Esta lectura no es
geopolítica a secas sino que constituye una aplicación
analítico-coyuntural de lo que hemos denominado una “geopolítica de la
liberación”. La geopolítica ya no puede ser más patrimonio de los
imperios de turno sino que ahora se nos presenta como el ineludible
desmontaje des-colonial al sistema de categorías que sustenta la
cosmogonía del sistema-mundo moderno y su cosmovisión imperial
centro-periferia. Lo que ponemos a consideración es una lectura crítica
de lo que ya habíamos indicado el 2013 (https://www.alainet.org/es/ active/63317),
acorde ahora a la situación en que nos deja el fallo de la Corte
Internacional de Justicia de La Haya, CIJ. Porque la crítica no trata de
la degeneración que ha adquirido la palabra en el circo mediático, no
se trata de emitir juicios y sentencias o calumnias o buscar culpables o
iniciar las endechas del lamento boliviano; la crítica sirve para dar
razón de los hechos, para poner luz en la incertidumbre y serenidad en
el conflicto. No se hace crítica para oponerse sino para restaurar
desencuentros. Lo otro es pura criticonería del chisme y la calumnia.
La situación en la que nos deja la CIJ requiere de la evaluación
crítica de nuestras propias expectativas y ahora de las opciones que nos
quedan (tampoco el triunfalismo chileno les otorga sabiduría, porque
fue un triunfo regalado). Porque la cuestión es siempre no ganar sino
qué haces con el triunfo o, en el caso contrario, perder significa si la
derrota te derrota. Entonces, de lo que se trata, es de mostrar los
límites de la sustentación de derecho débil que tenía la posición
boliviana ante la CIJ; debida no sólo a un cándido optimismo legalista
que es ciego de los supuestos liberales del derecho internacional, sino
también a lo que habíamos señalado (http://www.rebelion.org/ noticia.php?id=164053) como la ausencia imperdonable de lectura geopolítica en la demanda de reivindicación marítima.
Vayamos por partes. Generalmente se olvida que el neoliberalismo no es
sino una radicalización del liberalismo mismo, esto quiere decir que, si
el neoliberalismo puede no sólo redefinir la economía sino la política y
hasta el derecho, esto puede hacerlo porque esto no va en contra de los
credos liberales sino que, lo que hace, es adecuarlos a las exigencias
exponenciales del capital financiero transnacional. Por eso, con el
derecho neoliberal, los Estados dejan de ser sujetos del derecho
internacional y son las transnacionales las que usurpan esa condición,
dejando a los pueblos y a la humanidad privados de todo derecho. Ese
diagnóstico podía tasar de mejor modo los compromisos que implicaba un
fallo jurídico de semejante magnitud; sobre todo cuando la actual
institucionalidad global en decadencia, de la cual la CIJ forma parte,
está diseñada desde la provinciana visión unipolar anglosajona, como
garante de un orden geopolítico centro-periferia, en crisis terminal.
Recurrir a una instancia anacrónica al orden tripolar actual (con un
equilibrio global en disputa), tenía que constituirse en táctica pero
nunca en la estrategia misma. El exitismo gubernamental replicó la
tragedia de nuestro futbol: metemos un gol y ya nos creemos con la copa
(aunque ese exitismo, hay que decirlo, tenía sobradas razones para
festejar anteladamente, eso los chilenos lo sabían muy bien).
Pero veamos primero el proceder de la CIJ. En primer lugar, resulta
contraproducente que la Corte admita competencia en el tema que plantea
Bolivia, para después ya ni siquiera proponer una solución salomónica
sino desentenderse del asunto mismo. Porque si la CIJ no cumple con sus
prerrogativas de contribuir a la solución de diferendos entre países,
entonces es la propia Corte la que se excusa de su propia
responsabilidad de administrar justicia, dejando a la parte más afectada
en la incómoda situación de quedarse con la verdad histórica, pero no
saber qué hacer con ella. Moraleja: lo que pasa con los pobres pasa
también con los Estados débiles. La ley no sólo es ciega (¿a quién le
conviene esa ceguera?) sino que resulta ahora sorda, porque ya no
escucha razones.
¿Qué proceder muestra la CIJ con su fallo? El
mismo que funda las expectativas de todo derecho liberal: la
interpretación formalista de los hechos; esto significa legalismo, donde
la letra muerta decide el proceder legal del dictamen, porque ¿dónde se
ha visto que el usurpador admita, por escrito, sus obligaciones de
reparación histórica? Si los jueces querían ver la obligatoriedad como
admisión rubricada del propio Estado chileno, jamás iban a encontrar
aquello en ningún documento. Lo que hace el fallo es típico derecho
positivo. En tal caso, si la víctima –aunque moribunda– no demuestra con
“papeles” las pruebas suficientes entonces resulta que no hay causa
procesal; si es así, ¿para qué hay jueces? ¿Juzgan hechos o
procedimientos?
Si primero admiten competencia es porque
encuentran materia procesal y, si es así, entonces su tarea consiste en
develar lo que la letra muerta no dice pero asume: el tema pendiente, o
sea, la reparación obligada de una usurpación de hecho, o sea, la
obligatoriedad que se asume implícitamente al sentarse a una mesa de
negociación; cosa que Chile siempre hizo, no para reparar nada sino para
aprovecharse siempre de las necesidades nuestras.
Si los
jueces de La Haya no saben leer entre líneas entonces era mejor acudir a
una computadora de última generación (al menos la máquina no presume
tener criterios éticos ni aboga voluntariamente por la justicia, así que
podíamos imaginar un juicio a-moral, por no decir inmoral). Porque los
jueces no son capaces ni siquiera de ver en el tratado de 1904 (al cual
en su ceguera persisten en llamar “tratado de paz”, cuando se trataba de
la continuidad de la guerra por otros medios, “legales”) una imposición
legalista que confirma en los papeles lo que, por beligerancia, fue
usurpado fácticamente.
Por eso no es raro que, en las
universidades neoliberales ya no les interese tener, en sus facultades
de derecho, ni a la filosofía ni a la ética. De ese modo de-forman
juristas que aplican ciegamente dogmas jurídicos y juzgan sólo
procedimientos formales. Esa es la clase de “meritocracia” académica que
reclutan las transnacionales del derecho internacional.
Toda
la institucionalidad jurídica global es parida por el dólar y está
diseñada para darle forma legal a todo el despojo que pretende siempre
el capital transnacional. Entrar a ese juego significa constituirse en
deudor de ese culto. Por eso los poderosos se valen de ese derecho
internacional para imponer tratados a los Estados débiles. En ese
sentido, puede que hasta sea mejor que la CIJ haya fallado a favor de
Chile (recordemos, no sólo se nos arrebató territorio por las armas,
también se hizo en los “papeles”, con procedimientos legales; eso
sucede, por ejemplo, en la guerra del Chaco, con la mediación de la
Argentina). En tal caso, el fallo de la Corte nos otorga, sin
proponérselo, una ganancia nada despreciable: la estatura moral para
denunciar ante el mundo el irracional uso del derecho internacional,
porque consagra el derecho del vencedor, un derecho que sólo puede
otorgarlo la fuerza, no la razón.
La sustancia del derecho
moderno-liberal guarda esa maldición. Si nos preguntamos dónde nace el
derecho liberal, nuestra mirada debe dirigirse a la conquista del Nuevo
Mundo. En las Conferencias de Valladolid, de 1550, Ginés de Sepúlveda
aduce argumentos de “derecho natural” para declarar que el indio no es
víctima sino “inferior”; es decir, el argumento para beatificar la
conquista es de derecho y funda jurisprudencia. El derecho que concede
la conquista funda el factum que admite el derecho liberal como su
propia sustancia jurídica. Por eso el factum del derecho liberal no es
sino la conculcación del derecho mismo; porque si, ante el derecho del
vencedor, la víctima ya no posee derecho alguno, porque se ha
inferiorizado su humanidad, entonces resulta que el derecho liberal
administra esta clasificación racializada, naturalizándola por medio de
la ley. La injusticia misma se hace legal.
Por eso la ley está
podrida, aquí y en todo lado. Esta historia es lo que precisamente
encubre la formalización del derecho moderno-liberal. Por eso se
entendía la amonestación chilena: la Corte, en el caso de un fallo
favorable a Bolivia sentaba un “peligroso antecedente” y esto
significaba, ni más ni menos, que los jueces no podían ir en contra del
fundamento del derecho liberal. Desde Locke y Hobbes, el estado de
guerra que declara Europa a los indios del Nuevo Mundo, funda al Estado
de derecho moderno-liberal; con ese derecho se legaliza el exterminio de
los indios del Nuevo Mundo. Se trata siempre del derecho que impone el
derecho del vencedor. La historia de las categorías jurídicas modernas,
como el ius gentium (derecho de gentes) y el ius peregrinandi (derecho
internacional), desde Francisco de Vitoria, son la formalización de una
jurisprudencia que admite la apropiación ilegitima como sustancia legal
que legitima al orden moderno-liberal instituido.
Por eso la
ley moderna sirve al rico y al poderoso y funda una jurisprudencia que
hace del despojo lo que, desde Hegel, se conoce como determinación
positiva de la libertad individual en cuanto apropiación; es decir, en
el mundo moderno, la propiedad privada (de individuos y hasta naciones)
es la sustancia del derecho. De ese modo, el derecho consagra esa
libertad, porque es la base del derecho y esta libertad consiste en la
apropiación o privación de algo común en algo que aparece, por mediación
del derecho, como “algo con dueño”; este proceso es el factum del
derecho, por eso la apropiación, que es en realidad una privación (de
allí el concepto de propiedad “privada”), sienta base jurídica y, a la
luz del derecho internacional, eso es lo que aparece como legal.
Por eso se comprenderá que Bolivia siempre perdió y siempre iría a
perder por esas vías ante Chile, porque la letra muerta, que es la única
materia jurídica que admite la Corte, es la legitimación jurídica de
una cesión hecha, en su origen, por la fuerza. De tal modo que acudir a
los tribunales es ya una aceptación de facto del derecho que impone el
vencedor y que se debe, por esa aceptación, obedecer. La propia ley
produce esta trampa.
Ahora bien, ¿qué hay detrás de ese fallo
que no cabía ni en el más pesimista de los escenarios? La crítica
jurídica que hemos hecho es geopolítica, porque el fundamento del
derecho internacional responde a equilibrios de poder que delimitan la
materia misma de la cosa juzgada; los fallos, así como no son
a-políticos, tampoco son indiferentes a cartografías conceptuales que
contienen jerarquías naturalizadas y, si se presentan de modo abstracto,
en cuanto derecho positivo, es sólo para no delatar una connivencia
hasta acostumbrada con los poderes fácticos. La figura del contrato es
claro ejemplo de ello, porque ante el contrato todos aparecemos
formalmente iguales ante la ley, pero esta igualación formal es una
argucia jurídica que oculta desigualdades de hecho,
antropológico-históricas que, por medio de la ley, fundan, mantienen y
hacen estables, relaciones de poder injustas. En ese contexto,
ingresemos en la geopolítica implícita en el fallo de La Haya.
Ésta nuestra interpretación parte de un principio: los propósitos de la
invasión al litoral no fueron meramente comerciales o económicos; fueron
en realidad razones geopolíticas las que sostienen la política de
Estado chilena, en lo referente al Litoral boliviano. El Estado chileno
sólo podía apostar a la invasión de 1879 –no como mero garante de los
intereses británicos– si aquello significaba a largo plazo asegurar su
importancia estratégica. Por eso señalábamos el 2013 que, si una
apelación a instancias jurídicas como la CIJ, adolece del componente
geopolítico –urgente y necesario en esta nueva época de dislocación del
tablero global y rediseño de las áreas de influencia y corredores
estratégicos–, estaba condenada al fracaso.
Exponer la
geopolítica implícita en el fallo de la CIJ quiere decir, dejar al
descubierto las razones ocultas que priman en el giro que da la supuesta
consabida decisión de la Corte, después de asumirse como tribunal
mundial en una controversia histórica bilateral.
En un orden
mundial en decadencia, sucede que sus instituciones se vuelven
anacrónicas, esto significa que las razones que pesan en todos sus
fallos pasan necesariamente por calcular las consecuencias de estos y no
comprometer su propia sobrevivencia. El Estado chileno, con su usual
prepotencia, ya había advertido con desconocer el fallo, pues de
principio sostuvo la no competencia de la Corte en este asunto (cosa que
la CIJ sospechosamente no tuvo en cuenta en su fallo). La amenaza
posterior que hace la delegación chilena al señalar el “nefasto
precedente que iría a marcar en adelante la decisión de la Corte en
asuntos bilaterales”, no fue debidamente examinada por la parte
boliviana.
Porque esa amenaza marcaba el principio realidad
para una Corte cuya decisión, de ser contravenida, generaba la
posibilidad de ser burlada y esto significaba ratificar su propia
incompetencia en asuntos de controversia bilateral. Entonces la CIJ se
lava las manos como Poncio Pilato, porque sabe que no tiene, en los
hechos, potestad vinculante. Implicarse –que esa es su razón de ser– en
tales asuntos, ya no tiene sentido en un mundo donde, por ejemplo, USA
se burla del derecho internacional y las potencias occidentales lo usan
para destruir países enteros. En tal caso, los fallos de la CIJ sólo
tendrían competencia moral pero, las consecuencias de esos fallos, en
medio de un dramático des-orden mundial, no pueden socavar su propia
institucionalidad; porque además su garante real no es la justicia sino
los poderes fácticos (a los cuales debe su permanencia), aunque se
hallen en decadencia. Si las potencias occidentales defienden al actual
orden mundial decadente, porque sólo en ese mundo son “centro”
civilizatorio, lo que hacen sus instituciones es defender los valores de
ese mundo.
En tal contexto, el conflicto marítimo
Chile-Bolivia, se inscribía en la disputa de hegemonía global entre USA y
China, es decir, entre Occidente y el Club de Shanghái, donde también
está la nueva potencia militar y energética: Rusia. El tren bioceánico
no le conviene a la geoeconomía del dólar, que está representado en
Sudamérica por la “Alianza del Pacífico”, del cual Chile forma parte.
Así como en Nicaragua estalla el conflicto para impedir una futura
penetración de la hegemonía china con el nuevo canal de Nicaragua, así
el fallo de La Haya se constituye en una advertencia del dólar contra
los Estados que se atrevan a escoger nuevos socios con otras monedas.
La cosmogonía del dólar hace que la CIJ se incline por el universo de
los prejuicios occidentales que representa Chile en estos lados. Porque
los capitales globales se encuentran en plena guerra financiera contra
toda otra moneda que pretenda rediseñar la imagen del mundo que tenemos
(la pelea de aranceles entre China y USA es apenas la punta del iceberg
de algo parecido a lo que originó la segunda guerra mundial). La
diplomacia chilena no es tonta y sabe adónde arrimarse y sabe el poder
de los lobbies, además que representa a una burguesía aliada al más
espurio capital transnacional (para el mundo neoliberal Chile siempre
fue su niña mimada, su primogénita, parida en la destrucción de una
democracia popular, presentada como “milagro económico”, cuando la
dictadura nunca produjo un crecimiento económico superior al periodo
incluso de Allende).
Ese contexto ponía en aprietos a la CIJ
que, como toda institución global, es sensible al equilibrio de poderes
y, en ello, optó, como siempre, en sacrificar al débil antes de
enfrentarse a sus garantes: los poderos fácticos.
En
consecuencia, el sustento histórico-político que fundamentaba
jurídicamente la apelación boliviana, sin esta contextualización que le
podía brindar una lectura geopolítica de la coyuntura global, se quedaba
con la verdad discursiva pero sin posibilidades de persuasión
estratégica actual. Sin lectura geopolítica, la demanda boliviana no
sabía en qué mundo se encontraba ni a quién arrimarse para equilibrar
una situación adversa. Por eso, no se trata sólo de querellarse contra
el Imperio, sino de plantearse una política de liberación de la
dependencia estructural, para actuar en la arena global de modo
soberano.
En ese sentido, la demanda marítima fue
desaprovechada y ya no se nos presentaba como la mejor forma de diseñar
ya no una lectura geopolítica clásica sino de redefinir la geopolítica
misma a la hora de fundamentar, por ejemplo, una diplomacia de los
pueblos (apuntando a una nueva institucionalidad global). De eso
trataría una “geopolítica de la liberación”: de tematizar, de modo
multidimensional e hipercomplejo, las posibilidades de irradiación
estratégica del poder popular. Sólo de ese modo una lectura geopolítica
des-colonial estaría en condiciones de dar razón ya no solo de un mundo
multipolar sino, lo que más interesaría a los pueblos: de un nuevo orden
mundial basado en la cero-polaridad (donde ninguna potencia tenga poder
de decisión al margen de los pueblos).
En la invasión al
Litoral boliviano Chile también se jugaba su sobrevivencia como Estado. Y
su sobrevivencia pasaba por reducirnos a garantes de su desarrollo. Por
eso se proponen vivir a costa nuestra y todos los tratados que hizo
firmar a la oligarquía antinacional boliviana no hicieron más que
ratificar ese propósito geopolítico del Estado chileno. Nos tenían que
encerrar, enclaustrar, para que Chile, o sea, su burguesía, las 7
familias, se abran al mundo. ¿Cómo podemos revertir aquello?
Nuestra propuesta ha sido siempre responder geopolíticamente al
enclaustramiento marítimo. Sin necesidad de disparar un solo tiro o de
insultarnos mediáticamente, una política de Estado debiera consolidar, a
largo plazo, un corredor geoeconómico de irradiación al pacífico (donde
se está desplazando la economía del siglo XXI, con la nueva “Ruta de la
Seda”), basado en la conexión geocultural entre el sur del Perú, el
occidente boliviano y el norte de la Argentina. Porque en toda
reconfiguración del tablero geopolítico, de lo que se trata es de
ingresar, en las mejores condiciones, en la nueva cartografía global.
Entonces, el tren bioceánico, por ejemplo, debiera ser visto como un
recurso geoestratégico que nos libere definitivamente de la dependencia
de los puertos chilenos.
El norte chileno vive gracias al
comercio boliviano. La política arancelaria con Chile debe redefinirse
para promover la industria nacional y desplazar las mercancías chilenas
del mercado boliviano. Con el Perú (sobre todo el sur) nos une la
cultura y la lengua, y una estrategia integradora conviene tanto al Perú
como a Bolivia, antes que el capital chileno se entre otra vez a
saquear hasta Lima.
¿Por qué el pacífico? Porque es nuestra
conexión natural. Somos culturas que miran al Oriente, no al Occidente.
Éste tiene apenas 5 siglos. Nuestra conexión al pacífico tiene milenios.
¿Por qué sucede el enclaustramiento en nuestra propia idiosincrasia, es
decir, en nuestra propia subjetividad?, porque se cierra nuestra
apertura natural al mundo. Eso merma nuestra propia realidad, porque
ningún pueblo posee realidad sin su propio espacio vital, y si algo de
éste le es arrebatado, su propia existencia sufre la falta de un
complemento necesario para afirmar su consistencia como pueblo. Por eso
ningún robo es impune, altera todo el orden natural, porque siembra
dolor y llanto en el hombre y la tierra.
¿Cómo hacer que el
exitismo chileno se convierta en su triunfo pírrico? Si las instancias
jurídicas no pueden siquiera persuadir al Estado chileno a actuar de
buena fe con nuestra demanda marítima, entonces geopolíticamente debemos
liberarnos de toda prerrogativa chilena, comenzando con mermar su
importancia en nuestro comercio, dejando de alimentar a la economía
chilena y apostar definitivamente a salir al pacifico vía Perú.
Esto no significa renunciar al Litoral sino sentar las condiciones para
que sea Chile quien requiera de nuestro comercio para no deprimir su
economía y sean ellos quienes toquen nuestras puertas y nos pidan nuevos
tratados. Entonces podríamos negociar soberanamente. Esto ya lo hemos
expuesto en nuestro libro “La geopolítica y el derecho al mar”: “si toda
apuesta boliviana fracasa, es porque nunca se generó las condiciones
para remontar la dependencia, de modo que se pueda tener márgenes
soberanos de negociación. No es lo mismo negociar suplicando favores que
reclamando deudas”. Suplicar es lo que siempre hizo la oligarquía
boliviana, hasta la presidencia de Carlos Mesa.
Pero sólo se
reclama soberanamente una deuda cuando ya no hay dependencia de por
medio. El óptimo nacional, ahora plurinacional, sólo sería decisivo si
asume que nuestro consumo no puede significar nuestro despotenciamiento
nacional, favoreciendo siempre al enemigo. Por eso la salida al
enclaustramiento es, más que todo, subjetiva, porque se trata de nuestra
propia dignificación como pueblo y como nación. Y esto empieza por
empezar a consumir lo nuestro, impulsando la producción nacional para
potenciar nuestra cultura. Un pueblo es libre y soberano cuando produce
con dignidad su propio pan, porque, como decía Marx, la verdadera forma
universal de la riqueza no es el capital sino la producción del
alimento.
Salir del enclaustramiento marítimo es, en realidad,
salir del enclaustramiento mental (por eso, el consumo, o dignifica o
deshumaniza, o sea, el consumo puede liberar). Gran parte de la
diplomacia boliviana se “formó” en universidades chilenas, por eso
siempre patrocinó acuerdos a favor del enemigo; no le quedaba otra
porque, una vez naturalizada la dependencia, la dominación constituye
una religiosidad donde el enemigo se hace dios y puede imponer su
derecho como mandato divino. Ese es su triunfo acabado. El señorialismo
boliviano padece de esa tragedia. Por eso es antinacional y ahora se
constituye en oposición y festeja el fallo de La Haya haciendo coro a la
arrogancia chilena.
Un escenario post-Haya no puede
establecerse sino por una lectura geopolítica. Sólo de ese modo podemos
hacer de la derrota una, como decía Coco Manto, “victoria postergada”.
Pero eso requiere recuperar el horizonte plurinacional y eso es lo que
los socialistas anacrónicos del gobierno no entienden. Ya rifaron al
líder en el referéndum pasado; y eso no fue promovido por el CONALCAM, o
las Bartolinas o los interculturales o la CSUTCB; eso tenía otra
fuente. No vaya a ser que sea la misma que promovió ese exitismo con la
demanda marítima, instrumentalizado para legitimar una continuidad
forzada. Esperemos que haya sabiduría para asumir esta derrota de modo
esperanzado, sin cálculos políticos coyunturales.
Sólo nos
restaría decirles a los jueces de La Haya, lo que otra víctima de la
injusticia de la ley, vejado, torturado, crucificado acorde al derecho
(romano en ese tiempo), dijo en pleno martirio: “perdónalos Dios mío,
porque no saben lo que hacen”.
Rafael Bautista S. es autor de “La geopolítica y el derecho al
mar”, Rincón ediciones, 2013. Dirige “el taller de la descolonización”.
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