En una taberna
maloliente de los barrios bajos del Munich de la primera posguerra un
cabo desmovilizado del ejército imperial austriaco –fracasado como
pintor y retratista- trataba de ganarse la vida apostando con los
borrachos del local a que no lograban acertarle sus escupitajos desde
una distancia de tres metros. Si los esquivaba, ganaba; cuando no, debía
pagar. Entre una y otra tentativa vociferaba tremendos insultos
antisemitas, maldecía a bolcheviques y espartaquistas y prometía
erradicar de la faz de la tierra a gitanos, homosexuales y judíos.
Todo
en medio de la gritería descontrolada de la clientela allí reunida,
pasada de alcohol, y que repetía con sorna sus dichos mientras le
arrojaban los restos de cerveza de sus copas y le tiraban monedas entre
insultos y carcajadas. Años después, Adolfo Hitler, pues de él estábamos
hablando, se convertiría, con esas mismas arengas, en el líder “del
pueblo más culto de Europa”, según más de una vez lo asegurara Friedrich
Engels. Quien en esos momentos -años 1920, 21, 23- era motivo del cruel
sarcasmo entre los parroquianos de la taberna resucitaría como una
especie de semidiós para las grandes masas de su país y la encarnación
misma del espíritu nacional alemán.
Salvando las distancias algo
parecido está ocurriendo con Jair Bolsonaro, quien encabeza cómodamente
las encuestas de la primera vuelta de la elección presidencial de
Brasil. Sus exabruptos reaccionarios, sexistas, homofóbicos, fascistas y
su apología de la tenebrosa dictadura militar brasileña del 1964 y sus
torturas provocaban generalizada repulsa en la sociedad. En el mejor de
los casos lo consideraban tan sólo un bufón, un hazmerreír nostálgico de
los tiempos del régimen que se abatió sobre el Brasil entre 1964 y
1985. Por eso, durante dos años su intención de voto nunca superó el 15 o
18 por ciento. Las encuestas de las últimas dos semanas, sin embargo,
muestran un espectacular crecimiento de su candidatura.
La más reciente
le asigna un 39 por ciento de intención de voto. Sabemos que hoy las
encuestas de opinión pública tienen enormes márgenes de error; también
que pueden ser operaciones mediáticas de la burguesía brasileña
dispuesta a instalar en Brasilia a cualquiera que impida el “retorno del
populismo petista” al poder. Pero también sabemos, como lo afirma una
nota reciente de Marcelo Zero, en Brasil, que la CIA y sus aliados
locales han desatado una apabullante avalancha de “fake news” y
noticias difamatorias de los candidatos de la alianza petista que
encontró un terreno fértil en las favelas y barriadas populares de las
grandes ciudades de ese país. (“Tem dedo da CIA nas eleicoes do Brasil”,
en www.brasil247.com)
Esos sectores fueron sacados de la pobreza extrema y empoderados por la
gestión de Lula y Dilma. Pero no fueron educados políticamente ni se
favoreció su organización territorial o de clase. Quedaron como masas en
disponibilidad, como dirían los sociólogos de los años sesenta. Quienes
sí los están organizando y concientizando son las iglesias evangélicas
con quienes se ha aliado Bolsonaro, promoviendo un discurso conservador
duro, hipercrítico del “desorden” causado por la izquierda en Brasil con
sus políticas de inclusión social, de género, de respeto a la
diversidad, a los LGBTI y su “mano blanda” con la delincuencia, su
obsesión por los derechos humanos “sólo para los criminales.” Uno de sus
recursos para atraer a los favelados a la causa de la derecha radical
es mandar supuestos encuestadores para preguntarles si les gustaría que a
su hijo José le cambiaran de nombre y le llamaran María, para exacerbar
la homofobia.
La respuesta es unánimemente negativa, e indignada. La
prédica del ex capitán sintoniza nítidamente con ese conservadorismo
popular hábilmente estimulado por la reacción. En ese clima ideológico
sus escandalosos y violentos disparates, como los de Hitler, decantan
como un razonable sentido común popular y podrían catapultar a un
monstruo como Bolsonaro al Palacio del Planalto que, como dato adicional
habría que recordar que le prometió a Donald Trump autorizar la
instalación de una base militar de EEUU en Alcántara, en el estratégico
promontorio del Nordeste brasileño que es el punto más cercano entre las
Américas y África, cosa a la que se negaron los gobiernos petistas. Si
llegase a triunfar sería el comienzo de una horrible pesadilla, no sólo
para el Brasil sino para toda América Latina.
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