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miércoles, 2 de febrero de 2011

La "revuelta de las pirámides" y la "era post Mubarak"

Bajo la Lupa
Alfredo Jalife-Rahme
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Manifestantes se expresan en la plaza Tahrir, de El Cairo, luego del discurso televisado de Hosni Mubarak; en el ángulo superior izquierdo se aprecia una figura que simboliza al presidente egipcio colgadoFoto Reuters
Las satrapías policiacas del mundo árabe, apoyadas geopolítica y tecnológicamente por la triada de Estados Unidos-Gran Bretaña (GB)-Israel, cesaron de temblar: se están colapsando aceleradamente.

El penetrante aroma de la revolución del jazmín del paradigma tunecino, una genuina revolución demográfica de supervivencia de los desempleados universitarios famélicos, defenestró al régimen tiránico de Bin Alí Baba y tiene sitiada a la gerontocracia militarista del sátrapa Hosni Mubarak rodeada por la apoteósica marcha del millón –que rebasó las expectativas con más de 2 millones (como las que solía realizar AMLO en el Zócalo, pero sin intifada)– en la plaza Tahrir (liberación), en lo que hemos bautizado como la revuelta de las pirámides (Intifada Al-Ahram), en honor al prodigioso pasado multicivilizatorio de Egipto y en espera de que se convierta en revolución (saura), es decir, en un genuino cambio de régimen (taguir al-nizam), y qué mejor que fuese idílicamente pacífica.

No solamente El Cairo representa el epicentro de la revuelta de la pirámides, sino todo Egipto sin excepción se ha sacudido al llamado de la sociedad civil juvenil: el letrado y apolítico Movimiento 6 de Abril aliado a los miserables (literal) del grupo Kefaya (¡Ya Basta!).

El aroma revolucionario del jazmín juvenil ha alcanzado a Yemen y a Sudán (de por sí balcanizado) y ha obligado al monarca jordano, una marioneta anglosajona, a nombrar un nuevo ministro Y para sustituir a X, en una permutación aritmética de su fuga hacia adelante.

Los sátrapas del ancien régime en el mundo árabe pretenden posponer el ineluctable cambio de régimen con vulgares permutaciones cosméticas en sus gabinetes bajo el apotegma del degenerado gatopardismo, hoy caricaturescamente anglosajón: hay que cambiarlo todo, para que todo quede igual, es decir, bajo el control geopolítico y geoeconómico que ejerce la triada Estados Unidos-GB-Israel.

Es válida para la gerontocracia militarista egipcia la metáfora del cono de arena y su último grano que le derrumba por ser antigravitatoriamente insostenible: 36 años de agravios acumulados del represivo cono (una pirámide geométrica circular en última instancia) de Hosni Mubarak –seis como vicepresidente y 30 como presidente, y con el virtualismo de desear imponer como sucesor a su hijo Gamal, anterior banquero neoliberal de Bank of America en Londres–, que se colapsa al no poder resistir el aroma del paradigma tunecino como alegoría poética de su último grano.

Biológicamente los días de Hosni Mubarak, de 82 años, están contados (además de que padece lamentablemente cáncer, como han filtrado los medios israelíes). Políticamente está muerto, como le sucedió en su momento aciago al sha de Irán hace 31 años. El beso de despedida por el diablo se lo propinó el apoyo del premier israelí Netanyahu: el gran perdedor geopolítico del nuevo orden regional que se despliega con el irresistible ascenso del eje Turquía-Irán-Siria.

Desde el punto siquiátrico, el bisabuelo (dicho sea respetuosamente) Mubarak nunca entendió a la generación de sus bisnietos rebelados y revelados: optó por el clásico síndrome de negación y se agazapó con un nuevo gabinete gerontocrático de militares torturadores y carcelarios del ancien régime, como refiere acertadamente Spencer Ackerman, del ilustre portal Wired (31/1/11): Torturadores, carceleros, espías encabezan el nuevo gobierno.

Hasta el ministro de Relaciones Exteriores de GB, William Hague, comentó, con tres días de atraso, que estaba desilusionado con el nuevo gabinete de Mubarak (BBC, 1/2/11).

En tanto Obama, totalmente rebasado por el colapso de uno de sus aliados primordiales en el mundo árabe, se confinaba a la retórica hueca de los derechos humanos universales sin aplicación en los hechos, su equipo desbrujulado en franca retirada, en una extensión de ocho días ha ajustado su postura en referencia al epílogo del ancien régime: primero, el vicepresidente Joe Biden cometió su enésima pifia al expectorar que Mubarak no era un dictador (¡súper sic!); luego, Hillary Clinton se equivocó al calificar la situación de estable, para desdecirse a los tres días y reclamar, cuando el mundo se le había venido encima a Estados Unidos, una transición ordenada, que de facto soltaba al autócrata a su fatídico destino.

Ahora Obama, en la principal crisis geopolítica de su gestión –más que vivir su momento Sputnik, sufre su pesadilla egipcia, como Carter padeció humillantemente su momento Jomeini–, no tiene más remedio que colocarse del lado de los triunfadores de la historia, para controlar los daños. Hoy Carter asegura que la crisis de Egipto es la peor para Estados Unidos desde la revolución jomeinista de 1979.

Estados Unidos tiene que resolver la insalvable cuadratura del círculo: encontrar a un genuino demócrata egipcio que sea al mismo tiempo su aliado, cuando ambas características las hizo absurdamente incompatibles.

Obama tiene que decidir entre subirse al carro de la libertad en el mundo árabe o seguir apoyando ciegamente la seguridad de Israel al precio de la propia inseguridad de Estados Unidos.

El veterano periodista Stephen Kinzer, de The New York Times, profundo conocedor de la región, comenta correctamente: El dilema que enfrenta ahora Washington consiste en aceptar que los árabes tienen el derecho de elegir a sus propios líderes, lo cual significa aceptar el advenimiento de gobiernos que no comparten la militancia pro Israel de Estados Unidos (The Daily Beast, 27/1/11).

Cuando se ha impuesto la era post Mubarak gracias a la envergadura de la protesta, mantenemos los cuatro escenarios que formulamos (ver Bajo la Lupa, 30/1/11).

Si inhalamos correctamente el aroma tunecino de la revolución del jazmín de rostro anónimo que se ha expandido a los cuatro rincones del mundo árabe, al unísono de los alcances libertarios de la revuelta de las pirámides, la sociedad civil egipcia –totalmente desmantelada por la gerontocracia militarista policiaca que evisceró la incipiente infraestructura política nacional– no aceptará menos que la defenestración del octogenario autócrata, hoy tristemente abandonado por Estados Unidos, y la simultánea instalación redentora de un gobierno de transición con el puente militar de los sectores no mancillados del ejército, la columna vertebral del país desde hace 59 años, cuando fue derrocada la monarquía apuntalada por GB.

La acéfala revuelta de las pirámides corre prisa. ¿Podrá esperar todavía otros eternos ocho meses la programada elección presidencial?

En la era post Mubarak se perfila un puente creativo de transición entre los militares ilustrados, como el general Sami Annan (quien goza la asombrosa bendición simultánea tanto del ejército de Estados Unidos como de los hermanos musulmanes, imprescindibles en la nueva ecuación democrática) y la sociedad civil encabezada por Muhamed El-Baradei y/o Amer Musa.

El grave problema de Egipto radica en que el tiempo de los regímenes militares, hoy anacrónicos (sean suaves o duros), y con una duración de 59 años, ya pasó.

Urge civilizar a los militares en sus gobiernos del presente y del futuro: es decir, en su sentido etimológico primigenio, ceder el poder cupular a los civiles.

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