Son tiempos de revueltas contra la globalización financierista que han alcanzado hasta Wisconsin, Estados Unidos (EU), gobernado por los republicanos.
No hay que equivocarse: la causal de la crisis es financierista –que ha arreciado por el efecto Bernanke
(la masiva impresión de papel-chatarra que ha creado una hiperinflación alimentaria, entre otros cataclismos)– y su manifestación es global con su despliegue tanto regional (en esta fase, la liberación del mundo árabe, mientras el prospectivista Gerald Celente vaticina la inminente revuelta europea) como local, con sus características idiosincrásicas.
El aroma extático de la revolución del jazmín intensificó su expansión a los cuatro rincones del mundo árabe (ahora con la incorporación de Yibuti) que ha impregnado hasta los Balcanes (Albania y Serbia) y el Transcáucaso (Azerbaiyán y Armenia) con sus virtuales dislocaciones geopolíticas.
La revolución del jazmín del paradigma tunecino y la casi revolución de las pirámides (con golpe militar subrepticio) todavía no alcanzan la cúspide del cambio de régimen
, pero han extasiado a la mayoría de los 22 países miembros de la Liga Árabe (más catatónica que nunca).
Libia –una oclocracia
republicana e islámico-socialista
sui generis, donde dos hijos de Khadafi (el teniente coronel Montasa y el arquitecto Saif) luchan por la sucesión paterna y donde ahora operan libremente las petroleras anglosajonas Shell y Exxon-Mobil– que parecía inexpugnable, ha sido invadida mentalmente por las revoluciones de sus dos vecinos del mar Mediterráneo (Túnez y Egipto) y su común denominador: la demografía juvenil desempleada.
Las satrapías carcelarias árabes han reaccionado como de costumbre: reprimiendo y masacrando brutalmente las legítimas manifestaciones pacíficas.
Sin contar el papel siniestro de las torturadoras policías y sus medievales mukhabarat (servicios secretos) de las monarquías y satrapías carcelarias que constituyen su primer frente defensivo contra los ciudadanos –lo cual debe ser motivo de vigilancia y profunda revisión (local, regional y universal) de su papel misántropo en una sociedad moderna– cuando se decanten las revueltas, quizá, se deduzca que una característica del éxito decisivo de su epílogo consiste en la conducta de los ejércitos: en favor de los jóvenes desempleados en Túnez; neutral
en Egipto, y letal en Libia y Bahrein.
Varias de las revueltas en curso son rescoldos de añejos conflictos que han resurgido con la coyuntura libertaria y ocultan una agenda balcanizadora, a mi juicio, mucho más ominosa que un cambio de régimen
, el cual, dependiendo de cómo opere, puede ser redentor, si no sucumbe en la involución.
En el interludio de la revolución del jazmín en Túnez y la casi-revolución de las pirámides
en Egipto (con golpe militar subrepticio) se escenificó sin mucho ruido el inicio de la balcanización del mundo árabe en el sur de Sudán (que tiene el potencial de convertirse en el granero de África).
Detrás de las vulcanizaciones en Bahrein, Jordania, Yemen, Somalia, Irak, Argelia, Marruecos y Libia se perfilan balcanizaciones que ahora se cubren con el velo de gloria de la pro democracia
.
En Yemen y Bahrein, como espejo de su composición religiosa, se intensifica la lucha por la hegemonía islámica de las teocracias de Irán y Arabia Saudita.
Irán, país persa, ha penetrado las entrañas del mundo árabe gracias al despertar chiíta y a los errores geopolíticos del sunnismo: la alianza contranatura con EU, Gran Bretaña (GB) e Israel, y el bloqueo inhumano contra los sunnitas de Hamas en Gaza (apoyados por Turquía e Irán).
Con la caída de Egipto, principal potencia militar árabe (décimo lugar mundial), y la sucesión monárquica en Arabia Saudita, hoy Turquía, país de origen mongol, toma el primer lugar del sunnismo en el mundo árabe.
En el verano pasado, cuando con propósitos geopolíticos visité Bab Al-Tabbane, bastión del integrismo sunnita en Trípoli (segunda ciudad de Líbano), me llamó la atención el despliegue masivo de banderas turcas (arriadas durante la revuelta árabe de 1916
incitada por Gran Bretaña contra el derrotado imperio otomano), lo cual corroboraba in situ mi tesis del ascenso de Turquía e Irán, alianza insólitamente sunnita-chiíta regional (con excelentes relaciones geoeconómicas), pero, más que nada, un nuevo eje geopolítico que, en este caso específico, rebasa las contingencias etno-religiosas. Esto es más complejo que las gringadas
hiperreduccionistas (estuve a punto de escribir micheladas
occidentaloides) para una región tan compleja, donde los matices y las sutilezas cuentan demasiado.
No falta quienes mueven el avispero balcanizador a lo largo del río Nilo –que ya empezó con el sur de Sudán (pletórico en petróleo), hoy en manos de cristianos
y animistas vinculados a Estados Unidos y Gran Bretaña– que pretende desprender la parte sur de Egipto a los coptos cristianos (10 por ciento de la población) en alianza con los nubios (unos 2 millones).
Si la geografía es destino, la demografía es ontología y la revolución es antología.
La revuelta en el reino hashemita de Jordania, si no es contenida, puede desembocar en un Estado palestino accesorio (50 por ciento de la población). Jordania es un invento colonial británico y los hashemitas, descendientes del profeta Mahoma, provienen de la región de Hejaz (Arabia, antes de ser saudita).
Las revueltas del Magreb (el occidente
árabe) –Marruecos, Argelia y Libia–, además de la revolución tunecina, están exhumando la autodeterminación de las cabilas (tribus) y el contencioso bereber (imazighen: hombres libres), etnia autóctona mediterránea de Noráfrica formada por 30 millones (y otro tanto arabizado) de lengua camita (semita).
La revuelta en Marruecos puede arreciar su diferendo con la República Árabe Democrática Saharaui –único país árabe de costumbre monogámica que habla español– que no ha sido reconocido por la Liga Árabe, pero sí por la Unión Africana.
El aroma del jazmín revolucionario ha alcanzado Suleimanya, importante ciudad de la provincia kurda autónoma de Irak, de por sí al borde de la balcanización entre árabes, kurdos y turcomanos, así como entre sunnitas y chiítas.
Los países vulcanizados que más peligran en desembocar en balcanizaciones son Somalia (de facto fracturado en Somalilandia), Bahrein –base de la quinta flota de EU, donde un monarca sunnita (apoyado por EU, GB y AS) gobierna a 70 por ciento de chiítas apuntalados furtivamente por Irán– y Yemen, con tres fuerzas centrífugas: a) los huthis (zayditas-chiítas) del norte (la mitad de la población) en guerra contra el gobierno central sunnita; b) los eternos secesionistas de Aden (en el sur), y c) el montaje hollywoodense de Al-Qaeda que permite que EU libre su cuarta guerra oficiosa –todas en el mundo islámico (después de Irak, Afganistán y Pakistán)–, en el cuerno de África.
Lo más ominoso: por efecto dominó
de Bahrein, la virtual rebelión chiíta (20 por ciento de la población, según Stratfor), que domina la parte oriental de Arabia Saudita donde se encuentra la mayor producción de petróleo del mundo y cuyo escenario ya habíamos anticipado (ver El creciente chíta
, Bajo la Lupa, 24/8 y 6/11/06).
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