Se cumplieron los pronósticos
que vaticinaban una gran abstención en las elecciones de concejos
municipales celebradas este domingo en Venezuela. El índice de
participación alcanzó el 27,4%. Tres de cada cuatro electores decidieron
no acudir a la cita con las urnas. Se trata de la participación más
baja de los 25 comicios celebrados desde que Hugo Chávez ganara sus
primeras elecciones, hace ahora justo 20 años.
Para valorar en su justa medida lo que
supone esta abstención del 73% hay que tener en cuenta la peculiaridad
de estas elecciones. Por primera vez en el periodo chavista la elección
de concejales se ha celebrado de forma separada de la de alcaldes. Esta
última tuvo lugar en diciembre de 2017 y, aunque tampoco superó el
umbral del 50% de participación, la afluencia a las urnas fue 20 puntos
mayor que en la jornada de este domingo. Se puede aventurar, por tanto,
que la escogencia de concejales es un trámite democrático de poca
relevancia para buena parte del electorado.
Sin embargo, la masiva abstención no se
puede achacar tan sólo a la percepción de unas elecciones de rango
menor. Hay una clara tendencia a la baja. Los dos comicios anteriores se
saldaron con participaciones inferiores a la mitad del censo, tanto en
las ya referidas municipales del pasado año como en las presidenciales
de mayo, en las que Nicolás Maduro fue reelecto con una afluencia del
46%. Obviamente, en este último caso no se puede aducir una escasa
importancia de la cita. No hay elecciones más trascendentales que unas
presidenciales.
Como ya ocurriera en esos comicios de
mayo, la oposición “tradicional” –Acción Democrática, Primero Justicia,
Voluntad Popular y Un Nuevo Tiempo, principalmente- considera que la
abstención es un respaldo a su estrategia de no concurrir a las
elecciones por entender que no se dan las garantías para un proceso
justo, transparente y en igualdad de condiciones.
No obstante, ese argumento es de difícil
verificación. Para corroborarlo habría que comprobar cuál sería el voto
real de la derecha en caso de presentarse, algo por el momento
imposible. Por otra parte, es indisimulable que el año 2018 ha sido
catastrófico para la oposición. La incapacidad para lograr el objetivo
pregonado desde hace 20 años de desalojar al chavismo, sus pugnas
internas y una estrategia percibida como errática han erosionado su
legitimidad a ojos de buena parte de su electorado. Su punto más crítico
llegó este año con la implosión de la Mesa de la Unidad Democrática, la
plataforma que hasta el momento había aglutinado a la mayor parte de
las fuerzas opositoras. Ya no se puede hablar de una agenda común desde
el flanco de la derecha ni de una propuesta al país, más allá del
llamado a la abstención. Da la impresión, incluso, de que la voz
opositora actual son dirigentes y políticos internacionales, en lugar de
un liderazgo interno ahora inexistente.
En este escenario, se puede inferir que
buena parte de la abstención corresponde a un cuerpo social más
pendiente de resolver la cotidianidad y que mira con escepticismo a la
oferta electoral.
Una victoria incierta
Los resultados totales no se conocerán
hasta finales de esta semana o principios de la próxima, toda vez que
corresponde ahora a las juntas electorales locales la validación de la
mayor parte de las actas. No obstante, las proyecciones anunciadas por
el Consejo Nacional Electoral la misma noche de las elecciones reflejan
una contundente victoria del chavismo. De acuerdo con estas cifras
iniciales, el PSUV y sus alianzas habrían logrado alrededor del 90% de
las cerca de 2.500 concejalías en juego.
De esta forma, el chavismo culmina la
mayor concentración de poder institucional de su historia tras un
maratón de cinco elecciones en un año y medio. La mayoría de las cámaras
municipales obtenida ayer se suma a la Presidencia de la República, el
control de la Asamblea Nacional Constituyente, 19 de las 23
gobernaciones de los estados regionales y 306 de las 335 alcaldías.
Esta enorme capacidad de maniobra
política no debe hacer olvidar que el voto chavista viene menguando en
cada fecha electoral. A falta aún de los resultados definitivos, se
puede establecer que el voto chavista se sitúa en torno a los cinco
millones o tal vez por debajo de esa barrera. Sigue siendo un bloque
sólido, sobre todo si se tiene en cuenta la profundidad y duración de la
crisis económica, pero está lejos de los más de ocho millones de
personas que le dieron a Chávez su respaldo en su última comparecencia
electoral en octubre de 2012.
Lo que sí ha resultado inusual para el
chavismo en estas elecciones es la ausencia de movilización de su base
organizada. Esta campaña ha resultado especialmente átona. No se han
registrado los actos masivos de anteriores ocasiones ni el proselitismo
espontáneo del militante chavista que daba lo mejor de sí mismo en cada
elección.
En este sentido, no es menor que la
propia dirigencia política tampoco haya afrontado estas elecciones con
la misma intensidad que otras veces. De hecho, el propio presidente,
Nicolás Maduro, se encontraba en Rusia reunido con Vladimir Putin a
pocos días de los comicios y tan sólo un poco antes, en plena campaña
electoral, viajaba a México para asistir a la toma de posesión de López
Obrador. Es muy probable que un mayor involucramiento desde instancias
gubernamentales hubiera conllevado un aumento del entusiasmo del
votante.
Queda por ver si el descenso en la
intensidad electoral responde al ya citado desinterés por estos comicios
o es una tendencia a partir del desencanto político por la situación
del país. Cuesta imaginarse al chavismo convertido en un partido de mera
representación, al uso de las formaciones prototípicas de las
democracias liberales de origen burgués. Del binomio liderazgo-multitud
se pudo salir indemne, en una primera instancia, de la desaparición de
uno de sus polos, el líder encarnado en Chávez, contradiciendo la
apuesta de la derecha de que no era posible un “chavismo sin Chávez”. Si
se consolida la tendencia a la desmovilización habría que despejar una
segunda incógnita: ¿es posible un “chavismo sin gente”?
Los grandes perdedores
Si hay algún perjudicado en estas
elecciones aparentemente intrascendentes son los liderazgos que han
querido erigirse en la nueva oposición al chavismo: Henri Falcón y
Javier Bertucci. El primero de ellos fue gobernador del estado Lara
durante diez años y exmilitante chavista antes de pasar a las filas de
la oposición, donde llegó a ser jefe de campaña de Henrique Capriles en
las elecciones presidenciales de abril de 2013, ganadas por Maduro.
Bertucci, por su parte, es un pastor evangélico con una nutrida cohorte
de seguidores en las filas neopentecostales.
Ambos concurrieron a los comicios
presidenciales de mayo, desoyendo el llamamiento al boicot de los
partidos tradicionales de la derecha. Falcón obtuvo el 20% de los votos y
Bertucci un 10%. Los resultados fueron considerados un fracaso, en
especial para el exgobernador de Lara, que pretendía aglutinar el
descontento opositor y abanderar la vía electoral para derrocar al
chavismo. Lo sucedido este domingo obstaculiza aún más su pretensión de
construir una nueva alternativa al chavismo. Menos de un 10% de los
votos, apenas unos centenares de miles de sufragios, se antojan
insuficientes para liderar cualquier tipo de alternativa. Ante estos
guarismos, parece complicado que la oposición “tradicional” quiera
trazar algún tipo de alianza con ellos.
¿Aislamiento internacional?
Estas elecciones no van a hacer variar
el escenario venezolano. El mapa que se consolida parece impermeable a
irrupciones desde lo político a nivel interno, al menos en el corto
plazo, dada la incapacidad actual de la oposición clásica y del
aparentemente fracasado experimento de Henri Falcón y Javier Bertucci.
En favor del chavismo juega también el hecho de que se abre un largo
periodo sin elecciones. Los siguientes comicios –elecciones a
gobernador- no se celebrarían hasta dentro de tres años y para las
presidenciales habrá que esperar hasta 2024.
Así las cosas, la situación económica
sigue acaparando el primer plano de la agenda de la calle y de su
evolución dependerá también la evolución del país. En el corto plazo,
las miradas se dirigen a la escena internacional. El 10 de enero Nicolás
Maduro tomará posesión como presidente para un nuevo sexenio. Aunque
las elecciones tuvieron lugar en mayo, la Constitución establece que la
asunción de la Presidencia se realiza en los primeros días del año. Un
grupo de países, con Estados Unidos y sus aliados en América Latina
–Brasil, Colombia, Chile, Argentina y Paraguay, entre ellos- ya han
anunciado que no reconocerán este segundo mandato de Maduro. Se abrirá
un frente inédito en las relaciones internacionales de la Venezuela
chavista. Una situación semejante nunca se había producido. ¿Hasta dónde
llegarán las implicaciones concretas de ese no reconocimiento? ¿Se
quedará en un mero acto diplomático o dará lugar a acciones más
profundas?
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