La madrugada del 5 de
septiembre de 1970 Salvador Allende salió al balcón del viejo caserón
que la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile (FECh) tenía
en la Alameda, frente a la Biblioteca Nacional. Con un modesto
micrófono habló a las miles de personas que festejaban la victoria
electoral de la Unidad Popular en la principal arteria de Santiago, en
una noche constelada que la izquierda había anhelado durante todo el
siglo XX. Pronunció un discurso emocionante en el que rindió homenaje a
la dura historia del movimiento popular, ensalzó el pluralismo de las
fuerzas sociales y políticas que sustentaban su candidatura y prometió
que sería leal a la confianza que el pueblo había depositado en él.
No había un lugar más simbólico para dirigir sus primeras palabras al país como futuro Presidente de Chile, porque su bautismo de fuego
se produjo precisamente en la Universidad de Chile en la segunda mitad
de los años 20, tras llegar en marzo de 1926 a Santiago para estudiar
Medicina después de cumplir el servicio militar de manera voluntaria. En
1931 participó activamente, como miembro del marxista Grupo Avance (su
primera experiencia militante), en las épicas luchas que condujeron a la
caída de la dictadura del coronel Carlos Ibáñez y durante un breve
periodo fue vicepresidente de la FECh. Un año después, tomó parte en la
efímera República Socialista de junio de 1932, lo que le costó varias
semanas de cárcel y ser procesado por una corte marcial. En el funeral
de su padre, en septiembre de aquel año, prometió dedicar su vida a “la
lucha social”.
Descendiente, por vía paterna, de una familia
que tuvo un papel destacado en la lucha por la independencia nacional en
los albores del siglo XIX (sus antepasados lucharon junto a O’Higgins y
Bolívar) y en la pugna por la democratización del país desde las filas
del Partido Radical y la masonería (con el ejemplo luminoso de su abuelo
Ramón Allende Padín), hijo de un abogado que terminó sus días como
notario de Valparaíso, Salvador Allende Gossens (Santiago de Chile, 26
de junio de 1908) asumió desde muy joven un compromiso social y político
inusual en un muchacho de su clase social. Frente a la caricatura del pije Allende, siempre vestido de manera elegante, que
tantas veces dibujaron sus adversarios (y algunos de sus compañeros),
resplandece su temprana participación en talleres de alfabetización de
las clases populares tanto en el Liceo Eduardo de la Barra del puerto
como en la FECh y también su colaboración solidaria en consultorios
médicos vinculados a los sindicatos anarquistas en Santiago (por la
huella labrada en su conciencia por el carpintero libertario Juan
Demarchi en 1922) y al Partido Socialista en Valparaíso.
1933
marcó el rubicón en su trayectoria al tomar parte en la fundación del PS
en Valparaíso. Su ascenso fue verdaderamente meteórico: secretario
regional desde 1935, vicepresidente del Frente Popular porteño desde
1936, elegido diputado en marzo de 1937, responsable local de la campaña
presidencial de Pedro Aguirre Cerda que llevó al histórico triunfo del
25 de octubre de 1938 y subsecretario general del PS desde diciembre de
este año. Y el 28 de septiembre de 1939 el Presidente Aguirre Cerda le
designó ministro de Salubridad cuando tan solo contaba con 31 años. Su
trabajo durante dos años y medio al frente de esta importante
responsabilidad delinea su personalidad política: su capacidad para
diagnosticar los grandes problemas nacionales, explicarlos de manera
pedagógica (como aquella exposición sobre la vivienda frente al
aristocrático Club de la Unión, en la Alameda, en 1940) y señalar las
soluciones legislativas y ejecutivas para corregirlos (como la
emblemática reforma de la Ley 4.054 que suscribió el 11 de junio de 1941
y que terminaría alumbrando el Servicio Nacional de Salud en 1952).
También en los años 40 su trayectoria fue especialmente meritoria.
Entre enero de 1943 y agosto de 1944, le correspondió ocupar (por única
vez en su vida) la secretaría general del Partido Socialista, en un
contexto muy influido por la II Guerra Mundial y el distanciamiento de
la coalición formada por el Partido Radical y el Partido Comunista. En
1945, fue elegido senador por primera vez. En 1947 y 1948, se distanció
del sector anticomunista del socialismo y criticó firmemente la
persecución del PC instigada por el Gobierno de Gabriel González Videla,
estigmatizado para siempre como traidor por Pablo Neruda en Canto general.
Y cuando la mayor parte de sus compañeros apostó por la opción
populista de Ibáñez para la contienda presidencial de 1952, supo
reagrupar junto a los comunistas en el Frente del Pueblo a las fuerzas
de izquierda que apostaron por un camino singular en el contexto de la guerra fría.
Elegido candidato presidencial, Allende recorrió por primera vez todo
el país, “de Arica a Magallanes” como acostumbraba a decir, con la
dedicación y la fe de un misionero. Volodia Teitelboim, Jaime Suárez
Bastidas o Carmen Lazo le acompañaron en su primera campaña presidencial
y dejaron testimonio de su tenacidad y confianza en la posibilidad de
transformar Chile a partir de la formación de un potente movimiento
político y social.
En 1958, ya con el socialismo reunificado y
la izquierda fortalecida en el Frente de Acción Popular (FRAP), quedó a
33.000 votos de La Moneda y fue el candidato más votado por el
electorado masculino. Algunas irregularidades en el escrutinio y la
inopinada aparición de un curioso personaje, el “cura de Catapilco”, le
privaron de la victoria, que correspondió al derechista Jorge
Alessandri. Pero aquel resultado no dejó de sorprender, de hecho la
crónica del enviado especial del diario madrileño Abc concluía así: “La elevada votación obtenida por el socialista doctor Allende significa, sin duda, una advertencia”.
En febrero de 1959, mientras se encontraba con su esposa, Hortensia
Bussi, en Caracas para asistir a la toma de posesión de su amigo Rómulo
Betancourt, decidió viajar a Cuba y allí conoció a los principales
dirigentes de la Revolución que cambió la historia continental y
endureció el clima de la guerra fría en América Latina por la respuesta de Washington. Amigo y compañero de Fidel Castro y de Ernesto Che Guevara, fue un firme defensor de la Cuba socialista sin por ello renunciar al camino revolucionario
que creía más adecuado para Chile. Más crítica y distante fue su visión
del modelo político y social de la URSS, extensamente expuesta en un
discurso en el Senado en junio de 1948. No tuvo dudas en rechazar
abiertamente las invasiones militares de Hungría (1956) y Checoslovaquia
(1968), pero ello no le impidió ensalzar en varias ocasiones el papel
de la URSS como aliado de los pueblos del Tercer Mundo que luchaban
contra el imperialismo (singularmente elogió su apoyo a Vietnam), ni
viajar a este inmenso país en repetidas ocasiones desde agosto de 1954.
En noviembre de 1967, estuvo presente (acompañado por su hija Beatriz)
en la conmemoración del 50º aniversario de la Revolución. En diciembre
de 1972, en el marco de la gira internacional más importante de su
mandato, llegó como Presidente de la República a Moscú y Kiev. Una
sonora excepción en su relación con la URSS fue el sorprendente
discurso, la extraordinaria loa en honor de Stalin que pronunció el 15
de marzo de 1953, en el masivo acto que la izquierda chilena organizó en
el Teatro Baquedano de Santiago tras su fallecimiento. Fue el discurso
menos allendista de toda su vida.
En 1964, la batalla
presidencial le enfrentó con un viejo amigo, el democratacristiano
Eduardo Frei Montalva, pero también con la CIA y el Gobierno de Lyndon
Johnson, que financió una increíble campaña de propaganda anticomunista…
que ya les había dado resultado en Italia en 1948. El 4 de septiembre
de aquel año no solo la burguesía chilena respiró aliviada ante la
amplia victoria de Frei. “Hemos roto todas las reglas. Abrimos champaña y
estamos celebrando”, comunicaron aquella noche los funcionarios de la
Embajada de Estados Unidos en Santiago al Departamento de Estado. Su
tercera derrota no le indujo ni a moderar sus posiciones políticas, ni
tampoco a aceptar el estruendoso proceso de radicalización (retórica) de
su partido, con el Congreso de Chillán de 1967 como punto de partida.
Muy pronto advirtió de las limitaciones del programa reformista de la
Democracia Cristiana y de la hipocresía de su publicitada “Revolución en
Libertad”. La creación del MAPU por los dirigentes más consecuentes de
la DC y la masacre de la Pampa Irigoin en 1969 le dieron la razón. La
fundación de la Unidad Popular en octubre de aquel año reafirmó su
análisis político: por primera vez, junto con la hegemónica izquierda
marxista confluían fuerzas tradicionalmente centristas (Partido
Radical), de inspiración cristiana (el MAPU) y otros sectores (API y
PSD). La campaña para la batalla presidencial de 1970, con la explosión del movimiento muralista y de la Nueva Canción Chilena, la movilización de los trabajadores y de nuevos actores, como los pobladores
(los habitantes de los paupérrimos barrios de la periferia urbana),
alumbró un inmenso movimiento popular que abrió las puertas de la
Historia aquel inolvidable 4 de septiembre de 1970.
Después vinieron sesenta días de una tensión política extrema, en los que la derecha, el freísmo, el poder económico (con el emblemático viaje de Agustín Edwards, propietario de El Mercurio,
a Washington el 14 de septiembre) y el Gobierno de Nixon, la ITT y la
CIA conspiraron para impedir la investidura de Allende por el Congreso
Pleno. Fracasaron porque la Democracia Cristiana estaba dirigida por su
tendencia progresista y las Fuerzas Armadas encabezadas por un general
ejemplar, René Schneider, asesinado a fines de octubre por la
ultraderecha y la CIA.
El 3 de noviembre de 1970 Salvador
Allende se terció la banda presidencial y se inició uno de los procesos
políticos que mayor esperanza despertaron en el siglo XX. Un periodo
lleno de dificultades, también –obviamente- de errores de la Unidad
Popular, pero en el que sobre todo brillan los inmensos logros del
Gobierno presidido por Allende y del pueblo chileno: la nacionalización
del cobre, la reforma agraria y la erradicación del latifundio, la
creación del Área de Propiedad Social y la participación de los
trabajadores en la dirección de las industrias nacionalizadas, una
política internacional no alineada y verdaderamente ejemplar, un proyecto cultural inigualado en la historia nacional (Quimantú, el Tren Popular de la Cultura,
el crecimiento y apertura a los obreros de la Universidad Técnica del
Estado) y un programa de medidas sociales muy completo (con el medio
litro de leche como expresión cotidiana de ese bello cartel creado por
los artistas plásticos de la UP: “La felicidad de Chile empieza por sus
niños”). Y sobre todo el desarrollo verdaderamente conmovedor de la
conciencia revolucionaria del pueblo, su alegría y su permanente
movilización en defensa del camino al socialismo “en democracia,
pluralismo y libertad”.
Así lo expresó el 21 de mayo de 1971,
en su primer Mensaje presidencial al Congreso Pleno: “ Pisamos un camino
nuevo; marchamos sin guía por un terreno desconocido; apenas teniendo
como brújula nuestra fidelidad al humanismo de todas las épocas –
particularmente al humanismo marxista – y teniendo como norte el
proyecto de la sociedad que deseamos, inspirada en los anhelos más
hondamente enraizados en el pueblo chileno. (…) Caminamos hacia el
socialismo no por amor académico a un cuerpo doctrinario. (...) Vamos al
socialismo por el rechazo voluntario, a través del voto popular, del
sistema capitalista y dependiente cuyo saldo es una sociedad crudamente
desigualitaria estratificada en clases antagónicas, deformada por la
injusticia social y degradada por el deterioro de las bases mismas de la
solidaridad humana”. “ Los que viven de su trabajo tienen hoy en sus
manos la dirección política del Estado. Suprema responsabilidad. La
construcción del nuevo régimen social encuentra en la base, en el
pueblo, su actor y su juez. Al Estado corresponde orientar, organizar y
dirigir, pero de ninguna manera reemplazar la voluntad de los
trabajadores. Tanto en lo económico como en lo político los propios
trabajadores deben detentar el poder de decidir. Conseguirlo será el
triunfo de la revolución. Por esta meta combate el pueblo. Con la
legitimidad que da el respeto a los valores democráticos. Con la
seguridad que da un programa. Con la fortaleza de ser mayoría. Con la
pasión del revolucionario. Venceremos”
Salvador Allende
representa ante la humanidad aquel proyecto político, aquellos años
inolvidables… incluso para quienes no los vivimos. Aquel tiempo de las cerezas, similar al cantado en la bella canción de la Comuna de París, un siglo antes.
La huella dolorosa del cruento golpe de estado del 11 de septiembre de
1973 no desaparece de esta angosta y extensa franja encajada entre la
cordillera andina y el imponente océano Pacífico. La reciente y
vergonzante dimisión del “converso” Mauricio Rojas así lo prueba.
Hoy, 11 de septiembre de 2018, de nuevo martes, nos acompaña la memoria
de aquel muchacho que conversaba y jugaba al ajedrez con el viejo
Demarchi en su modesto taller de carpintería en Valparaíso, del
militante del Grupo Avance, del fundador del Partido Socialista, del
médico con profunda vocación social, del masón orgulloso de sus
antepasados, del diputado, del ministro del Frente Popular, del senador,
del candidato presidencial que unió a la izquierda y de aquel inmenso y
hermoso movimiento popular que abrió con él las puertas de la Historia
una noche constelada de septiembre de 1970.
El 11 de septiembre
de 1973 Salvador Allende se convirtió en un mito del siglo XX. Las
estremecedoras imágenes del bombardeo de La Moneda, la belleza casi
poética y el dramatismo de sus últimas palabras a través de Radio
Magallanes, su muerte en defensa de un siglo y medio de desarrollo
democrático de Chile y del proyecto revolucionario al que consagró toda
su vida y la ominosa dictadura militar que se instaló en el país
otorgaron a su nombre una dimensión universal. Hoy está inscrito en
avenidas, plazas, calles, colegios, hospitales, auditorios, puertos,
centros culturales, asociaciones, cátedras universitarias, equipos de
fútbol o comunidades indígenas de decenas de países. Es sinónimo de
valores como democracia, justicia social, pluralismo, derechos humanos,
libertad, socialismo.
Recordar a Allende exige ir más allá de
la inmensa tragedia del 11 de septiembre de 1973 (y después), de su
heroica muerte en La Moneda. Recordar a Allende es recorrer su
apasionante trayectoria política, evocar la construcción de aquel
gigantesco movimiento popular en Chile, reflexionar sobre la historia de
la Izquierda en el siglo XX. Recordar a Salvador Allende invita a
pensar y recrear el Socialismo en el siglo XXI.
El autor es
Doctor en Historia y periodista. En Chile, acaba de publicarse la
tercera edición de su libro Allende. La biografía (Ediciones B, 681
págs.).
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