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martes, 1 de octubre de 2019

Los estorbos de Trump, las fronteras “abiertas” y la “inmigración ilegal”



En la 74ª Asamblea General de las Naciones Unidas (ONU), celebrada el 24 de septiembre de 2019 en Nueva York, antecedido de una furibunda perorata anticomunista, por enésima vez Trump arremetió con furia contra lo que denominó las “fronteras abiertas” y la “inmigración ilegal”, al mismo tiempo que defendió las “medidas sin precedentes” que ha tomado su Gobierno, junto con el mexicano y los del llamado Triángulo Norte de Centroamérica (Guatemala, Honduras y El Salvador), para alcanzar ese objetivo.
Evidentemente que se trata de una falacia suponer que Estados Unidos ha tenido sus “fronteras abiertas”, siendo que, históricamente, por lo menos desde la década los sesenta del siglo pasado, siempre ha utilizado contra los inmigrantes un poderoso aparato de control y de represión (como la Patrulla Fronteriza), al lado de diversas fuerzas privadas supremacistas anti-inmigrantes que interactúan con el Estado para controlar y/o sofocar los flujos migratorios de acuerdo con sus intereses geopolíticos y estratégicos enraizados en la Doctrina Monroe y en las relaciones de fuerza que le confiere su condición imperialista.
Como sabemos, la inmigración de cientos de miles de personas desde el sur del continente, de Centroamérica y México hacia Estados Unidos, siempre ha sido enormemente favorable para el capital norteamericano y sus grandes empresas transnacionales que superexplotan una fuerza de trabajo abundante, rotativa, flexible y barata que genera una enorme acumulación de capital y el incremento inusitado de las tasas de ganancia.
En la agricultura, en los servicios comerciales y turísticos, como la hotelería, incluso en la industria o en el trabajo doméstico, los trabajadores indocumentados son remunerados con muy bajos salarios, con empleos precarios y temporales y altísimas tasas de explotación y, en general, carentes de derechos y sin posibilidades de reclamarlos so pena de ser detenidos y deportados si lo llegan a hacer.
Es la total indefensión jurídico-política de esos seres humanos considerados peor que animales por las clases dominantes supremacistas dentro de un territorio y Estado hostiles donde de facto y de principio son tildados de “delincuentes” como premisa deliberada para someterlos y dominarlos si intentan protestar o defender sus derechos humanos.
El gobierno norteamericano siempre se ha valido de la “inmigración ilegal “no solamente para coadyuvar a satisfacer la demanda de trabajo, sino para mantener un pretexto funcional para ejercer su dominación sobre los países expulsores de trabajadores indocumentados, bajo las condiciones que imponga para otorgar o no la llamada “ayuda” a esos países.
Una de las grandes incógnitas que levanta la política supremacista y xenófoba de Washington en materia de fronteras cerradas es la relativa a cómo y con quien se va a reemplazar esa fuerza de trabajo que es expulsada de Estados Unidos o impedida de ingresar. Puesto que los trabajadores norteamericanos, blancos, no estarían dispuestos a ocupar las vacantes que dejaran los deportados (mexicanos y centroamericanos que suman alrededor de 80 mil personas en la actualidad, o de otras nacionalidades) con salarios muy por debajo del promedio del que perciben los trabajadores en general. Y esta situación se va a exacerbar con el reciente anuncio de la Administración de Donald Trump de realizar un nuevo recorte en la cuota de admisión la cual pasa de 30 mil a 18 mil refugiados aceptados durante los próximos 12 meses, muy por debajo de los 110 mil que ingresaron en 2016 durante el gobierno Obama.
Una posible respuesta a la hipótesis planteada anteriormente, por lo demás requerida de ser profundizada, consiste en la creencia del gobierno Trump de que su política proteccionista que, incluso, intenta imponer por la fuerza en el mundo, rehabilitará su poderío industrial y financiero contando para ello con el todavía no aprobado Tratado México, Estados Unidos y Canadá (T-MEC) que beneficia principalmente a las empresas norteamericanas a partir de las ventajas que le otorgan las llamadas “reglas de origen” en las relaciones comerciales con Canadá y, sobre todo, con México.
Teóricamente ello posibilitaría aumentar los salarios en las mencionadas actividades ocupadas por los trabajadores expulsados sobre todo por la imposición de impuestos compensatorios de alrededor de 3% en virtud de que ese tratado estipula que, en ramas dinámicas como la automotriz terminal, el 40% de la fabricación total deberá ser efectuada por trabajadores especializados que devenguen salarios de 16 dólares por hora. De no ser así se impondrá un “impuesto compensatorio” que beneficia a Estados Unidos done los salarios medios son hasta 10 veces más altos que en México, y esto posibilita una especie de trasferencia de valor y salarial favorable a Estados Unidos que, de principio, teóricamente, serviría para mejorar los salarios y hacerlos “atractivos “para ciertas capas de trabajadores, los más precarios y vulnerables, pero norteamericanos al fin y proclives a votar por Trump; o los que, aun siendo latinoamericanos y permanezcan en ese país, para ocupar las plazas que dejan los trabajadores, legales o no, deportados o retenidos en las fronteras.
Esta es una primera mirada a una posible respuesta que, necesariamente, tendrá que ir acompañada de otra serie de medidas de política económica como el aumento del salario mínimo en Estados Unidos, por encima del que actualmente se paga y que es de 7.5 dólares por hora para hacer un poco más “atractivos” esos empleos precarios y temporales, hasta ahora indeseables para la gran mayoría de los ciudadanos; reducción de impuestos, estímulos fiscales y otros.
Sin embargo, esto es apenas una elucubración cuya concreción depende de múltiples y complejas circunstancias en unos Estados Unidos incrustados en un mundo capitalista en crisis que se desborda hacia su bancarrota en la época histórica de su decadencia.
Independientemente de que los análisis oficiales y de los organismos internacionales aseguren que ese país ha experimentado uno de las etapas más largas de “expansión”, la realidad es que el sistema capitalista acusa tasas compuestas de crecimiento promedio por debajo del 3%: un límite que, según Harvey (en: O enigma do capital e as crises do capitalismo, BOITEMPO; São Paulo, 2012, p. 109) es necesario para que el capitalismo “pueda sobrevivir a largo plazo”; es decir, en términos de Marx: para que pueda garantizar, en los límites permisibles de su “reproducción ampliada”, una escala no necesariamente creciente pero que impida la caída de la tasa de ganancia y, en última instancia, su desplome. Si prescindimos de China, de la India, de Nigeria o de Sudáfrica, por ejemplo, el promedio de crecimiento del capitalismo occidental “clásico” se desmoronaría como un castillo de naipes; no se diga ya en países ubicados en la llamada “eurozona” en el contorno de la Unión Europea.
De estas consideraciones se pueden extraer dos conclusiones.
En primer lugar la opción de sustituir la fuerza de trabajo documentada o indocumentada, que es deportada por el gobierno de Estados Unidos, por fuerza de trabajo local constituye un proceso a largo plazo, complejo y oneroso cuya concreción en el mundo de trabajo es extremadamente incierta y más en las condiciones actuales de crisis y decadencia del capitalismo mundial.
En segundo lugar, a pesar de la intensificación de los controles migratorios auspiciados y ordenados por la administración Trump, en conjunción con los gobiernos de México y de Centroamérica, hasta ahora la inmigración seguirá su afanoso curso, como está sucediendo, debido a la necesidad del capitalismo imperialista de disponer todo el tiempo de fuerza de trabajo como una condición estructural y sistémica de la división internacional del trabajo y la reproducción del capital que posibilite su permanencia.
Por último, y no menos importante en la actual coyuntura mundial y latinoamericana, mientras prevalezcan los gobiernos autoritarios y excluyentes en los países expulsores de Centroamérica, como Honduras, Guatemala y El Salvador, que exacerban sus condiciones de subdesarrollo, de dependencia y de atraso económico y social y que las políticas en curso están muy lejos de superar.
Dialécticamente articulados esos tres factores: a) las dificultades para sustituir con fuerza de trabajo no inmigrante las actividades de naturaleza precaria que dejan los trabajadores indocumentados que son deportados; b) la continuidad de los flujos migratorios aunque por otras vías “ilegales” y, por último, c) la prevalencia de los regímenes autoritarios y represivos generadores de marginalidad social, concentración del ingreso, desempleo, violencia, pobreza y pobreza extrema y exclusiones, redimensionan los nuevos flujos migratorios (inmigración y emigración) en los que, a pesar de las políticas xenófobas y restrictivas del gobierno norteamericano, seguirán su curso dentro de las geografías inhóspitas de las “fronteras cerradas” y de la perniciosa “inmigración ilegal”.

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