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viernes, 5 de octubre de 2018

La geopolítica del fallo de La Haya


Esta lectura no es geopolítica a secas sino que constituye una aplicación analítico-coyuntural de lo que hemos denominado una “geopolítica de la liberación”. La geopolítica ya no puede ser más patrimonio de los imperios de turno sino que ahora se nos presenta como el ineludible desmontaje des-colonial al sistema de categorías que sustenta la cosmogonía del sistema-mundo moderno y su cosmovisión imperial centro-periferia. Lo que ponemos a consideración es una lectura crítica de lo que ya habíamos indicado el 2013 (https://www.alainet.org/es/active/63317), acorde ahora a la situación en que nos deja el fallo de la Corte Internacional de Justicia de La Haya, CIJ. Porque la crítica no trata de la degeneración que ha adquirido la palabra en el circo mediático, no se trata de emitir juicios y sentencias o calumnias o buscar culpables o iniciar las endechas del lamento boliviano; la crítica sirve para dar razón de los hechos, para poner luz en la incertidumbre y serenidad en el conflicto. No se hace crítica para oponerse sino para restaurar desencuentros. Lo otro es pura criticonería del chisme y la calumnia.
La situación en la que nos deja la CIJ requiere de la evaluación crítica de nuestras propias expectativas y ahora de las opciones que nos quedan (tampoco el triunfalismo chileno les otorga sabiduría, porque fue un triunfo regalado). Porque la cuestión es siempre no ganar sino qué haces con el triunfo o, en el caso contrario, perder significa si la derrota te derrota. Entonces, de lo que se trata, es de mostrar los límites de la sustentación de derecho débil que tenía la posición boliviana ante la CIJ; debida no sólo a un cándido optimismo legalista que es ciego de los supuestos liberales del derecho internacional, sino también a lo que habíamos señalado (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=164053) como la ausencia imperdonable de lectura geopolítica en la demanda de reivindicación marítima.
Vayamos por partes. Generalmente se olvida que el neoliberalismo no es sino una radicalización del liberalismo mismo, esto quiere decir que, si el neoliberalismo puede no sólo redefinir la economía sino la política y hasta el derecho, esto puede hacerlo porque esto no va en contra de los credos liberales sino que, lo que hace, es adecuarlos a las exigencias exponenciales del capital financiero transnacional. Por eso, con el derecho neoliberal, los Estados dejan de ser sujetos del derecho internacional y son las transnacionales las que usurpan esa condición, dejando a los pueblos y a la humanidad privados de todo derecho. Ese diagnóstico podía tasar de mejor modo los compromisos que implicaba un fallo jurídico de semejante magnitud; sobre todo cuando la actual institucionalidad global en decadencia, de la cual la CIJ forma parte, está diseñada desde la provinciana visión unipolar anglosajona, como garante de un orden geopolítico centro-periferia, en crisis terminal.
Recurrir a una instancia anacrónica al orden tripolar actual (con un equilibrio global en disputa), tenía que constituirse en táctica pero nunca en la estrategia misma. El exitismo gubernamental replicó la tragedia de nuestro futbol: metemos un gol y ya nos creemos con la copa (aunque ese exitismo, hay que decirlo, tenía sobradas razones para festejar anteladamente, eso los chilenos lo sabían muy bien).
Pero veamos primero el proceder de la CIJ. En primer lugar, resulta contraproducente que la Corte admita competencia en el tema que plantea Bolivia, para después ya ni siquiera proponer una solución salomónica sino desentenderse del asunto mismo. Porque si la CIJ no cumple con sus prerrogativas de contribuir a la solución de diferendos entre países, entonces es la propia Corte la que se excusa de su propia responsabilidad de administrar justicia, dejando a la parte más afectada en la incómoda situación de quedarse con la verdad histórica, pero no saber qué hacer con ella. Moraleja: lo que pasa con los pobres pasa también con los Estados débiles. La ley no sólo es ciega (¿a quién le conviene esa ceguera?) sino que resulta ahora sorda, porque ya no escucha razones.
¿Qué proceder muestra la CIJ con su fallo? El mismo que funda las expectativas de todo derecho liberal: la interpretación formalista de los hechos; esto significa legalismo, donde la letra muerta decide el proceder legal del dictamen, porque ¿dónde se ha visto que el usurpador admita, por escrito, sus obligaciones de reparación histórica? Si los jueces querían ver la obligatoriedad como admisión rubricada del propio Estado chileno, jamás iban a encontrar aquello en ningún documento. Lo que hace el fallo es típico derecho positivo. En tal caso, si la víctima –aunque moribunda– no demuestra con “papeles” las pruebas suficientes entonces resulta que no hay causa procesal; si es así, ¿para qué hay jueces? ¿Juzgan hechos o procedimientos?
Si primero admiten competencia es porque encuentran materia procesal y, si es así, entonces su tarea consiste en develar lo que la letra muerta no dice pero asume: el tema pendiente, o sea, la reparación obligada de una usurpación de hecho, o sea, la obligatoriedad que se asume implícitamente al sentarse a una mesa de negociación; cosa que Chile siempre hizo, no para reparar nada sino para aprovecharse siempre de las necesidades nuestras.
Si los jueces de La Haya no saben leer entre líneas entonces era mejor acudir a una computadora de última generación (al menos la máquina no presume tener criterios éticos ni aboga voluntariamente por la justicia, así que podíamos imaginar un juicio a-moral, por no decir inmoral). Porque los jueces no son capaces ni siquiera de ver en el tratado de 1904 (al cual en su ceguera persisten en llamar “tratado de paz”, cuando se trataba de la continuidad de la guerra por otros medios, “legales”) una imposición legalista que confirma en los papeles lo que, por beligerancia, fue usurpado fácticamente.
Por eso no es raro que, en las universidades neoliberales ya no les interese tener, en sus facultades de derecho, ni a la filosofía ni a la ética. De ese modo de-forman juristas que aplican ciegamente dogmas jurídicos y juzgan sólo procedimientos formales. Esa es la clase de “meritocracia” académica que reclutan las transnacionales del derecho internacional.
Toda la institucionalidad jurídica global es parida por el dólar y está diseñada para darle forma legal a todo el despojo que pretende siempre el capital transnacional. Entrar a ese juego significa constituirse en deudor de ese culto. Por eso los poderosos se valen de ese derecho internacional para imponer tratados a los Estados débiles. En ese sentido, puede que hasta sea mejor que la CIJ haya fallado a favor de Chile (recordemos, no sólo se nos arrebató territorio por las armas, también se hizo en los “papeles”, con procedimientos legales; eso sucede, por ejemplo, en la guerra del Chaco, con la mediación de la Argentina). En tal caso, el fallo de la Corte nos otorga, sin proponérselo, una ganancia nada despreciable: la estatura moral para denunciar ante el mundo el irracional uso del derecho internacional, porque consagra el derecho del vencedor, un derecho que sólo puede otorgarlo la fuerza, no la razón.
La sustancia del derecho moderno-liberal guarda esa maldición. Si nos preguntamos dónde nace el derecho liberal, nuestra mirada debe dirigirse a la conquista del Nuevo Mundo. En las Conferencias de Valladolid, de 1550, Ginés de Sepúlveda aduce argumentos de “derecho natural” para declarar que el indio no es víctima sino “inferior”; es decir, el argumento para beatificar la conquista es de derecho y funda jurisprudencia. El derecho que concede la conquista funda el factum que admite el derecho liberal como su propia sustancia jurídica. Por eso el factum del derecho liberal no es sino la conculcación del derecho mismo; porque si, ante el derecho del vencedor, la víctima ya no posee derecho alguno, porque se ha inferiorizado su humanidad, entonces resulta que el derecho liberal administra esta clasificación racializada, naturalizándola por medio de la ley. La injusticia misma se hace legal.
Por eso la ley está podrida, aquí y en todo lado. Esta historia es lo que precisamente encubre la formalización del derecho moderno-liberal. Por eso se entendía la amonestación chilena: la Corte, en el caso de un fallo favorable a Bolivia sentaba un “peligroso antecedente” y esto significaba, ni más ni menos, que los jueces no podían ir en contra del fundamento del derecho liberal. Desde Locke y Hobbes, el estado de guerra que declara Europa a los indios del Nuevo Mundo, funda al Estado de derecho moderno-liberal; con ese derecho se legaliza el exterminio de los indios del Nuevo Mundo. Se trata siempre del derecho que impone el derecho del vencedor. La historia de las categorías jurídicas modernas, como el ius gentium (derecho de gentes) y el ius peregrinandi (derecho internacional), desde Francisco de Vitoria, son la formalización de una jurisprudencia que admite la apropiación ilegitima como sustancia legal que legitima al orden moderno-liberal instituido.
Por eso la ley moderna sirve al rico y al poderoso y funda una jurisprudencia que hace del despojo lo que, desde Hegel, se conoce como determinación positiva de la libertad individual en cuanto apropiación; es decir, en el mundo moderno, la propiedad privada (de individuos y hasta naciones) es la sustancia del derecho. De ese modo, el derecho consagra esa libertad, porque es la base del derecho y esta libertad consiste en la apropiación o privación de algo común en algo que aparece, por mediación del derecho, como “algo con dueño”; este proceso es el factum del derecho, por eso la apropiación, que es en realidad una privación (de allí el concepto de propiedad “privada”), sienta base jurídica y, a la luz del derecho internacional, eso es lo que aparece como legal.
Por eso se comprenderá que Bolivia siempre perdió y siempre iría a perder por esas vías ante Chile, porque la letra muerta, que es la única materia jurídica que admite la Corte, es la legitimación jurídica de una cesión hecha, en su origen, por la fuerza. De tal modo que acudir a los tribunales es ya una aceptación de facto del derecho que impone el vencedor y que se debe, por esa aceptación, obedecer. La propia ley produce esta trampa.
Ahora bien, ¿qué hay detrás de ese fallo que no cabía ni en el más pesimista de los escenarios? La crítica jurídica que hemos hecho es geopolítica, porque el fundamento del derecho internacional responde a equilibrios de poder que delimitan la materia misma de la cosa juzgada; los fallos, así como no son a-políticos, tampoco son indiferentes a cartografías conceptuales que contienen jerarquías naturalizadas y, si se presentan de modo abstracto, en cuanto derecho positivo, es sólo para no delatar una connivencia hasta acostumbrada con los poderes fácticos. La figura del contrato es claro ejemplo de ello, porque ante el contrato todos aparecemos formalmente iguales ante la ley, pero esta igualación formal es una argucia jurídica que oculta desigualdades de hecho, antropológico-históricas que, por medio de la ley, fundan, mantienen y hacen estables, relaciones de poder injustas. En ese contexto, ingresemos en la geopolítica implícita en el fallo de La Haya.
Ésta nuestra interpretación parte de un principio: los propósitos de la invasión al litoral no fueron meramente comerciales o económicos; fueron en realidad razones geopolíticas las que sostienen la política de Estado chilena, en lo referente al Litoral boliviano. El Estado chileno sólo podía apostar a la invasión de 1879 –no como mero garante de los intereses británicos– si aquello significaba a largo plazo asegurar su importancia estratégica. Por eso señalábamos el 2013 que, si una apelación a instancias jurídicas como la CIJ, adolece del componente geopolítico –urgente y necesario en esta nueva época de dislocación del tablero global y rediseño de las áreas de influencia y corredores estratégicos–, estaba condenada al fracaso.
Exponer la geopolítica implícita en el fallo de la CIJ quiere decir, dejar al descubierto las razones ocultas que priman en el giro que da la supuesta consabida decisión de la Corte, después de asumirse como tribunal mundial en una controversia histórica bilateral.
En un orden mundial en decadencia, sucede que sus instituciones se vuelven anacrónicas, esto significa que las razones que pesan en todos sus fallos pasan necesariamente por calcular las consecuencias de estos y no comprometer su propia sobrevivencia. El Estado chileno, con su usual prepotencia, ya había advertido con desconocer el fallo, pues de principio sostuvo la no competencia de la Corte en este asunto (cosa que la CIJ sospechosamente no tuvo en cuenta en su fallo). La amenaza posterior que hace la delegación chilena al señalar el “nefasto precedente que iría a marcar en adelante la decisión de la Corte en asuntos bilaterales”, no fue debidamente examinada por la parte boliviana.
Porque esa amenaza marcaba el principio realidad para una Corte cuya decisión, de ser contravenida, generaba la posibilidad de ser burlada y esto significaba ratificar su propia incompetencia en asuntos de controversia bilateral. Entonces la CIJ se lava las manos como Poncio Pilato, porque sabe que no tiene, en los hechos, potestad vinculante. Implicarse –que esa es su razón de ser– en tales asuntos, ya no tiene sentido en un mundo donde, por ejemplo, USA se burla del derecho internacional y las potencias occidentales lo usan para destruir países enteros. En tal caso, los fallos de la CIJ sólo tendrían competencia moral pero, las consecuencias de esos fallos, en medio de un dramático des-orden mundial, no pueden socavar su propia institucionalidad; porque además su garante real no es la justicia sino los poderes fácticos (a los cuales debe su permanencia), aunque se hallen en decadencia. Si las potencias occidentales defienden al actual orden mundial decadente, porque sólo en ese mundo son “centro” civilizatorio, lo que hacen sus instituciones es defender los valores de ese mundo.
En tal contexto, el conflicto marítimo Chile-Bolivia, se inscribía en la disputa de hegemonía global entre USA y China, es decir, entre Occidente y el Club de Shanghái, donde también está la nueva potencia militar y energética: Rusia. El tren bioceánico no le conviene a la geoeconomía del dólar, que está representado en Sudamérica por la “Alianza del Pacífico”, del cual Chile forma parte. Así como en Nicaragua estalla el conflicto para impedir una futura penetración de la hegemonía china con el nuevo canal de Nicaragua, así el fallo de La Haya se constituye en una advertencia del dólar contra los Estados que se atrevan a escoger nuevos socios con otras monedas.
La cosmogonía del dólar hace que la CIJ se incline por el universo de los prejuicios occidentales que representa Chile en estos lados. Porque los capitales globales se encuentran en plena guerra financiera contra toda otra moneda que pretenda rediseñar la imagen del mundo que tenemos (la pelea de aranceles entre China y USA es apenas la punta del iceberg de algo parecido a lo que originó la segunda guerra mundial). La diplomacia chilena no es tonta y sabe adónde arrimarse y sabe el poder de los lobbies, además que representa a una burguesía aliada al más espurio capital transnacional (para el mundo neoliberal Chile siempre fue su niña mimada, su primogénita, parida en la destrucción de una democracia popular, presentada como “milagro económico”, cuando la dictadura nunca produjo un crecimiento económico superior al periodo incluso de Allende).
Ese contexto ponía en aprietos a la CIJ que, como toda institución global, es sensible al equilibrio de poderes y, en ello, optó, como siempre, en sacrificar al débil antes de enfrentarse a sus garantes: los poderos fácticos.
En consecuencia, el sustento histórico-político que fundamentaba jurídicamente la apelación boliviana, sin esta contextualización que le podía brindar una lectura geopolítica de la coyuntura global, se quedaba con la verdad discursiva pero sin posibilidades de persuasión estratégica actual. Sin lectura geopolítica, la demanda boliviana no sabía en qué mundo se encontraba ni a quién arrimarse para equilibrar una situación adversa. Por eso, no se trata sólo de querellarse contra el Imperio, sino de plantearse una política de liberación de la dependencia estructural, para actuar en la arena global de modo soberano.
En ese sentido, la demanda marítima fue desaprovechada y ya no se nos presentaba como la mejor forma de diseñar ya no una lectura geopolítica clásica sino de redefinir la geopolítica misma a la hora de fundamentar, por ejemplo, una diplomacia de los pueblos (apuntando a una nueva institucionalidad global). De eso trataría una “geopolítica de la liberación”: de tematizar, de modo multidimensional e hipercomplejo, las posibilidades de irradiación estratégica del poder popular. Sólo de ese modo una lectura geopolítica des-colonial estaría en condiciones de dar razón ya no solo de un mundo multipolar sino, lo que más interesaría a los pueblos: de un nuevo orden mundial basado en la cero-polaridad (donde ninguna potencia tenga poder de decisión al margen de los pueblos).
En la invasión al Litoral boliviano Chile también se jugaba su sobrevivencia como Estado. Y su sobrevivencia pasaba por reducirnos a garantes de su desarrollo. Por eso se proponen vivir a costa nuestra y todos los tratados que hizo firmar a la oligarquía antinacional boliviana no hicieron más que ratificar ese propósito geopolítico del Estado chileno. Nos tenían que encerrar, enclaustrar, para que Chile, o sea, su burguesía, las 7 familias, se abran al mundo. ¿Cómo podemos revertir aquello?
Nuestra propuesta ha sido siempre responder geopolíticamente al enclaustramiento marítimo. Sin necesidad de disparar un solo tiro o de insultarnos mediáticamente, una política de Estado debiera consolidar, a largo plazo, un corredor geoeconómico de irradiación al pacífico (donde se está desplazando la economía del siglo XXI, con la nueva “Ruta de la Seda”), basado en la conexión geocultural entre el sur del Perú, el occidente boliviano y el norte de la Argentina. Porque en toda reconfiguración del tablero geopolítico, de lo que se trata es de ingresar, en las mejores condiciones, en la nueva cartografía global. Entonces, el tren bioceánico, por ejemplo, debiera ser visto como un recurso geoestratégico que nos libere definitivamente de la dependencia de los puertos chilenos.
El norte chileno vive gracias al comercio boliviano. La política arancelaria con Chile debe redefinirse para promover la industria nacional y desplazar las mercancías chilenas del mercado boliviano. Con el Perú (sobre todo el sur) nos une la cultura y la lengua, y una estrategia integradora conviene tanto al Perú como a Bolivia, antes que el capital chileno se entre otra vez a saquear hasta Lima.
¿Por qué el pacífico? Porque es nuestra conexión natural. Somos culturas que miran al Oriente, no al Occidente. Éste tiene apenas 5 siglos. Nuestra conexión al pacífico tiene milenios. ¿Por qué sucede el enclaustramiento en nuestra propia idiosincrasia, es decir, en nuestra propia subjetividad?, porque se cierra nuestra apertura natural al mundo. Eso merma nuestra propia realidad, porque ningún pueblo posee realidad sin su propio espacio vital, y si algo de éste le es arrebatado, su propia existencia sufre la falta de un complemento necesario para afirmar su consistencia como pueblo. Por eso ningún robo es impune, altera todo el orden natural, porque siembra dolor y llanto en el hombre y la tierra.
¿Cómo hacer que el exitismo chileno se convierta en su triunfo pírrico? Si las instancias jurídicas no pueden siquiera persuadir al Estado chileno a actuar de buena fe con nuestra demanda marítima, entonces geopolíticamente debemos liberarnos de toda prerrogativa chilena, comenzando con mermar su importancia en nuestro comercio, dejando de alimentar a la economía chilena y apostar definitivamente a salir al pacifico vía Perú.
Esto no significa renunciar al Litoral sino sentar las condiciones para que sea Chile quien requiera de nuestro comercio para no deprimir su economía y sean ellos quienes toquen nuestras puertas y nos pidan nuevos tratados. Entonces podríamos negociar soberanamente. Esto ya lo hemos expuesto en nuestro libro “La geopolítica y el derecho al mar”: “si toda apuesta boliviana fracasa, es porque nunca se generó las condiciones para remontar la dependencia, de modo que se pueda tener márgenes soberanos de negociación. No es lo mismo negociar suplicando favores que reclamando deudas”. Suplicar es lo que siempre hizo la oligarquía boliviana, hasta la presidencia de Carlos Mesa.
Pero sólo se reclama soberanamente una deuda cuando ya no hay dependencia de por medio. El óptimo nacional, ahora plurinacional, sólo sería decisivo si asume que nuestro consumo no puede significar nuestro despotenciamiento nacional, favoreciendo siempre al enemigo. Por eso la salida al enclaustramiento es, más que todo, subjetiva, porque se trata de nuestra propia dignificación como pueblo y como nación. Y esto empieza por empezar a consumir lo nuestro, impulsando la producción nacional para potenciar nuestra cultura. Un pueblo es libre y soberano cuando produce con dignidad su propio pan, porque, como decía Marx, la verdadera forma universal de la riqueza no es el capital sino la producción del alimento.
Salir del enclaustramiento marítimo es, en realidad, salir del enclaustramiento mental (por eso, el consumo, o dignifica o deshumaniza, o sea, el consumo puede liberar). Gran parte de la diplomacia boliviana se “formó” en universidades chilenas, por eso siempre patrocinó acuerdos a favor del enemigo; no le quedaba otra porque, una vez naturalizada la dependencia, la dominación constituye una religiosidad donde el enemigo se hace dios y puede imponer su derecho como mandato divino. Ese es su triunfo acabado. El señorialismo boliviano padece de esa tragedia. Por eso es antinacional y ahora se constituye en oposición y festeja el fallo de La Haya haciendo coro a la arrogancia chilena.
Un escenario post-Haya no puede establecerse sino por una lectura geopolítica. Sólo de ese modo podemos hacer de la derrota una, como decía Coco Manto, “victoria postergada”. Pero eso requiere recuperar el horizonte plurinacional y eso es lo que los socialistas anacrónicos del gobierno no entienden. Ya rifaron al líder en el referéndum pasado; y eso no fue promovido por el CONALCAM, o las Bartolinas o los interculturales o la CSUTCB; eso tenía otra fuente. No vaya a ser que sea la misma que promovió ese exitismo con la demanda marítima, instrumentalizado para legitimar una continuidad forzada. Esperemos que haya sabiduría para asumir esta derrota de modo esperanzado, sin cálculos políticos coyunturales.
Sólo nos restaría decirles a los jueces de La Haya, lo que otra víctima de la injusticia de la ley, vejado, torturado, crucificado acorde al derecho (romano en ese tiempo), dijo en pleno martirio: “perdónalos Dios mío, porque no saben lo que hacen”.
Rafael Bautista S.  es autor de “La geopolítica y el derecho al mar”, Rincón ediciones, 2013. Dirige “el taller de la descolonización”.

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