La Jornada
El presidente de Ecuador,
Lenín Moreno, decretó ayer el estado de excepción a escala nacional en
un intento por poner fin a las masivas protestas populares generadas por
el plan de ajustes presupuestales que anunció apenas el martes. Entre
las medidas de recorte aplicadas por el mandatario se encuentra un
retiro de subsidios a los combustibles, el cual provocó un alza
dramática de precios –de 53 por ciento en el caso del diésel–, y llevó a
una movilización de todos los sectores de transportistas que paralizó
por completo al país.
Mientras tanto, en el vecino Perú, el presidente Martín Vizcarra tomó
juramento a su tercer gabinete en 18 meses, formado después de que el
lunes el mandatario disolviera el Congreso y llamara a nuevas elecciones
parlamentarias para el 26 de enero de 2020. La disolución del
parlamento, contemplada en las leyes peruanas, es el episodio más
reciente del largo desencuentro entre el gobierno de Vizcarra y el
Legislativo dominado por las distintas facciones fujimoristas, herederas
políticas del criminal ex presidente Alberto Fujimori, y actualmente
nucleadas en torno a su hija Keiko.
Se trata de procesos sociopolíticos claramente distintos, pero ambos
preocupantes por recordar de manera inevitable episodios del pasado de
estas naciones cuya repetición es en todo punto indeseable. En el caso
ecuatoriano, resulta evidente que el descontento social contra Moreno es
consecuencia directa de la decisión del mandatario de abandonar la
senda soberanista y popular encaminada por su antecesor y devolver al
país a la ortodoxia neoliberal que ha causado estragos en toda
Latinoamérica, y que en esta nación creó una dilatada crisis económica
cuyo correlato fue la desbocada inestabilidad política del periodo
1996-2007. En efecto, antes de dar rienda suelta a su talante
autoritario, Moreno haría bien en recordar que durante esa década los
presidentes Abdalá Bucaram, Jamil Mahuad y Lucio Gutiérrez fueron
expulsados del poder en medio de grandes convulsiones sociales, pese a
la obsecuencia mostrada a los grandes capitales y a la embajada
estadunidense, los pilares a los que el mandatario confía su permanencia
en el cargo.
Por su parte, la situación peruana trae a la memoria el
fujimorazo, como se denomina al autogolpe de Estado de abril de 1992, mediante el cual Fujimori se deshizo del Parlamento a fin de redactar una Constitución a modo que le permitiera gobernar sin contrapesos, controlar el país mediante el terrorismo de Estado, imponer el neoliberalismo y enriquecerse mediante una corrupción rampante. Es necesario salvar todas las distancias, pues Vizcarra no ha dado señal alguna de encaminarse hacia los extremos fujimoristas, pero el antecedente vuelve inevitablemente odiosa la disolución parlamentaria, y podría prolongar la turbulencia en un país cuyo anterior presidente renunció rodeado de acusaciones de corrupción y cuyo actual líder se mantiene en el cargo sin el respaldo de las urnas.
Está claro que a la región andina y al conjunto de Sudamérica no le
conviene la amenaza de inestabilidad que encaran estos dos gobiernos
cuyo principal rasgo común es la notoria carencia de apoyos populares,
por lo que tanto Moreno como Vizcarra deberían proceder con la
sensibilidad política necesaria para conjurar los espectros del pasado.
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