Claudio Lomnitz
La semana pasada el entrenador
del equipo de basquet de Houston, los Rockets, mandó un tuit expresando
su solidaridad con los manifestantes de Hong Kong. De inmediato dos
compañías chinas le retiraron al equipo su patrocinio. Luego la
Asociación China de Basquetbol rompió relaciones con los Rockets,
mientras las televisoras de ese país anunciaron que dejarían de
transmitir los partidos de pretemporada de la NBA. El efecto de estas
medidas tampoco se dejó esperar y los grandes jefes y dueños de la
famosa liga estadunidense se atropellaron uno al otro para asegurar su
neutralidad ante la política de China. Aparentemente, la liga nacional
de basquet estadunidense cree en la autodeterminación de los pueblos, o
como sea que se diga de manera elegante el preferir quedarse callado en
una circunstancia así.
El caso da qué pensar porque no tiene nada de excepcional. China
puede darse el lujo de atropellar los derechos humanos todo lo que
quiera. Puede, literalmente, encerrar a cientos de miles de musulmanes
de la etnia uigur en campos de reducación, o espiar a cada usuario de su
vasto sistema de telefonía celular, o continuar con su política de
colonización de Tíbet, y aun así estar tranquila de que no sufrirá
mayores consecuencias. Finalmente, el poderío económico chino es tal que
las empresas, los gobiernos, y aun los medios de comunicación
usualmente preferirán callar que quedar fuera de aquel gran mercado.
Y como todo el mundo sabe que eso es así, cada vez más, la crítica a
las violaciones a los derechos humanos se vuelve una moneda que se
utiliza selectivamente, usualmente contra gobiernos débiles o si no
contra enemigos declarados. El entramado internacional que vela por los
derechos humanos no se ha consolidado suficientemente; cuenta con la
Unión Europa, en buena medida, y con algunos gobiernos de aquí y de
allá, pero Estados Unidos y China no tienen mayor credibilidad en la
defensa de esos derechos, y eso pervierte a todo lo demás.
Por ejemplo, la situación de los palestinos de la franja de Gaza ha
sido ampliamente denunciada desde Gaza, claro, pero también desde muchas
partes del mundo, incluso desde la propia oposición israelí. Sin
embargo, como esas denuncias frecuentemente provienen de grupos o
gobiernos que guardan riguroso silencio respecto a infracciones
parecidas a las israelíes , pero realizadas por gobiernos como el de
China, por ejemplo, o el ruso, por poner dos ejemplos, las quejas son
recibidas por el gobierno de Netanyahu como ataques interesados, antes
que como reclamos legítimos.
En el caso venezolano sucede algo parecido. En Venezuela hay presos
políticos y, sobre todo, un gobierno que ha puesto en riesgo a millones
de sus habitantes. Pero, ¿qué legitimidad puede tener una queja por
infracciones contra los derechos humanos levantada por el gobierno de
Donald Trump, que en otros momentos ha expresado su apoyo al gobierno de
un asesino confeso, como Rodrigo Duterte, de Filipinas? Lo mismo que
Netanyahu, en Israel; Nicolás Maduro aprovecha esa hipocresía para
descartar acusaciones que son legítimas, pero que puede tachar
fácilmente de ser propaganda enemiga.
Y es que los gobiernos más poderosos, como el de China o el de
Estados Unidos, no tienen freno exterior. La mayoría de los gobiernos
preferirán callarse antes que protestar por sus abusos, aduciendo para
el caso el respeto por la autodeterminación de los pueblos, o lo que
sea. El orden internacional todavía no ha conseguido consolidar un
entramado político que sea capaz de imponerles gran cosa.
Y así, China avanza implacablemente en su camino orwelliano, e Israel
persiste en su política de segregación; Venezuela sigue hambreando a su
gente como si nada, y Turquía encarcelando a la suya con el pretexto
que sea. Etcétera. El resurgimiento de los nacionalismos tiene
precisamente ese efecto.
En México tuvimos ya hace algunas décadas una probadita amarga de los efectos locales de esta clase de lógica: durante la guerra sucia de
la década de 1970, la alianza del gobierno mexicano con las
organizaciones que defendían los derechos humanos ante las dictaduras
del Cono Sur permitió un acuerdo tácito en que México las apoyaba, a
cambio de no ser exhibido ni criticado. De esa manera, el gobierno
mexicano se
ganóel silencio internacional ante su campaña de represión en Guerrero y pudo hacer allí lo que quiso.
En una lógica parecida, Israel no se queja de violaciones a los
derechos en países aliados, como Arabia Saudita o Egipto, mientras
Turquía y Rusia guardan, cada uno, un silencio escrupuloso frente a los
abusos internos del otro, aunque usen luego argumentos humanitarios para
intervenir en Siria. Estados Unidos calla ante las violaciones en
Filipinas, y denuncia las de Venezuela... Y así van todos alegremente,
usando a derechos humanos antes como pretexto que como principio
universal.
Sin duda, la lucha por los derechos humanos seguirá recayendo siempre
en entramado internacional e internacionalista. Se trata, a fin de
cuentas, de derechos humanos y no meramente de derechos
ciudadanos. Sin embargo, buena parte de los gobiernos de hoy prefiere no
inmiscuirse en la protección de los humanos como tal. Así viven más
tranquilos. En lugar de defender los derechos humanos, los gobiernos
prefieren navegar por el mundo con una bandera cuyo lema se reduce al de
un viejo refrán:
Entre bueyes no hay cornadas.
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