento de la región se ponga en duda la
continuidad del presidente responsable de su estabilidad política y
económica?
Para responder a esta pregunta vamos a intentar ensayar no una, sino varias respuestas.
Proceso electoral. Aunque se ha explicado varias veces desde el
domingo de las elecciones, no ha habido ninguna manipulación de los
resultados. De hecho, ningún líder o partido opositor en Bolivia ha
presentado ni una sola prueba de fraude, y las actas escaneadas de cada
mesa electoral, donde había fiscalización de cada partido político, se
pueden consultar en línea en la web del Órgano Electoral Plurinacional
(OEP).
Lo que sí hubo es una muy mala gestión de los resultados. En primer
lugar, por parte del OEP, que paró la Transmisión de Resultados
Electorales Preliminares (TREP) en 83 por ciento una vez que empezó a
cargar las actas del cómputo oficial de resultados.
Pero también hubo una pésima gestión comunicativa del gobierno
boliviano cuando la oposición interna y externa comenzaron a hacer su
trabajo cuestionando los resultados y no supo dar una explicación clara y
certera de lo que estaba sucediendo, allanando el camino para que la
OEA y las trasnacionales de la información (con Jorge Ramos a la
cabeza), que no han cuestionado al gobierno de Piñera por imponer una
dictadura violenta y sangrienta en Chile, pudieran sembrar la duda en la
opinión pública internacional. De hecho, la mala gestión comunicativa
es sólo la culminación de un 2019, y especialmente de una campaña
electoral, donde no se logró comunicar nunca para qué se quería la
reelección de Evo.
Mesa y Chi. Estos dos factores también son importantes para entender
los resultados. En principio parece difícil de entender cómo el
vicepresidente de Gonzalo Sánchez de Lozada, el mandatario más timorato
de la historia, un candidato sin estructura política, haya podido
alcanzar en 2019 casi 36 por ciento de los votos y casi forzar una
segunda vuelta que con toda seguridad le hubiese convertido en
presidente. También parece difícil de entender como Chi Hyun Chung, un
pastor evangélico desconocido y con un discurso homófobo y misógino,
haya podido quedar tercero alcanzando más de medio millón de votos (8.78
por ciento).
La respuesta es más sencilla de lo que parece, y es que una parte
importante de la ciudadanía no ha votado por Mesa, sino contra Evo, aun
si el candidato opositor no les convencía. A su vez Chi ha acumulado el
voto duro más reaccionario, doblando el porcentaje obtenido por Óscar
Ortiz, representante de la derecha cruceña, que quedó en cuarto lugar.
Eso sí, es importante mencionar que la suma de Mesa, centro-derecha,
Ortiz, derecha, y Chi, ultraderecha, suma 49.53 por ciento de los votos.
Si le sumamos el resto de opciones electorales de derecha que sacaron
porcentajes pequeños, la suma supera ampliamente la mayoría de votos.
Podemos concluir, por tanto, que Evo Morales ha ganado las elecciones
en primera vuelta más por deméritos de la oposición, que no fue capaz
de unirse ni de construir ni un candidato ni una alternativa electoral
sólida, que por méritos del oficialismo. De hecho, es necesario
reflexionar la pérdida progresiva del voto que va más allá del núcleo
duro del MAS-IPSP, voto que en 2005 fue de 51 por ciento, en 2009 de 64 y
en 2014 del 61, bajando al 49 en el referendo de 2016 y a 46 por ciento
en 2019.
Factor Evo. Es claro que Evo Morales sigue siendo un líder que
interpela a una amplia mayoría social en Bolivia, pero que ha ido
perdiendo la confianza de las clases medias urbanas, en un país que
paradójicamente se ha ido desplazando de rural a urbano en la medida en
que se sacaba de la pobreza a casi 3 millones de personas (la extrema
pobreza pasó del 38.4 por ciento en 2005 a menos de 15 por ciento
actual). Pero se construyeron millones de consumidores sin politizar (o
más bien, politizados por los medios de comunicación) que han estado a
punto de ser los verdugos del proceso de cambio boliviano, de manera
similar a lo sucedido en Argentina en 2015.
2019-2025. En 2025 Bolivia festejará el 200 aniversario de la
independencia republicana que encabezó, dando su nombre al país, el
libertador Simón Bolívar. Esta segunda y definitiva independencia, y
probablemente el cierre de un ciclo constituyente que comenzó antes de
la victoria de Evo en 2005 (más bien allá por los años 90 con las
marchas indígenas en defensa de la tierra, el territorio y la soberanía
sobre los recursos naturales), se presenta como el momento más
complicado para un gobierno que reinicia en enero 2020 con el nivel de
deslegitimación más alto de sus 14 años de historia.
Y si ya en febrero de 2016 la ciudadanía no entendió (no se le
explicó en realidad) la necesidad de un referendo, toca ahora hacer
pedagogía de la necesidad de terminar lo que se empezó. De la necesidad
de profundizar el proceso de cambio y apretar el acelerador de la
revolución en salud y justicia, los grandes pendientes del proceso.
Asimismo, sólo una verdadera revolución cultural, que impulse la
formación política y la memoria historia, serán garantía de defensa de
lo conquistado. Pero para ello, y como la gente no come ideología, es
necesario cuidar más que nunca la estabilidad económica y la
redistribución de la riqueza.
Todo ello ante los cantos de sirena de quienes quieren bajar banderas y construir un proceso light
para las clases medias clásicas, apostando por hacer palanca en tu
núcleo duro, aquel que, cuando las cosas se ponen complicadas, nunca te
abandona.
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