El
domingo 7 de Octubre tendrá lugar la primera vuelta en las elecciones
presidenciales del Brasil. Todo parecería indicar que el ultraderechista
Jair Bolsonaro prevalecería en esa instancia, pero sería derrotado en
el balotaje por Fernando Haddad, quien fuera elegido como candidato a la
vicepresidencia por Lula y quien luego conformó una fórmula con Manuela
d’Ávila, del PCdoB. De este modo, el tan celebrado (por politólogos y
los “opinólogos” de los grandes medios) “centro político” desapareció
casi sin dejar rastros en Brasil. Es que con políticas como las
impulsadas por el régimen golpista de ese país una opción centrista
carece por completo de sentido. Ante la brutal reinstalación de un
neoliberalismo puro y duro con la gestión de Michel Temer, como también
ocurriera con Mauricio Macri en la Argentina, pocas cosas serían menos
razonables -¡y posibles!- que apostar a un compromiso o un acuerdo entre
quienes hoy gobiernan para beneficio de una minoría opulenta y de los
intereses imperiales y quienes pretenden hacerlo para el pueblo y las
grandes mayorías nacionales. Resumiendo, es casi un hecho que la disputa
final será entre Bolsonaro y Haddad. Los representantes del “centro
político”, Marina Silva y Gerardo Alckmin, el gobernador del Estado de
Sao Paulo y delfín de Fernando H. Cardoso, se hunden en un 7 y 6 %
respectivamente en intención de voto y el versátil Ciro Gómez no logra
despegar de un tercer lugar cada vez más lejano de los punteros. En los
últimos días Bolsonaro cosechó el apoyo de importantes sectores del establishment,
dispuestos a cualquier cosa con tal de evitar el retorno del
“populismo” lulista al Palacio del Planalto. Pero aún así el ex capitán
del ejército, que dedicó su voto de destitución de Dilma a su camarada
de armas que la había torturado, concita el rechazo del 44 % de la
población, lo que le impone un techo difícil de perforar. Ante esta
configuración de factores no sería extraño que Michel Temer tuviera que
entregarle las insignias del mando a Fernando Haddad el próximo 1 de
enero.
Ante
ello, surge la pregunta: ¿cuál debe ser la postura de la izquierda ante
un balotaje entre una fuerza reaccionaria, xenófoba, fascista y otra que
representa una alternativa que sin ser radical significa un movimiento
en una dirección moderada de socialismo? Ya en el pasado esta opción
atribuló a las fuerzas de izquierda en Brasil, cuando debiendo elegir
entre la candidatura derechista de Aécio Neves y la de Dilma Rouseff y
optaron por la neutralidad. Poco después lo mismo acontecería en la
Argentina, cuando las alternativas eran Mauricio Macri y Daniel Scioli. Y
de nueva cuenta, la ultraizquierda eligió el camino autocomplaciente de
la pureza dogmática y el descompromiso con las demandas y las
necesidades de la clase trabajadora y decretó, como antes en Brasil, que
“ambos eran lo mismo”. Pero ni Dilma era Aécio ni Scioli era Macri, y
los sectores populares con sus renovados sufrimientos y privaciones
están experimentando, de forma salvaje, las diferencias entre unos y
otros, negadas por el infantilismo izquierdista y su visión abstracta de
la política. Es que para una lectura talmúdica y antidialéctica del
marxismo, tanto Macri como Scioli, o Aécio y Dilma, eran políticos
burgueses y por lo tanto “daba lo mismo el triunfo de uno u otro.”
Franklin D. Roosevelt y Adolf Hitler eran políticos burgueses, como hoy
lo son Donald Trump y Bernie Sanders. Pero, ¿fueron, son lo mismo? ¡De
ninguna manera! Y no se hace política con abstracciones de este tipo;
tal vez sirvan para enseñar un mal curso de ciencia política, o de
teoría marxista. Pero la vida real pasa por otro lado. La eficacia de la
acción política se encuentra en el arte de navegar en un mar de
sutiles matices y contradicciones, nunca en el diáfano lago de las
categorías abstractas, siempre “claras y distintas” como quería
Descartes. En su radicalismo retórico la ultraizquierda se desnuda como
tributaria de una visión de la política propia del liberalismo, que
concibe a la historia como el despliegue de los “grandes líderes” y
desecha por completo el entramado de fuerzas sociales en pugna, mismo
que, como se comprueba en el caso de la Argentina, establece límites a
lo que sus jefes pueden hacer. El genocidio de los pobres, de los
ancianos y de los niños en la Argentina que impulsa Macri es posible
porque la fuerza social que encabeza está dispuesta a acompañarlo en tan
funesta empresa. Aunque Scioli hubiese querido hacer lo mismo –cosa que
no descarto a priori- no habría podido, porque su base social le habría
impuesto límites infranqueables a tan nefasta iniciativa. ¿Habrá que
recordarle a la ultraizquierda que es la lucha de clases la hacedora de
la historia, no tal o cual líder en particular?
Volviendo
a Brasil: lavarse las manos en el balotaje brasileño es una política
suicida para la izquierda radical que sería la primera víctima de las
hordas fascistas que comanda Bolsonaro. Para intervenir en la coyuntura
cualquier fuerza política o social debe partir del reconocimiento de sus
fortalezas y debilidades. Si la ultraizquierda que hoy en Brasil
proclama su “neutralidad” en la lucha electoral hubiera acumulado una
fuerza política capaz de disputar la presidencia entonces el voto podría
canalizarse en dirección propia. Pero ese no es el caso,
desgraciadamente. Las usuales críticas al “malmenorismo”, que pretenden
tapar el sol con un dedo, tratan infructuosamente de ocultar esa
debilidad de larga data y los límites de la desprestigiada consigna del
“tanto peor, tanto mejor”, porque si algo ha enseñado el capitalismo en
las últimas décadas fue su formidable capacidad de metabolizar la
protesta social y de erigir enormes obstáculos al surgimiento de una
conciencia y una organización política anticapitalistas. El
desconocimiento de esta realidad, el optar por la neutralidad entre un
fascista y, pongamos, un reformismo coherente como el que representan
Haddad y d’Ávila sólo puede traer renovados sufrimientos a las clases y
capas populares del Brasil, dificultar aún más la organización del campo
popular y alejar todavía más las perspectivas de una revolución
anticapitalista. La penosa experiencia argentina debería hacerlos
reflexionar: Macri criminalizó la protesta social y armó un formidable
aparato represivo que dificulta enormemente las imprescindibles labores
de organización y concientización de la clase. De triunfar Bolsonaro,
ayudado por la deserción de la ultraizquierda, la situación del campo
popular en Brasil sería aún peor. Eso, siempre y cuando, ante la
perspectiva irreversible de un triunfo de Haddad en el balotaje la
derecha brasileña no se anticipe a lo que sería un desastre para su
proyecto -por el cual destituyeron a Dilma, encarcelaron a Lula,
instauraron a un monigote como Temer para impulsar una legislación
ultrareaccionaria, etcétera- y decida postergar hasta nuevo aviso el
llamado a las urnas, o anulándolas en caso de que tengan lugar y
Bolsonaro sea derrotado, o provocando la destitución de Temer e
instaurando un gobierno de transición que “normalice” el país en un
plazo de dos o tres años, suficientes para inventar candidatos más aptos
que el ex capitán del ejército, desarticular lo que queda del
movimiento popular y desbaratar cualquier estrategia que éste pudiera
concebir para competir en las elecciones. Como es bien sabido, “el
lawfare” da para todo.
En
su tiempo Lenin detectó sagazmente los errores del “izquierdismo” y
cómo, pese a sus intenciones, con su dogmatismo libresco retrasa en
lugar de acelerar el proceso revolucionario. El examen de la dolorosa
experiencia argentina debería ser un antídoto para erradicar
definitivamente la enfermedad infantil del “izquierdismo” que tanto daño
ha hecho a la causa de la revolución en toda Nuestra América. La
derrota de Bolsonaro es un imperativo categórico para las fuerzas
genuina y realísticamente empeñadas en la construcción de una
alternativa anticapitalista. Una vez consumada, las fuerzas de izquierda
deberán profundizar sus esfuerzos para, de una buena vez, constituir
una mayoría política y social -cosa que al día de la fecha está
largamente demorada- que impulse la necesaria radicalización de un
eventual gobierno del PT y sus aliados. Sé que toda esta argumentación
puede sonar como inaceptable, o “malmenorista”, para algunos sectores
del trotskismo, el anarquismo posmoderno y el autonomismo de la
antipolítica. Pero, como decía Gramsci, sólo la verdad es
revolucionaria, y a la hora del balotaje esa verdad se impondrá con la
inexorabilidad de la ley de la gravedad para impulsar a las fuerzas
populares del Brasil a impedir el triunfo de un fascista. Salvo, claro
está, que los compañeros del gigante sudamericano me convenzan de que
están en condiciones de conquistar el poder del estado e imponer el
socialismo por la vía insurreccional, dejando de lado las trampas y
maquinaciones de la democracia burguesa. Sería una gran noticia, pero
hablando con la franqueza que debe caracterizar el diálogo entre
revolucionarios, creo que esa alternativa es, por el momento,
absolutamente ilusoria y fantasiosa. Y, además, paralizante y suicida.
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