Paul Walder
Una de las políticas favoritas de la derecha local y mundial es la
rebaja de impuestos, tal como lo enseñan los padres del neoliberalismo y
gobernantes desde Ronald Reagan, Margaret Thatchet y el inefable
dictador de nuestras latitudes. El mito del libre mercado, que los
millonarios y accionistas reiteran, se basa en un relato tan simple como
ingenuo.
Si los ricos no pagan impuestos invertirán sus grandes ganancias para
ser aún más ricos. En este círculo de la codicia infinita, crearán
empleos, generalmente mal pagados, extenuantes y alienantes, que los
pobres recibirán sin grandes protestas. La última vuelta de este
circuito es el consumo. Los pobres y no tan pobres gastarán sus salarios
en empresas cuyos propietarios son los mismos ricos.
El resultado de este proceso circular es el enriquecimiento
progresivo de los dueños del capital y una población que apenas vive de
su trabajo. La riqueza que los millones de pobres y otros empobrecidos
generan irá a parar a los bolsillos de aquellos ya de sobra
enriquecidos. Una tendencia cuya recirculación anual nos coloca como uno
de los países más desiguales del mundo.
Los países más o menos decentes, pese a mantener modelos capitalistas
de diferentes intensidades, resuelven la concentración de la riqueza
por medio de impuestos. En Chile, bien sabemos, no es así. Las élites, a
través de la doctrina neoliberal, extendida y asimilada cual naturaleza
y condición de vida por demasiadas generaciones, se las ha arreglado
para engañar a los pobres chilenos de dos maneras. La primera es que la
tasa de impuestos que pagan los ricos es mínima; la segunda es que en
rigor, en los hechos, no pagan impuestos.
Hacia la mitad de esta década la exNueva Mayoría, un conglomerado
político que ha pasado a la historia con más pena que gloria, pergeñó
un programa de cambio tributario para ponerle el cascabel al gato.
Propuso elevar un poco los impuestos de los multimillonarios y
alterar un sistema que en la práctica les permitía no pagar nada. Ni un
peso pagaban, como bien quedó demostrado con las grandes compañías
mineras extranjeras, que durante décadas se dedicaron en estas latitudes
a hacer grandes hoyos en la tierra, ganar mucho dinero y eludir
impuestos.
El
proyecto que presentó aquella coalición política fue cambiar el sistema
de tributación sobre renta retirada a uno sobre base devengada, el fin
del FUT (Fondo de Utilidades Tributarias), el aumento del impuesto de
primera categoría (que pagan las empresas) desde el 20 a 25 por ciento y
la rebaja del tramo más alto de los impuestos personales desde el 40 al
35 por ciento.
Entre sus múltiples y complejos artículos planteaba el concepto de
renta atribuida de los socios y dueños de empresas, el cual fue acusado
por el empresariado y la oposición de anticonstitucional. Este fue
básicamente el proyecto que llegó al senado durante el primer año de la
expresidenta Michelle Bachelet.
El tremendo y ubicuo lobby del todopoderoso empresariado chileno,
junto a sus representantes en el senado licuó de la noche a la mañana el
proyecto para dar vida a un esperpento tributario que no solo no dejó
feliz a ninguna de las partes, sino que le auguraba corta vida al
extraño corpus. Lo que salía del senado eran básicamente dos sistemas de
tributación. Uno integrado con renta atribuida y otro de integración
parcial.
El proyecto aprobado, convertido en ley, tuvo desde sus primeros
meses que rodear todo tipo de obstáculos. El primero fue la salida del
entonces ministro de Hacienda Alberto Arenas, defenestrado por la ira
empresarial. El siguiente fue la incomodidad que sentía ante la reforma
tributaria el nuevo ministro: Rodrigo Valdés, un operador de las altas
finanzas privadas y reconocido liberal. Pese a los cambios y
reducciones, hubo un sistema semintegrado que obligó a las empresas a
pagar impuestos así como a sus accionistas.
Desde entonces los empresarios, desde aquel cónclave de oligarcas que
es la Sofofa a todos los grandes gremios, han tenido entre ceja y ceja
una contrarreforma tributaria que regrese las cosas a sus cauces
habituales, tal como lo decidieron ellos mismos en plena dictadura. Esto
es, un sistema integrado y no semintegrado, como quedó desde el
gobierno pasado y aún en vigencia.
El sistema de integración tributaria, que la derecha, las
corporaciones, el gobierno y el mismo Sebastián Piñera han puesto como
objetivo a recuperar, sólo existe en Chile y en otras naciones con
democracias debilitadas. La razón es simple. Porque les otorga
demasiados beneficios a los accionistas, dueños de empresas y ricos en
general. Porque facilita el retiro de utilidades, la elusión y recorta
los ingresos fiscales. Porque los impuestos que paga la empresa el
accionistas los declara como un descuento.
La reintegración, que es el “corazón” de la contrarreforma de Piñera,
hará más regresiva la estructura tributaria al volver a aumentar los
impuestos indirectos, aquellos que pagamos todos, incluso los más
pobres, al comprar alimentos o la prestación de servicios. Y también
porque disminuirá, pese a toda la retórica que levanta la dupla Felipe
Larraín y Sebastián Piñera, los ingresos del Estado.
La economista y académica de la Universidad Adolfo Ibáñez Andrea
Repetto ha sido bien clara: “Reintegrar es cero en recaudación y en
equidad tributaria”. Y además no está claro que genere inversión y
crecimiento porque retirar utilidades para consumir resulta más barato”.
La experiencia de la reforma tributaria de Trump (¡qué novedad, también
le baja los impuestos a los más ricos!) no generó más inversión
productiva ni el regreso de capitales a Estados Unidos.
Sí logró hacer más ricos a los sobradamente ricos.
*Periodista y escritor chileno, director del protal politika.cl.
Colaborador del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE,
estrategia.la)
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