comunidad internacionalpara sacar a Kadafi del poder y decidir a su antojo el futuro de Libia, como clamaban a coro el martes en la reunión de Londres a la que el trío convocó a la comparsa que lo acompañará en el
grupo de contacto, supuesta dirección política de la intervención. El día antes Obama dijo en un mensaje a la nación para explicar su agresión a Libia –calcado, diríase, de su aguerrido antecesor–, que aunque la resolución no facultara a la
coaliciónpara derrocar a Kadafi por
medios militares(¿por cuáles entonces?) buscaremos cómo hacerlo. Fue asombrosa la cantidad de mentiras y la arrogancia obsequiadas por el comandante en jefe a su complaciente auditorio en la Universidad Nacional de Defensa. Pero en la cita de Londres esta de mister Cameron es la gran perla verbal: “La razón por la que estamos aquí es porque el pueblo libio no puede alcanzar ese futuro por sí solo…” Cecil Rhodes habría muerto de envidia.
El hecho es que el trío de la muerte ha logrado meter las garras muy cerca del corazón de la revolución árabe, justo entre Egipto y Túnez, en un país pletórico de petróleo, gas y agua fósil. ¿Y con qué cómplices? Unos simpáticos rebeldes
que rogaron a la OTAN el bombardeo de su patria y se exasperan porque aquella no acaba de descargar su metralla sobre Sirte para luego proclamar otra victoria; que, sin inmutarse, piden armas alegremente a las potencias imperiales, si es que no las han recibido ya.
¡Y lo que falta! He aquí esta homérica frase de Obama en otro discurso pronunciado en Nueva York al día siguiente: “Hay momentos como cuando el presidente Clinton mostró su liderazgo en los Balcanes y momentos como éste… donde nuestra conciencia e intereses comunes nos impelen a actuar”. La conciencia de Obama no alcanza a la población civil en Gaza masacrada una y otra vez por los cazas y la soldadesca israelíes con armas yanquis, ni la que asesinan sus aviones sin piloto en Pakistán y Afganistán… Ejemplos sobran.
Pero sugerí que en la Universidad de Defensa calcó a Bush junior y para que no me acusen de falta de objetividad aquí va en sus propias palabras: “Nunca dudaré en usar nuestros militares rápidamente, decisivamente y unilateralmente… para defender a nuestra gente, nuestros aliados y nuestros intereses esenciales… cuando nuestra seguridad no esté directamente amenazada pero nuestros valores y nuestros intereses lo estén… (para) prevenir el genocidio, garantizar la seguridad regional y mantener el flujo de comercio”. Después de esto queda claro a quién habría que imponer con urgencia una zona de exclusión. Ya lo había anticipado Bob Herbert en The New York Times (David Brooks, La Jornada, 28/3): “la avaricia ilimitada, el poder empresarial sin restricción y una adicción feroz al petróleo extranjero nos han llevado a una era de guerra perpetua y declive económico. Cuando al país más poderoso… le es fácil entrar al horror de la guerra pero casi imposible encontrar empleo… para su gente y educar… a sus jóvenes, ha perdido el camino por completo.”
Debe haber personas honestas entre los alzados libios. Lo grave es que el imperialismo se ha apropiado de lo que parecía inicialmente una protesta social legítima en Bengasi para así justificar los bombardeos a mansalva en Libia, la destrucción de gran parte de su infraestructura, el jineteo descarado de sus reservas internacionales, la injerencia ilegal y grosera en ese país y –como en Irak y Afganistán– imponerle un gobierno títere. Aún no tenemos datos confiables sobre la revuelta y lo que ocurrió en los días posteriores. Escuché a Said, uno de los hijos de Kadafi, reconocer en la televisión que el ejército se excedió con los civiles al ver asaltados sus cuarteles en Bengasi y que hubo bajas de ambas partes. Pero nadie ha mostrado pruebas del supuesto ataque de la aviación libia a las protestas, que hizo a Obama mencionar cuatro veces la palabra masacre
en su mensaje (recordé las armas de destrucción masiva
). Sí sabemos que la tribu Sinussi, con sede en Bengasi y alrededores, ha sido enemiga de Kadafi desde que derrocó al pro británico rey Idris. Por su parte, los líderes rebeldes
–por lo que hacen, dicen y se desdicen– parecen cualquier cosa menos revolucionarios.