La condición de país dependiente se sustenta en no poder desarrollar
las potencialidades de acuerdo a las propias necesidades, ni de acuerdo
a un plan nacional, menos aún para satisfacer las necesidades de las
mayorías. Obligados a actuar en función de los intereses de las
potencias dominantes, y de los monopolios, que a su vez dirigen estas,
los países dependientes tienen la tarea de suplir los requerimientos de
la burguesía imperialista como expresión máxima de dependencia.
La división internacional del trabajo ha sido impuesta por las
potencias imperialistas dominantes, mediante políticas económicas,
sociales y la fuerza, sometiendo a los países ubicados en su área de
influencia a sus designios. Estos son rasgos característicos del
imperialismo: el reparto de los mercados entre los monopolios, y el
reparto del mundo entre las potencias dominantes.
Para las
potencias imperialistas los países dependientes son fuente de materias
primas, suministro de fuerza de trabajo barata, mercado cautivo para
sus mercancías, receptor seguro de sus capitales, bases militares
estratégicas. Todo esto, más la voluntad de someterse a los designios
de sus amos imperialistas, impide a la burguesía nativa asumir un
carácter verdaderamente nacional, que pueda generar procesos de
independencia política o económica, entregan la soberanía, ya que
dependen de los dictados y requerimientos de las potencias
imperialistas y monopolios, cuando más, piensan en cambiar de amo, si
la situación se hace más favorable en otras latitudes.
Un
importante mecanismo para mantener la actual división internacional del
trabajo y con ella la dependencia, más allá de las potencias que la
ejerzan, es la trampa tecnológica, que mantiene a la cola de las
grandes transnacionales a los sometidos, ya que los imperialistas
“transfieren” tecnologías obsoletas e impiden por medio de contratos su
modificación, para que no puedan jamás competir con ellos, ni siquiera
en el propio mercado local de cada país, dejando un mercado cada vez
más pequeño, con el fin de avanzar en la centralización y concentración
de capitales a escala mundial, generando contratos voraces para la
asesoría técnica y mantenimiento de los equipos y maquinarias, sin
ninguna verdadera innovación tecnológica más que la que se corresponde
con las operaciones básicas para garantizar el funcionamiento, de allí
que la dependencia por esta vía se mantenga, si es por ellos,
eternamente con alguna “modernización” eventual.
La condición
de dependencia, y la consecuente división internacional del trabajo,
también se consolidan por medio de los órganos mundiales de control
(ONU, OEA, OTAN, GATT, OMC, entre otros), lo que impide que mercancías
“no autorizadas” puedan ingresar a los mercados mundiales, esto lo
logran por medio de permisos, patentes, derechos de autor, subsidios,
dumping, lo que impide que nuevos productores, no controlados por los
grupos económicos dominantes, puedan entrar al mercado de forma
independiente, ya que no existe libre mercado, esta noción del
capitalismo de libre concurrencia quedó en el pasado, ahora son los
monopolios los que controlan la producción que se mueve en el mercado
mundial y golpean de forma inmisericorde, hasta llevarlos a la quiebra,
o ser absorbidos, a quienes intenten sin su permiso, entrar en sus
áreas de influencia.
En el caso de América latina se presenta
en los actuales momentos un fenómeno complejo: por una parte la
tradicional política exterior de los Estados Unidos de Norteamérica que
desde 1823 esgrimió la doctrina Monroe, basada en un criterio
unilateral y de fuerza bruta que presupone la exclusividad de los
Estados Unidos sobre los territorios del continente Americano, resumido
en la frase “América para los americanos”; por otra el avance de
capitales “emergentes” particularmente de China y Rusia que se van
posicionando en la región, ocupando espacios en las finanzas, minería,
industria, construcción y otras áreas, en los más importantes países de
América latina y el Caribe.
Desde el siglo XIX, todo el siglo
XX y lo que va del XXI se impuso a sangre y fuego el “derecho” abusivo
de los gringos sobre la región, exceptuando algunas valientes
rebeliones, el caso de Cuba, y la porfiada resistencia de Nicaragua,
Chile y actualmente otros procesos progresistas, la doctrina Monroe se
ha cumplido a rajatabla.
La Doctrina Monroe se reafirmó al
adquirir Estados Unidos el carácter de potencia imperialista, y más aún
después de la segunda guerra mundial cuando los vencedores se
repartieron el mundo, quedando esta región integrada de forma
definitiva a la órbita de los Estados Unidos, con el consentimiento
expreso del resto de las potencias imperialistas, incluso de los
gobiernos y las burguesías nativas que fueron terminando de perder así,
su carácter de burguesía nacional, ya sin intereses independentistas y
patrióticos pasaron a ser una pieza más del engranaje imperialista
mundial por medio de su sometimiento a las decisiones del departamento
de Estado de los Estados Unidos, y en lo económico, como expresión
local de los monopolios transnacionales, confirmando la máxima de que
el capital no tiene patria.
Todo esto nos lleva a
preguntarnos: ¿está tan débil el imperialismo norteño como para cambiar
la doctrina Monroe y aceptar tranquilamente una nueva “doctrina”?, ¿Los
capitales “emergentes” representan una competencia para los Estados
Unidos en la región o son sus socios? ¿Benefician la soberanía de
nuestros pueblos? ¿Se acabó el sueño de unos países verdaderamente
soberanos e independientes en los políticos que gobiernan? ¿Hasta qué
punto la clase obrera y los pueblos salimos beneficiados con este
cambio?, o ¿sólo se beneficia la burguesía emergente que pasa a cumplir
el papel de representante de los nuevos capitales en nuestros países?
¿No se confirma que la clase obrera, los campesinos y el pueblo somos
los únicos que, por la vía revolucionaria, podremos llevar a cabo la
verdadera liberación nacional y social?
Pedro F. Rosas. G., Director de la revista Agroalimentaria seguridad y soberanía. Articulista del Correo del Orinoco.
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