Alejandro Nadal
La transición en Sudáfrica de
un régimen de racismo institucionalizado a una democracia electoral es
un acontecimiento de gran relevancia. Desgraciadamente, este giro no se
reflejó en la situación económica. En un tiempo récord el Congreso
Nacional Africano (CNA), el partido que había liderado la lucha contra
la opresión racista, abrazó y consagró las políticas del neoliberalismo
que habían cimentado el sistema de explotación y desigualdad del apartheid.
El análisis de la economía política de este proceso de transición es
una lección importante para cualquier gobierno que aspire a un cambio
social y económico real.
A finales de la década de 1980 la situación en Sudáfrica había
llegado a un callejón sin salida. Los enfrentamientos habían drenado la
energía de ambos bandos y los militantes del CNA sabían que el aparato
represivo de la minoría blanca estaba agotado y rebasado. Pero aun así,
una insurrección final con tintes violentos conduciría a un baño de
sangre.
La minoría blanca confiaba en su formidable arsenal
policiaco-militar. Pero el régimen estaba en plena bancarrota política y
su aislamiento internacional lo llevaría al fracaso en caso de escoger
el camino de la represión. Además, el apartheid chocaba con la
lógica de la acumulación capitalista al impedir la libre movilidad del
trabajo. Toda la industria en Sudáfrica estaba sufriendo los
inconvenientes. Había llegado el tiempo de negociar para asegurar un
acuerdo de transición ventajoso.
Durante la segunda mitad de los años 1980 las reuniones secretas
entre la élite económica y los altos mandos del CNA se multiplicaron.
Cuando Nelson Mandela fue liberado en 1990, los contactos se hicieron
más frecuentes. Mandela y Harry Oppenheimer, el magnate de la industria
minera y de diamantes, se reunían para comer en Little Brenthurst, la
casa de campo del industrial. Para la minoría blanca el objetivo era
crear condiciones que permitieran la transición política sin sacrificar
los privilegios económicos adquiridos durante el apartheid.
En el acuerdo final de transición negociado entre el CNA y la minoría
blanca, el ingrediente sobresaliente fue el de la democracia electoral:
una persona, un voto. Pero esta paridad política escondía la
desigualdad económica: la nueva constitución garantizó los derechos de
propiedad de la minoría sobre tierras, minas, fábricas, bancos y
telecomunicaciones. La ley suprema consolidó la profunda desigualdad que
siempre había prevalecido en Sudáfrica.
El programa de los años de lucha del Congreso Nacional Africano
incluía un fuerte proceso de nacionalizaciones de industrias
(especialmente en la minería) y una robusta reforma agraria. Todo eso
quedó en el olvido con la nueva Constitución. Además, el CNA aceptó el
pago de la deuda acumulada durante los años del apartheid y el
nuevo gobierno acabó pagando más de 2 mil millones de dólares anuales
por concepto de intereses de deuda odiosa acumulada antes de 1994. Es
decir, aceptó pagar por los créditos que habían sido utilizados para
oprimir a la mayoría de la población. Hasta la autonomía del banco
central fue ratificada como parte del paquete de organización económica
(al mando del instituto monetario quedó el funcionario que lo había
dirigido durante los años del apartheid). Los principios de austeridad y finanzas públicas sanas también fueron incorporados como elemento esencial de la nueva estrategia económica.
Es decir, el gobierno de unidad nacional abrazó los principios del neoliberalismo. Los instrumentos utilizados para convencer
a los mandos del CNA incluyeron numerosas promesas de nuevas
inversiones incumplidas, la corrupción, el engaño, la intimidación y
hasta el asesinato (como en el caso de Chris Hani).
En última instancia, el Congreso Nacional Africano adoptó la idea de
que la economía de Sudáfrica era un mecanismo delicado que sólo los expertos
de la minoría blanca podían manejar con eficiencia. Solamente los
peritos versados en la ortodoxia neoliberal podrían guiar la política
macroeconómica. Los dictados neoliberales en materia de estabilidad de
precios y recortes presupuestales serían la brújula del nuevo gobierno.
Hoy sabemos que estabilidad de precios no es sinónimo de estabilidad macroeconómica y que el manejo correcto
de la deuda pública mediante el superávit primario conduce al desastre.
Pero en 1994 el gobierno sudafricano prefirió las migajas para el gasto
social y algo de inversiones en obras públicas sobre los cambios
medulares en la estrategia económica heredada del apartheid.
El resultado para Sudáfrica no sorprende: estancamiento, desempleo de
27 por ciento, desigualdad y pobreza cada vez más intensa. Los niveles
de violencia y criminalidad no se quedan atrás, porque es imposible
combatir la criminalidad sin abandonar el neoliberalismo. La lección es
clara y en México no debemos ignorarla: no tocar nada para mejor
administrar el modelo neoliberal y pretender que los beneficios lleguen
por goteo a la mayoría no es una buena estrategia.
Twitter: @anadaloficial
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