Ilán Semo
La Jornada
Todo el debate reciente
sobre los lugares de la memoria que ocupa el movimiento guerrillero de
las décadas de los 60 y 70, tendría que responder a dos preguntas
elementales: ¿cómo entrecruzó la guerra fría a la sociedad
mexicana? y ¿cuáles fueron las transformaciones en lo político que
modificaron el carácter general del Estado en la época?
Si se observa con detenimiento, ya durante la Segunda Guerra Mundial
aparecen algunos rasgos característicos de estas transformaciones. Una
de las más notables se expresa en la emergencia de los maquis en
Francia, los partisanos en Italia y la guerrilla yugoslava. Movimientos
de civiles armados que se opusieron al fascismo y a la ocupación
alemana.
En las décadas de los 50 y 60, el partisano –el guerrillero–
devendría la figura central de una nueva forma de resistencia y rebelión
en las más disímbolas latitudes: Argelia, Cuba, Vietnam, Colombia,
Nicaragua, Uruguay, Angola, Mozambique, Palestina… ¿Qué cambió con
respecto a las revoluciones del siglo XIX y principios del siglo XX? El
Estado que emergió en la década de los 50 adquiriría tales dimensiones
institucionales y coercitivas que la guerra civil regular –como en las
revoluciones de México, Rusia o Turquía– se volvería impensable. Se
perdió toda proporción entre la medida del poder del Estado y el de la
ciudadanía.
México no fue ninguna excepción al respecto, sólo que –como lo ha
señalado atinadamente Adela Cedillo– los historiadores del tiempo
presente no lo han vislumbrado del todo. El imperio del Partido
Revolucionario Institucional trajo paz y estabilidad a las élites
gobernantes y la clase media urbana, pero no a la sociedad en su
conjunto. En su subsuelo subalterno la violencia sería abrasiva y una
técnica cotidiana de gobierno. En la superficie prosperaba un Estado
gestor; en el mundo subterráneo se desplegaba un riguroso Estado
profundo. Es preciso revisar de tajo todo lo que hemos pensado sobre la
segunda mitad del siglo XX mexicano.
El largo ciclo de las rebeliones guerrilleras que se inicia con el
ataque al cuartel de Madera en 1965 y concluye hacia la primera década
de los 80 –después existe un segundo ciclo que desemboca en el EZLN–,
expresa en cierta manera las transformaciones ocurridas. La aparición de
un solo grupo guerrillero puede ser una acontecimiento circunstancial,
pero la multiplicación de decenas de ellos representa un fenómeno
social. Acaso con excepción de las acciones encabezadas por Arturo Gámiz
–que se apegaban más al paradigma del guevarismo–, todas las demás se
verán a sí mismas como herramientas de autodefensa de un movimiento más
general, civil y político, que luchaba por transformaciones radicales en
el conjunto de la sociedad. Y, si no me equivoco, todas ellas provenían
de la abigarrada y compleja tradición de las más disímbolas corrientes
del socialismo mexicano. Los discursos y la lógica de la llamada guerra fría no
harían más que potenciarlas. Una nueva generación de historiadores y
cronistas actuales, ya con los archivos policíacos en las manos y un
caudal de testimonios de los protagonistas, han estudiado de manera
pormenorizada este fenómeno. Laura Castillejos, Rodolfo Gaminio y Romain
Robinet, entre otros.
No se equivoca Alicia de los Ríos cuando afirma que la Liga Comunista 23 de Septiembre
nació como una red de organizaciones que existían previamente. Desde el
principio, se trata de un complejo universo de hombres y mujeres
jóvenes que declaran legítima y públicamente la guerra a ese Estado
profundo. Un orden subterráneo que mató, torturó y persiguió a miles de
activistas, no sólo guerrilleros, en todos los ámbitos de la vida
política y social. La guerra sucia fue en México, como lo señala
Verónica Oikión, un sinónimo de terrorismo de Estado. Y así debería
quedar signada en nuestra memoria más íntima: la época del terror de
Estado.
Tal y como lo registran los testimonios de los propios guerrilleros, dos figuras fueron emblemáticas en el nacimiento de la Liga:
Raúl Ramos Zavala e Ignacio Salas Obregón (Oseas). El primero provenía
de las filas de la Juventud Comunista; el segundo, del seminario de la
Compañía de Jesús. Sin la formación intelectual de ambos, la Liga
probablemente no habría alcanzado la altura a la que llegó. Se ha
estudiado poco este encuentro entre la cultura comunista y el universo
de los jesuitas. Por lo menos, merecería una historia intelectual (Los
textos de Marco Berlingeri contienen ya algunos adelantos).
Las acusaciones actuales de Felipe Calderón y, en general, el neofalangismo contra la memoria de la Liga
repiten los mismos argumentos que algún día emplearon Díaz Ordaz y Luis
Echeverría para legitimar lo ilegitimable: una de las heridas más
graves –que nunca se olvidará– infringidas a ese México que resistió al
abrasivo Leviatán autoritario. Pero en política nunca se sabe. No hay
duda de que el vértice autoritario del sistema, a través de la reforma
del 77, triunfó en la disputa por el poder. Pero la batalla por la
historia, la ganaron los rebeldes de la época.
No hay comentarios:
Publicar un comentario