Editorial La Jornada
A pesar de haber dado marcha atrás en su desatinada decisión de incrementar la tarifa del Metro, el gobierno de Sebastián Piñera se enfrenta a una insurgencia ciudadana sostenida que recorre el mapa chileno como síntoma de un fracaso mucho más amplio que el de las estrategias económicas neoliberales del presidente derechista.
Ni el revés en el aumento de precio del transporte, ni la militarización de las calles y el toque de queda impuesto en todo el territorio –sin precedente desde la brutal dictadura militar que llegó a su fin en 1990– han logrado acallar las protestas y ni siquiera atenuar su virulencia.
Por el contrario, la represión castrense parece haber evocado en amplios sectores de la ciudadanía el precedente de la tiranía pinochetista y exacerbado de esa forma el descontento.
A primera vista, la extensión y la intensidad de la insurrección civil podrá parecer inexplicable en lo que aparentaba ser una isla de paz social e institucional en el subcontinente y en un reducto apacible del modelo neoliberal que entró en crisis en casi todo el resto de la región.
Pero si se observa con atención, se verá que el estallido chileno viene precedido por oleadas de malestar que se han expresado, entre otros, en movimientos estudiantiles como la llamada
revolución pingüinade 2006 y
la primavera de Chilede 2011, ambos en contra de la privatización de la enseñanza, y la incansable lucha de resistencia del pueblo mapuche.
Así, bajo la delgada cáscara de una normalidad democrática cada vez más aislada de la sociedad y de un desarrollo económico engañoso que dejó fuera a importantes sectores de la población, en la nación austral ha ido creciendo un descontento que resultaba invisible para los medios y para la mayoría de la clase política y ahora se ha expresado en las calles y ha arrinconado a un régimen que se sentía inmune a las turbulencias políticas y sociales que han tenido lugar recientemente en otras naciones de Sudamérica.
Según lo que puede verse, la absurda medida de Piñera de subir los precios del transporte subterráneo fue el equivalente a abrir la caja de Pandora que contenía las múltiples rabias sociales por la desigualdad imperante, el alto costo de la vida, la falta de representatividad de las instituciones políticas –presidencia, Legislativo, partidos– y la insustancialidad de la formalidad democrática.
En suma, el modelo de la transición instaurado en Chile al fin de la dictadura –un pacto de gobernabilidad, alternancia y ortodoxia económica establecido entre las principales fuerzas partidistas, derecha y centroizquierda– parece haber llegado a su agotamiento y lo sorprendente no es tanto la eclosión del descontento sino lo mucho que ha tardado en manifestarse, habida cuenta que el paradigma económico impuesto en el país por la tiranía militar, y preservado por los gobiernos del ciclo democrático, es ya insostenible, tanto en el país austral como en el resto del mundo.
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