La Jornada
Las protestas contra el
aumento a los impuestos sobre los combustibles promovido por el
presidente Emmanuel Macron alcanzaron ya su tercera semana y no muestran
signos de amainar. Por el contrario, las manifestaciones que tuvieron
lugar el pasado fin de semana en diversos puntos del territorio francés
se caracterizaron por una escalada violenta que incluyó el rompimiento
de cristales, autos incendiados, enfrentamientos directos con la policía
y la prolongación de los bloqueos carreteros que ya han causado a la
industria del transporte pérdidas estimadas en más de 400 millones de
euros. Asimismo, a los ciudadanos inconformes con la medida fiscal se
han sumado otros colectivos que se sienten agraviados por las decisiones
del Ejecutivo, como los conductores de ambulancias y los alumnos de
educación media, estos últimos motivados por las reformas emprendidas
por Macron en el ámbito educativo.
Hasta ahora, la respuesta oficial parece apostar por la paulatina
disolución del movimiento y por la contención de los desbordes de
violencia, sin una estrategia que incluya las cuestiones de fondo. Se
trata, por decir lo menos, de una actuación poco afortunada ante una
sociedad en la cual las revueltas se profundizan y extienden con
facilidad y que ha demostrado históricamente su capacidad de plantar
cara a las arbitrariedades de los gobernantes. En un escenario
semejante, el llamado del mandatario al diálogo, seguido por
declaraciones de su portavoz, según las cuales las eventuales
conversaciones no podrían alterar la aplicación de las reformas y que de
ninguna manera habrá un cambio del rumbo económico, resultan cuando
menos un paso en falso, si no es que una abierta provocación contra un
pueblo que ya se percibe como blanco de las ofensas del Elíseo.
Lo fundamental, y lo que el grupo gobernante elude de manera
sistemática, es que el incremento a los precios del combustible tiene
como antecedente y telón de fondo la ofensiva neoliberal emprendida por
la presidencia de Nicolas Sarkozy y seguida con matices por su sucesor,
el socialista François Hollande, la cual genera una creciente
precarización de las condiciones de vida, que es y seguirá siendo causa
profunda de estallidos sociales. Es una torpeza, por tanto, el abordar
el descontento de la coyuntura como un asunto policial. Por más que se
pretexte el cuidado del medio ambiente para encarecer los carburantes,
el hecho es que, por un lado, el precio de éstos rebota en el resto de
los productos e impacta en el conjunto de la economía, y, por otro, las
clases populares no poseen los recursos para afrontar el impacto de una
medida neoliberal disfrazada de ambientalista.
Por avanzada que se encuentre Francia en materia de medios de
transporte alternativos a los automóviles con motor de combustión
interna (y sin duda lo está en comparación con otros países), lo cierto
es que la oferta de estos medios, tanto urbanos como interurbanos, aún
dista mucho de ser suficiente para cubrir las necesidades de movilidad
de una buena parte de la población. En tales circunstancias, el
gasolinazo francés tiene mucho de simulación –porque al fin de cuentas
incrementa las rentas del Estado y las ganancias particulares a expensas
de los consumidores– y de arbitrariedad, por cuanto no ofrece opción al
incremento.
Si hasta ahora el éxito político de Macron se ha sustentado en
escapar a toda definición política o ideológica y colocarse en una
supuesta equidistancia
modernaentre derecha e izquierda, con el fin de explotar la ambigüedad, el momento actual lo obliga a tomar partido entre el autoritarismo abierto o una postura más inteligente que conjugue la sensibilidad social con la responsabilidad ambiental.
No hay comentarios:
Publicar un comentario