León Bendesky
Una de las preguntas  
 esenciales de la experiencia social en torno al poder, la política y en
 especial en cuanto al modo de gobernar, bien podría ser: ¿Quién habla 
por la gente?
Esta es la cuestión que aborda el historiador británico Simon Schama en un artículo reciente.
La manera de formular este asunto indica la relevancia de las 
palabras y en general del lenguaje, en la relación entre gobernantes y 
gobernados. Esta es una aproximación similar a la que propone Boris 
Groys en su libro La posdata comunista, donde apunta que: “La 
política funciona en el medio del lenguaje. Opera con palabras –con 
argumentos–, programas y demandas, pero también con órdenes, 
prohibiciones, resoluciones y decretos”.
Schama señala en su texto la situación que prevalece hoy en lo que 
denomina como las dos democracias anglófonas en ambos lados del 
Atlántico.
Se trata del embrollo político que se ha gestado desde 2016 en Gran Bretaña alrededor del Brexit y en ese mismo año con la elección de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos.
Dice Schama que la retórica del desacuerdo tiende hacia la 
recriminación en torno a lo que es una legítima conducta política y, aun
 más problemáticamente, hasta al cuestionamiento sobre cuáles son las 
posturas que se consideran patrióticas, frente a aquellas que pueden 
constituirse en traición.
En este ámbito se advierten similitudes entre ambos personajes en 
sistemas muy distintos de gobierno; Boris Johnson, primer ministro de 
una monarquía constitucional, y Trump, presidente en una república 
federal y una democracia constitucional representativa.
Las semejanzas aparecen en la forma de abordar el conflicto político,
 en la manera en que se satisface o no, la voluntad de los ciudadanos y 
se cumplen los intereses nacionales y, de ahí, la pugna que tiende a ser
 cada vez más incisiva con los órganos legislativos.
De tal manera se expresa la práctica de gobierno cuando Johnson dice 
que las próximas elecciones generales en su país constituirán el 
enfrentamiento de la gente contra el Parlamento; o bien, cuando Trump 
coloca como su antagonista primordial al Congreso. Ambos han entablado 
también una confrontación similar con respecto a las resoluciones de los
 jueces.
En los dos casos se incide en contra de la separación efectiva de los
 poderes y se desdibujan los contrapesos que ponen un límite al 
ejercicio del poder. Aquí cabe apuntar una noción expresada por Diego 
Valadés (antiguo ministro de la SCJN) en cuanto a que, idealmente, 
la Suprema Corte de Justicia no es ni debe ser un contrapeso del gobierno. La Corte resuelve conforme a derecho y no con criterios políticos. Los contrapesos deben estar en el Congreso. Esto es lo que se hace en toda democracia constitucional.
Así, volviendo a Schama, él sostiene que se desplaza el lugar de la 
soberanía popular desde las instituciones representativas hacia una 
especie de comunión creada entre un líder –con ciertos atributos 
carismáticos– y una masa de ciudadanos que puede movilizarse de muy 
distintas maneras.
Finalmente, se trata de la elección que hacen los ciudadanos en 
cuanto a formas alternativas que hoy pueden proponerse acerca de la 
democracia. grosso modo, una en la que el líder postula como 
primordial su versión de la voluntad popular y, otra, en la que se 
establecen parámetros de la representatividad institucional con límites 
legislativos sobre el ejecutivo, y la observancia de las leyes desde el 
Poder Judicial y, además, en un entorno de libertad de expresión y 
asociación.
En este contexto, Schama recuerda, de modo oportuno, la postura de 
Viktor Orbán, primer ministro húngaro, quien ha dicho que la democracia 
representativa ha llegado a su fin y será remplazada inevitablemente por
 una 
democracia iliberalen la que prevalece el nacionalismo militante sin cortapisa, o bien, dicho de otro modo, sin derechos ciudadanos que lo estorben. A contrapelo hay, sin embargo, casos como el de las ya largas protestas en Hong Kong.
En todo caso, cualquier discusión acerca de la pregunta original de 
¿quién habla por la gente? en esta etapa histórica, se sitúa en una 
transición incierta en las formas de organización del Estado, del 
ejercicio del poder desde el gobierno y de la conformación misma de la 
sociedad.
En este entorno no puede perderse de vista que en ningún caso la 
voluntad de la gente es de una sola pieza; que no necesariamente las 
mayorías siempre tienen la razón, menos aún en sociedades donde esta 
voluntad se divide en ocasiones en partes prácticamente iguales, o bien,
 en otras en las que la diversidad manifiesta en las elecciones sólo 
consigue un bloqueo para gobernar. Estas situaciones están hoy a la 
vista.
 

 
 
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