Carolina Escobar Sarti
El militar se quita los galones y cambia la guerrera verde olivo por una “chumpa” de color naranja encendido que cualquier civil usaría para un partido de futbol dominical. Asumido el nuevo disfraz, este militar, ahora de traje y corbata, tiende un velo sobre su participación en pasajes muy oscuros del conflicto armado guatemalteco, y apenas si levanta ya el puño, no sea que la imagen de mano dura motive evocaciones innecesarias en tiempos de campaña electoral.
En contraposición aparente, pero desde la misma lógica, un civil también compite por la Presidencia practicando el arte del disfraz y levanta la mano al mejor estilo del “Führer” en esas enormes vallas publicitarias que abusivamente se cuelan en nuestras vidas. Mientras lanza una mirada al horizonte, quizás piensa si debió ponerse o no el bigotito hitleriano para completar una imagen que tiene como fondo los colores de los pueblos mayas, que “casualmente” son los mismos de la bandera alemana.
No menos versado en el arte del camuflaje, se presenta con todo y banda presidencial un candidato que viste de reciclado fascismo la palabra libertad. Aunque nunca se sabrá a ciencia cierta si fue el rey Luis XIV de Francia quien dijo aquella lapidaria sentencia de “El Estado soy yo”, este hombre que busca dirigir los destinos de una nación en pleno siglo XXI arrastra el mismo sentido absolutista cuando dice: “Yo soy el orden”. Aquí el antifaz se pone sobre una muy restringida y engañosa concepción de libertad.
Luego, hay una mujer que no aparece en ninguna valla publicitaria, “muppie” ni anuncio televisivo o radial. A pesar de que la rumorología popular la coloca como una de las posibles candidatas fuertes en esta contienda electoral, está muy callada. Aquí el travestismo se asemeja a un acto de magia, por medio del cual una paloma aparece y desaparece frente a los ojos de una multitud expectante. Una presencia verde en las comunidades del interior del país durante años es disfrazada de invisibilidad en los lugares comunes actuales de los políticos tradicionales. Es una campaña travestida de no campaña.
Pintado de rojo, un candidato narcisista que sin ser más que diputado se traviste de héroe nacional y se manda a hacer una escultura. ¿Y qué decir del travestismo preelectoral que pintó de naranja a los de azul y blanco o de verde a tantos anaranjados? En este juego de política devaluada (habría que considerar si alguna vez estuvo bien valuada), basten estos ejemplos para hablar de la política como espectáculo y fraude. Hoy más que nunca se juega con la imagen que se quiere vender, y esto se prioriza por encima de lo que se es en realidad y de una visión de nación.
No es nuevo que la política y la religión usen como bandera La Promesa, porque esta es sinónimo de esperanza y es en ella donde anclamos nuestra trascendencia como individuos y como especie. Pero resulta que, en este escenario preelectoral, ya sabemos que los políticos no solo no cumplen luego con sus promesas, sino que nos quieren contagiar su esquizofrenia para vendernos una imagen que no corresponde con lo que verdaderamente son. Y lo peor de todo es que esta transferencia identitaria es absolutamente intencional y “estratégica”.
Si bien es cierto que las masas somos capaces de consumir cualquier cosa en determinadas circunstancias, incluso la mentira, no es del todo verdad. Elías Canetti, en su libro Masa y Poder, no habla de un solo tipo de masa, sino de varios. Lo que él llama, por ejemplo, “masa de inversión” implica la existencia de relaciones de poder entre los grupos humanos y, por tanto, una organización social compleja y estratificada, como la guatemalteca, en la que unos grupos someten a otros. Pero la masa de inversión surge del levantamiento o la resistencia de los grupos que no desean continuar en estado de sometimiento. Cabe soñar que nos convirtamos en masas pacíficas de inversión que resistan este tipo de mentiras políticas. Porque no hay promesa falsa que no quede desnuda algún día frente a la realidad.
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