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jueves, 10 de octubre de 2019

Entre bueyes no hay cornadas



La semana pasada el entrenador del equipo de basquet de Houston, los Rockets, mandó un tuit expresando su solidaridad con los manifestantes de Hong Kong. De inmediato dos compañías chinas le retiraron al equipo su patrocinio. Luego la Asociación China de Basquetbol rompió relaciones con los Rockets, mientras las televisoras de ese país anunciaron que dejarían de transmitir los partidos de pretemporada de la NBA. El efecto de estas medidas tampoco se dejó esperar y los grandes jefes y dueños de la famosa liga estadunidense se atropellaron uno al otro para asegurar su neutralidad ante la política de China. Aparentemente, la liga nacional de basquet estadunidense cree en la autodeterminación de los pueblos, o como sea que se diga de manera elegante el preferir quedarse callado en una circunstancia así.
El caso da qué pensar porque no tiene nada de excepcional. China puede darse el lujo de atropellar los derechos humanos todo lo que quiera. Puede, literalmente, encerrar a cientos de miles de musulmanes de la etnia uigur en campos de reducación, o espiar a cada usuario de su vasto sistema de telefonía celular, o continuar con su política de colonización de Tíbet, y aun así estar tranquila de que no sufrirá mayores consecuencias. Finalmente, el poderío económico chino es tal que las empresas, los gobiernos, y aun los medios de comunicación usualmente preferirán callar que quedar fuera de aquel gran mercado.
Y como todo el mundo sabe que eso es así, cada vez más, la crítica a las violaciones a los derechos humanos se vuelve una moneda que se utiliza selectivamente, usualmente contra gobiernos débiles o si no contra enemigos declarados. El entramado internacional que vela por los derechos humanos no se ha consolidado suficientemente; cuenta con la Unión Europa, en buena medida, y con algunos gobiernos de aquí y de allá, pero Estados Unidos y China no tienen mayor credibilidad en la defensa de esos derechos, y eso pervierte a todo lo demás.
Por ejemplo, la situación de los palestinos de la franja de Gaza ha sido ampliamente denunciada desde Gaza, claro, pero también desde muchas partes del mundo, incluso desde la propia oposición israelí. Sin embargo, como esas denuncias frecuentemente provienen de grupos o gobiernos que guardan riguroso silencio respecto a infracciones parecidas a las israelíes , pero realizadas por gobiernos como el de China, por ejemplo, o el ruso, por poner dos ejemplos, las quejas son recibidas por el gobierno de Netanyahu como ataques interesados, antes que como reclamos legítimos.
En el caso venezolano sucede algo parecido. En Venezuela hay presos políticos y, sobre todo, un gobierno que ha puesto en riesgo a millones de sus habitantes. Pero, ¿qué legitimidad puede tener una queja por infracciones contra los derechos humanos levantada por el gobierno de Donald Trump, que en otros momentos ha expresado su apoyo al gobierno de un asesino confeso, como Rodrigo Duterte, de Filipinas? Lo mismo que Netanyahu, en Israel; Nicolás Maduro aprovecha esa hipocresía para descartar acusaciones que son legítimas, pero que puede tachar fácilmente de ser propaganda enemiga.
Y es que los gobiernos más poderosos, como el de China o el de Estados Unidos, no tienen freno exterior. La mayoría de los gobiernos preferirán callarse antes que protestar por sus abusos, aduciendo para el caso el respeto por la autodeterminación de los pueblos, o lo que sea. El orden internacional todavía no ha conseguido consolidar un entramado político que sea capaz de imponerles gran cosa.
Y así, China avanza implacablemente en su camino orwelliano, e Israel persiste en su política de segregación; Venezuela sigue hambreando a su gente como si nada, y Turquía encarcelando a la suya con el pretexto que sea. Etcétera. El resurgimiento de los nacionalismos tiene precisamente ese efecto.
En México tuvimos ya hace algunas décadas una probadita amarga de los efectos locales de esta clase de lógica: durante la guerra sucia de la década de 1970, la alianza del gobierno mexicano con las organizaciones que defendían los derechos humanos ante las dictaduras del Cono Sur permitió un acuerdo tácito en que México las apoyaba, a cambio de no ser exhibido ni criticado. De esa manera, el gobierno mexicano se ganó el silencio internacional ante su campaña de represión en Guerrero y pudo hacer allí lo que quiso.
En una lógica parecida, Israel no se queja de violaciones a los derechos en países aliados, como Arabia Saudita o Egipto, mientras Turquía y Rusia guardan, cada uno, un silencio escrupuloso frente a los abusos internos del otro, aunque usen luego argumentos humanitarios para intervenir en Siria. Estados Unidos calla ante las violaciones en Filipinas, y denuncia las de Venezuela... Y así van todos alegremente, usando a derechos humanos antes como pretexto que como principio universal.
Sin duda, la lucha por los derechos humanos seguirá recayendo siempre en entramado internacional e internacionalista. Se trata, a fin de cuentas, de derechos humanos y no meramente de derechos ciudadanos. Sin embargo, buena parte de los gobiernos de hoy prefiere no inmiscuirse en la protección de los humanos como tal. Así viven más tranquilos. En lugar de defender los derechos humanos, los gobiernos prefieren navegar por el mundo con una bandera cuyo lema se reduce al de un viejo refrán: Entre bueyes no hay cornadas.

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