La
historia oficial -que no se produjo ahora sino que viene desde los años
del Fujimorismo- nos cuenta que el Perú es un país feliz. Que
alcanzamos metas insuperables de crecimiento económico, que los niveles
de la pobreza han descendido hasta niveles inimaginables, que la
estabilidad financiera es de película, y que se incrementa
aceleradamente la capacidad de consumo de la población.
Nada de
eso, por cierto, es verdad. Pero los peruanos tenemos escasas
posibilidades de comprobarlo en los textos formales, en los noticieros
de la tele, o en las publicaciones de la “prensa grande”. Para la clase
dominante, que tiene en sus manos las principales riendas del Poder,
las cosas marchan “a pedir de boca”. De la boca de ella, se entiende.
Pero hay hechos que se empeñan, caprichosamente, en mostrarnos el lado
oscuro de la historia. Uno, fue el Informe de la Comisión de la Verdad,
presentado hace once años ante el Poder Ejecutivo y cuyas
recomendaciones aún no se cumplen. Otro, es un libro de reciente
publicación, titulado “Caiga quien caiga”, escrito por José Carlos Ugaz Sánchez Moreno,
prestigioso abogado, quien fuera Procurador Ad Hoc encargado de
impulsar las investigaciones seguidas contra la Mafia que gobernara el
país en la última década del siglo pasado.
El Informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación
- como se le llamara formalmente- dejó un agrio sabor en la boca de los
peruanos. Mostró un escenario cruel que costó la vida a más de 70 mil
personas y que puso en evidencia la perversión extrema de quienes
tuvieron en sus manos la conducción del Estado en “los años de la violencia”.
En esos -se recuerda- el terror fue una “Política de Estado”,
y se expresó en los más variados elementos: desaparición forzada de
personas, privaciones ilegales de la libertad, ejecuciones
extrajudiciales, habilitación de centros clandestinos de reclusión y
tortura institucionalizada.
Las estadísticas muy pocas veces
publicadas, nos dijeron -se recuerda- que un promedio de 650 mil
peruanos fueron anualmente detenidos entre 1990 y 1999, el 90% de los
cuales fueron víctimas de tratos inhumanos, crueles y degradantes,
incompatibles con el más elemental respeto a los derechos básicos de la
persona.
El 75% de las víctimas de aquella tragedia -hay que
recordarlo siempre- habitaban medios rurales, eran quechua-hablantes, o
integraban poblaciones originarias, andinas o amazónicas.
El pretexto, fue siempre “la lucha contra el terrorismo”.
Y, para darle sustento a esa fábula, fue ideado un “accionar
subversivo” al que se le atribuyó ocupación de poblados, asesinatos,
coches bomba, apagones de excepcional magnitud y otros operativos,
muchos de los cuales -hoy se sabe- fueron realmente ejecutados por los
servicios secretos del régimen para justificar alevosamente su política
de exterminio y de guerra.
Aunque aún hoy, hay quienes se empeñan en cerrar los ojos ante esa realidad, existen múltiples pruebas que la confirman.
Hoy se sabe, adicionalmente, que quienes obraron de ese modo, lo
hicieron con dos propósitos: justificar el aniquilamiento de
calificados segmentos de la población y robar a manos llenas saqueando
los recursos del Estado sin escrúpulo alguno.
Es esa segunda
fase, la que desarrolla con solvencia, indiscutida autoridad y
conocimiento profundo, José Ugaz. Y lo hace con una prosa simple,
dirigida a cualquier lector, y asimilable por especialistas y legos. Se
trata, entonces, de un libro imprescindible que hace luz en torno el
caso “del gobierno más corrupto en la historia del Perú”.
Diseñado en dos ítems: las memorias de un Procurador; y casos, desafíos
y reflexiones; revela uno a uno todos los escándalos que salieron a luz
en los años en los que imperó una Mafia inédita en la vida nacional.
Las cuentas suizas, la organización criminal, el tráfico de armas, el
uso de bandas armadas, el manejo de la prensa; y muchos otros elementos
inherentes a esa etapa de la vida peruana, fluyen con facilidad
asombrosa en el manejo de un lenguaje sencillo que dice mucho de la
capacidad expresiva del autor.
José Ugaz es un abogado de
reconocida trayectoria. En la segunda parte de los años 80, nos ayudó
-a Manuel Piqueras y a mi- e la investigación parlamentaria que
hiciéramos en torno a la existencia y actividades del Comando Rodrigo Franco, creado por el gobierno aprista para “castigar” a sus adversarios.
En esa circunstancia pudimos apreciar su temperamento sereno y
ecuánime, pero a la vez, firme y transparente en la lucha contra el
crimen organizado. Con destreza jurídica, alimentó nuestros vagos
conocimientos, y enrumbó hacia puerto seguro nuestras indagaciones que
luego confirmara la vida.
Fue más de una década después de
esa experiencia, que asumió la tarea de investigar primero al Asesor
Presidencial en Materia de Inteligencia, y luego al Presidente de la
República, ambos hermanados en el crimen y el desgobierno a través de “una red enquistada en distintos niveles del poder”.
Como una manera de refrescar la historia asoman hechos que algunos
prefieren olvidar: las violaciones a los derechos humanos, el proceso
judicial contra Demetrio Chávez Peñaherrera y sus alucinantes
revelaciones, el tráfico de armas, el ocultamiento de cuantiosos
depósito en cuentas secretas en Zurich, Ginebra o el Gran Caimán, la
escandalosa compra de adhesiones que no tuvo parangón en el escenario
peruano, y el uso desmedido de los resortes del Poder para perpetuar un
sistema perverso de dominación.
Como bien lo dice el autor, en ese entonces “no
se trataba solamente de un gobierno corrupto, como ha habido muchos en
el pasado, sino de una organización criminal que se había hecho del
poder, y cuyo plan de gobierno era el saqueo y la manipulación del
Estado para satisfacer sus propios intereses”.
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generales del Ejército, Vice Almirantes, Generales de la FAP,
banqueros, jueces, fiscales, propietarios de medios de comunicación,
líderes políticos, parlamentarios y funcionarios públicos ubicados en
las altas esferas del Estado; integraban esta organización que tenía
poderosos vínculos en el exterior. Su mentor, por lo demás, era el jefe
virtual de la estación de la Agencia Central de Inteligencia en el
Perú.
Muchos de ellos dieron, finalmente, con sus huesos en
la cárcel, pero otros eludieron la acción de la justicia. Lograron, en
unos casos irse del país y gozar en el exterior de fortunas mal
habidas; o atenuar sus culpas gracias a la lenidad de una estructura
judicial realmente débil y contradictoria. Ahora, se reagrupan y atacan
con ímpetu a quienes, en el pasado, los combatieron y desnudaron.
Es muy bueno que estos temas se planteen nuevamente en el país. La
coyuntura torna indispensable el recuerdo de hechos que subyacen en la
dormida memoria de muchos, pero que deben ponerse en evidencia siempre,
sobre todo cuando esa Mafia se vio forzada al repliegue, pero no fue
vencida.
Por eso acosa una vez más, y busca recuperar
posiciones de poder en desvergonzada alianza con gentes que antes se
hicieron de la vista gorda ante latrocinios denunciados y hoy buscan
beneficiarse de una “convivencia” que carece del más elemental sentido
de la historia.
En una circunstancia como ésta hay que decir como el autor que “por más bajo que se caiga, siempre habrá una masa crítica que constituye la reserva moral de un país”.
A ella acudimos –también lo recuerda- quienes el 28 de abril del 2003,
en un Plantón ante el Congreso de la República expresamos nuestro
categórico rechazo a las acusaciones, sin fundamento alguno, lanzadas
en esa circunstancia, contra el Procurador Ugaz.
Hoy, como
antes hay que tener presente el lado oscuro de la historia. Será esa la
única manera de hacer luz sobre el nivel de la conciencia de los
peruanos, que debe estar despierta siempre.
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