Editorial La Jornada
Las elecciones generales
realizadas en Bolivia el domingo pasado confirmaron el desgaste del
gobierno de Evo Morales tras 14 años en el poder y dieron paso a una ola
de descontento social que, salvando todas las distancias, hace eco de
las intensas jornadas de protesta que Chile y Ecuador han enfrentado en
las semanas recientes. Emparentado con ellos por la intensa movilización
popular en las calles, el fenómeno boliviano debe distinguirse de los
de las otras naciones andinas: mientras el primero es resultado de una
coyuntura y da cuenta del desgaste político de una administración que ha
tenido una exitosa gestión de la economía, los segundos reflejan el
estallido del neoliberalismo en su fase más inoperante y perniciosa para
las mayorías.
El domingo, Evo Morales triunfó en la primera vuelta de los comicios
en los que buscaba refrendar por tercera vez su mandato, con ventaja de
alrededor de 7 puntos sobre su rival más cercano, el ex mandatario
Carlos Mesa. Este resultado daría paso a una segunda vuelta prevista
para el 15 de diciembre, pues para evitarla, el triunfador necesita
obtener 50 por ciento más un voto, o 40 por ciento y al menos 10 puntos
de ventaja sobre el segundo lugar. Sin embargo, a las 20 horas, el
Tribunal Supremo Electoral (TSE) suspendió la Transmisión de Resultados
Electorales Preliminares, y al reanudarla el lunes la ventaja del
candidato del Movimiento al Socialismo se había ampliado hasta
permitirle esquivar el balotaje por apenas 13 décimas de punto (46.86
frente a 36.73 por ciento).
El TSE explica este súbito giro en la tendencia, por la suma tardía
del voto rural, donde el presidente Morales tendría un apoyo superior al
que logra en el ámbito urbano. Sin embargo, la interrupción en la
entrega de resultados, y el posterior anuncio de que se conjuraba una
segunda vuelta en la que las encuestas otorgaban una ligera ventaja a
Mesa, mina de manera inevitable la credibilidad del proceso, cuya
pulcritud debe cuidarse al máximo en circunstancias en que existe un
margen tan estrecho entre la victoria definitiva y el balotaje.
Cabe esperar que las dudas sembradas sobre la limpieza del proceso
electoral sean despejadas en breve, con un ejercicio de total
transparencia y revisión de los resultados: está claro que descartar
cualquier sospecha de fraude no sólo es un deber del TSE ante los
ciudadanos, sino una condición ineludible para mantener la legitimidad
que hasta ahora ha caracterizado a los mandatos de Evo, y a su vez ha
permitido los grandes logros sociales de este gobierno que se inscribe
en el ciclo del progresismo latinoamericano de inicios de siglo.
A contracorriente de la necesidad de que el proceso electoral recobre
su sentido, que es dar certezas sobre la correlación de las fuerzas
políticas y propiciar la concordia entre los bolivianos, la Organización
de los Estados Americanos (OEA) se lanzó de lleno a una campaña
ofensiva e injerencista.
Es revelador de su sesgo ideológico y de sus impresentables designios
que este organismo convoque a una sesión de urgencia a pocas horas de
darse a conocer los resultados electorales en Bolivia, mientras voltea
hacia otra parte ante los 15 muertos y miles de detenciones arbitrarias
con que se ha saldado la brutal represión emprendida en Chile por el
gobierno de Sebastián Piñera, y haya hecho otro tanto cuando en Ecuador,
Lenín Moreno decretó el estado de excepción y suspendió todas las
garantías democráticas.
El papel de la OEA en los tres casos citados es una nueva muestra de
sus distorsiones incorregibles, de que lejos de ser un foro multilateral
equilibrado es un simple eje de transmisión de los intereses de
Washington en la región y de que sería más provechoso prescindir de él.
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