Honduras
Brecha
Militares en las
calles, represión a las protestas, corrupción endémica y un gobierno
heredero de un golpe de Estado y surgido del fraude electoral. El
conservadurismo hondureño apuesta a la mano dura, pero no logra aplacar
el descontento popular ni frenar la sangría migrante.
La
coyuntura política de Honduras está llena de descontento, convulsión
social, movilizaciones populares y represión gubernamental. El 24 de
junio, en el contexto de las protestas más recientes, agentes de la
Policía Militar del Orden Público irrumpieron en los predios de la
Universidad Nacional Autónoma (Unah) y dispararon contra un grupo de
estudiantes que había tomado las instalaciones universitarias en
solidaridad con la Plataforma en Defensa de la Salud y la Educación,
organizada para oponerse a la privatización de esos servicios estatales.
El
resultado fueron tres estudiantes heridos de bala y una honda conmoción
en la comunidad universitaria y la sociedad hondureña, que presenciaron
la acción a través de imágenes capturadas con celulares por otros
estudiantes. A pesar de que el acontecimiento logró un gran impacto
mediático, los sucesos de ese día sólo fueron la continuación de
acciones similares llevadas a cabo entre el 19 y el 20 de junio, tras
las que se reportó la muerte de tres jóvenes, tal como denunció la
Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
Un escenario agitado
La
represión se desató poco después de las decisiones adoptadas por el
Consejo Nacional de Defensa y Seguridad (Cnds), presidido por el jefe
del Ejecutivo y conformado por los presidentes de los restantes poderes
del Estado, el fiscal general y los ministros de Defensa y Seguridad. El
consejo ordenó el despliegue de las fuerzas armadas para “garantizar el
derecho a la libertad de locomoción, la protección de la propiedad
privada y pública y la integridad de la población”, como medida punitiva
ante las protestas que a diario se producen contra el gobierno. Los
hechos que motivaron esa decisión no han sido esclarecidos por las
autoridades, no obstante la gravedad que se le atribuyó a un conato de
incendio en el edificio de la embajada de Estados Unidos, el incendio
parcial de varias decenas de contenedores supuestamente pertenecientes a
la trasnacional Dole en el noreste del país y el saqueo de algunas
tiendas de electrodomésticos en la capital, Tegucigalpa, y en San Pedro
Sula.
La crisis que prevalece desde finales de abril desembocó en
la multiplicación de actos de insubordinación iniciados por empleados de
la salud y la educación. Le siguió el paro declarado en junio por los
Tigres, fuerza especial de la policía, en reclamo de mejores condiciones
laborales y para exigir al Ejecutivo que cumpla con sus promesas. En el
mismo contexto estalló una huelga del transporte de carga pesada,
también en reclamo de que se cumplan los acuerdos suscritos con el
Estado tras una huelga similar en 2018. En ambos casos, el
incumplimiento dejó al descubierto uno de los ardides más recurrentes
del gobierno para enfrentar los paros laborales: firmar acuerdos que no
se propone respetar.
En junio de 2019, la oportunidad para que el
transporte de carga pesada y un escuadrón de la policía paralizaran
nuevamente sus actividades se presentó con la entrada en acción de la
Plataforma por la Defensa de la Salud y la Educación, que reúne a varios
miles de empleados de ambos rubros que se mantenían en paro desde
finales de abril. Desde ese momento, la plataforma exigió y obtuvo la
derogación de varios decretos ejecutivos. En ellos se contemplaban
reformas que los agremiados rechazan, con el argumento de que se
orientan a privatizar los servicios estatales de salud y educación y
vulneran derechos establecidos en la Constitución. A pesar de que dichos
decretos fueron derogados la noche del 31 de mayo, las protestas
gremiales continuaron, ahora contra la ley marco de protección social,
que, en opinión de los líderes de la plataforma, permite la
privatización de los servicios públicos defendidos.
Las raíces del fracaso
Las
respuestas del gobierno han sido principalmente tres: el discurso
oficial que se afana en culpar de la crisis a la oposición partidaria y a
organizaciones sociales como la plataforma, que llamó a un diálogo
alternativo al convocado por el gobierno y está logrando un amplio
respaldo popular; la represión y la amenaza de represión a las
organizaciones gremiales, sociales y comunitarias adversas; el recurso
al Consejo Nacional de Defensa y Seguridad como último medio para
gobernar en los momentos más críticos.
La represión intenta
disuadir la insubordinación colectiva, un acto intimidatorio contra todo
intento de mantener movilizados en las calles a los opositores al
gobierno. Esta labor disuasiva se venía concretando en el uso abusivo de
artefactos, como las bombas lacrimógenas, lanzadas a granel contra los
manifestantes, que por lo general responden arrojando piedras o
devolviendo esas mismas bombas lacrimógenas. Sin embargo, en la
coyuntura actual –como han denunciado las organizaciones sociales y
populares– las protestas son reprimidas “con bala viva”. En
consecuencia, ha crecido el número de heridos y muertos entre los
manifestantes. A pesar del incremento de la represión, esta no logra su
cometido esencial: frenar las protestas, pacificar las calles o aplacar
el descontento popular.
El propósito de utilizar el Cnds como
último recurso para maniobrar en la crisis es también cada vez menos
eficaz para asegurar la gobernabilidad y sofocar las protestas que
crecen día a día. Sin embargo, el secreto del fracaso militar no
responde sólo a la capacidad de autodefensa o resistencia de las
poblaciones reprimidas, sino además a la persistencia de innumerables
focos de descontento acumulados durante el decenio inaugurado por el
golpe de Estado del 28 de junio de 2009. Allí están las grietas que el
golpe ensanchó en la sociedad y el régimen político, el fraude electoral
en 2017 que facilitó la reelección de Hernández para un segundo
mandato, el mal gobierno y la represión. A eso se suman los proyectos
mineros y de represas hidroeléctricas, que motivan la defensa del
territorio por una población organizada y desafiante del poderío del
capital nacional y transnacional, la corrupción institucionalizada y la
extendida imagen de ilegitimidad que tiene el gobierno. Con un caldo de
cultivo tan fértil para la protesta, no es exagerado decir que hay más
problemas capaces de convocar a la insubordinación popular que policías y
militares aptos para reprimirla.
A diez años del golpe de Estado
de 2009, el autoritarismo político y la conflictividad social en
Honduras se conjugan en una coyuntura que recuerda y recrea otros
escenarios de crisis vividos en esta década, determinados en primera
instancia por el propio golpe y luego por la ilegítima y fraudulenta
reelección que condujo al gobierno actual. Como señaló el historiador
italiano Guglielmo Ferrero hace casi un siglo, “el despotismo,
arbitrario y violento, es siempre consecuencia de la ilegitimidad” y, en
virtud de ello, “la fuerza no sólo no puede estar nunca segura de
imponer por sí sola la obediencia, sino que además tiende a provocar la
revuelta”.
Marvin Barahona. Historiador, doctor en ciencias
sociales por la Universidad Católica de Nimega, autor de Evolución
histórica de la identidad nacional y Honduras en el siglo XX. Una
síntesis histórica, entre otras obras de contenido histórico y social.
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